Otra pelota más en mi patio: los niños nunca vienen a buscarla: sus madres, mis vecinas, no les dejan: prefieren comprarles otra: ni si quiera, dejan a sus maridos venir a buscarlas: mis vecinas me tienen miedo.
Todo empezó, al mes de mudarme: me encontré con unas vecinas en la cola de la tienda del barrio: se me acercaron a chismorrear: tras las presentaciones y las sonrisas falsas, me preguntaron:
-¿Y vives solo?
-Sí.
-¿Y en qué trabajas?
-En “20 minutos”
-¿Sí? –se le abrieron los ojos a una- ¡Yo compro esa revista cada jueves!
En la isla donde vivo (Fuerteventura) no se reparte el diario “20 minutos”: así que, aquella mujer obsesionada con el marujeo, quiso entender “Diez minutos”: una revista del corazón: de esas que leen las viejas en los hospitales, en las peluquerías o que compran las señoras repugnantes con mala leche con ganas de cagarse en todo porque viven encerradas en una minúscula casa con un marido que responde a la descripción montón de grasa con coche que no sabe más que trabajar y ver la tele y que tiene la polla desaparecida tras el trauma que ha sido casarse con ellas y haberlas visto parir un hijo con el mismo coeficiente intelectual que 100 gramos de salchichón.
Yo no controlo mis miradas hasta que pasan 3,5 segundos: las miradas son libres y sinceras durante 3,5 segundos: luego se analizan y cambian si están fuera de lugar: pero durante 3,5 segundos las miré como quien mira a dos pedazos de mierda: y ellas fueron concientes de ello: en el segundo 3,6 cambié mi mirada por educación: les sonreí, dije…
-No en la revista “Diez minutos”, sino en el “20 minutos”, un periódico de información general.
…ya era demasiado tarde: ellas ya sabían que yo las consideraba seres humanos inferiores: que las depreciaba y que me daban asco.
…
Estuvieron tocando en mi casa aquel mes que estuve escribiendo frenéticamente este blog y mi libro: me ponía a escribir y se me olvidaba que había puesto algo en el fuego o dentro del microondas: me daba cuenta cuando levantaba la cabeza del teclado de mi ordenador: veía humo por todas partes:
-¿Qué coño pasa? –me preguntaba.
Entonces, abría las ventanas: salía mucho humo por ellas: y las vecinas, esas gordas, tocaban, asustadas, en la puerta de mi casa:
-Disculpen –les decía- es que mi microondas está fatal.
-A ver si vas a quemar el barrio –me reprochaban.
Y yo volvía a mirarlas fatal: pues no soporto que una maruja me llame la atención: porque yo soy un super hombre que lucha contra su destino y ellas no son absolutamente nada: carne de charcutería: relleno humano.
…
Mis vecinas dejaron de saludarme (cuando me ven por la calle) aproximadamente, por la fecha que empecé a componer una canción que un amigo lector de Internet me está instrumentalizando y mezclando: en una parte de la canción grito:
-¡TODAS LAS TÍAS SON UNAS PUTAS Y ME LAS QUIERO FOLLAR CON MI POLLA LLENA DE SIDA!
Llevo un mes tratando dar con la toma buena de esa canción: a veces, inspirado y desvelado, aun consciente de que está mal gritar mientras los demás duermen, la grabo por la noche: mis vecinos deben de oír mis gritos: pero nunca nadie ha venido a llamarme la atención.
…
La ruptura definitiva, estoy seguro, que ocurrió antes de ayer: a media tarde, saqué a pasear a mi perra Anais por el gran terreno que hay frente a mi casa: 5 kilómetros de extensión sin edificar: sólo piedra, tierra y arena: nunca hay nadie: me gusta mucho caminar con Anais por allí: a medio camino se me ocurrió desnudarme: sacarme unas fotos para un post: no tenía claro sobre qué iba a escribir en el post, pero pensé que quedaría simpático sacarme fotos desnudo: con una polla grandísima hecha con el photoshop: levantando una piedra con mis gafas de friki: me saqué las fotos:
Y más fotos: me puse a cuatro patas: en el suelo: grité como si me estuvieran violando por el culo: pensé hacer, luego, un fotomontaje con el photoshop: escribir, por ejemplo, una historia sobre que había sacado a pasear a Anais y que me había encontrado con un extraterrestre que me había violado: cuando me levanté y giré, vi a una de mis vecinas gordas, vestida con un chándal, con su perrito que agarraba de la correa, petrificada, observando desde lejos: yo seguía desnudo: sin saber que hacer, la saludé con la mano amistosamente, traté de sonreírle: pero salió corriendo.