Europa inquieta Europa inquieta

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Liberland, así es el nuevo microestado en Europa donde cumplir la utopía liberal

Lo de fundar estados por las armas es cosa de bárbaros. Hoy no hace falta más que una web elegante, con modelos que te dan la bienvenida como a una página para buscar pareja, una entrada multilingüe en Wikipedia y adoptar el bitcoin. Eso es Liberland, un futuro microestado de 7 km cuadrados en una erial franja deshabitada en la frontera en disputa entre Serbia y Croacia.

La página de bienvenida a Liberland.

La página de bienvenida a Liberland.

Me puso sobre aviso de este curioso alumbramiento mi amigo Diego, cuyo blog Fronteras os he recomendado en más de una ocasión (¡hacedme caso por una vez!). Estoy seguro de que tarde o temprano tendréis un post suyo pleno de datos abrumadores y conexiones variopintas, pero mientras tanto aquí va  mi modesto acercamiento a esta futura utopía libertaria.

Liberland se autoproclamó Estado soberano esta semana pasada gracias al empeño de un político liberal checo, Vít Jedlička. Liberland se define como el tercer estado más pequeño de Europa, tras El Vaticano y Monaco; aunque todavía no tienen Constitución (están en ello), andan escasos de ciudadanos, por lo que quieren atraer a individuos sin pasado extremista ni criminal, que respeten la propiedad privada y las creencias individuales. Si crees que cumples los requisitos, aquí puedes inscribirte.

El lema de Liberland es ‘Vive y deja vivir’, que así dicho no suena mal. Y la meta de este microestado es «crear una sociedad donde la gente honesta pueda prosperar sin las regulaciones y tasas de los estados ineficientes». El voto será electrónico y la democracia directa, recogen en su declaración de intenciones. Bandera y escudo sí que tienen, aunque bonitos, pues tampoco son; no sé a qué responde la heráldica, por lo que tendréis que bucear por ahí en busca de respuestas.

Y esto es básicamente Liberland. Si queréis ser liberlandeses, os podéis ir preparando:

La excepción política se llama Alemania

Lo apuntaba hace unos días en una entrevista dominical a El País Romano Prodi, expresidente de la CE y ex primer ministro italiano. Alemania no solo ha logrado esquivar la crisis económica, sino que los seísmos políticos que sacuden a otros socios europeos  en forma de nuevos partidos, por ejemplo han pasado de largo de Berlín. Frente al fantasma de la debacle del sistema de partidos tradicionales, que se ha convertido en un mantra cotidiano en los países del sur, Alemania ha salido ilesa.

El colectivo Politikon lo explica con rigor y claridad en La urna Rota (Debate, 2014), excelente libro que, por cierto, viene de perlas para pertrecharse de elementos de análisis ahora que nos sumergimos en el piélago electoral. Si lo que vemos no es simplemente un trasvase de votos de Gobierno a oposición, como suele suceder siempre en democracia, sino «una transferencia a nuevos partidos, nos encontramos frente a un genuino realineamiento del sistema de partidos«.

Merkel y Hollande, en un momento de complicidad (GTRES)

Merkel y Hollande, en un momento de complicidad (GTRES)

Podemos y Ciudadanos en España; Syriza en Grecia; el Frente Nacional en Francia; el Movimiento Cinco Estrellas en Italia; los partidos de extrema derecha del norte de Europa, cuyo crecimiento no está directamente relacionado con la situación económica, pero sí con el temor a sus consecuencias… En Alemania, lo más parecido a una amenaza política para la CDU de Merkel fue, en las elecciones de 2014, Alternativa por Alemania (conservadores y euroescépticos), pero al final no obtuvieron representación parlamentaria.

La UE se ha convertido en una Unión Extraña, o en una Unión de Extraños. Mientras el resto de socios experimentan cambios brutales en su fisiognomía, Alemania pasará la década de crisis sin haber experimentado giros bruscos en sus tradiciones políticas. No ha habido propósito de enmienda, ni abismo del que alejarse ni sistema o régimen que tratar de refundar. Tampoco nadie a quien echarle las culpas.

Prodi se preguntaba, en esa misma entrevista a la que aludía al principio, qué tiene Alemania que le hace resistir a las mismas fuerzas a las que otros se doblegan. Y continuaba Il Professore con el argumento, lamentándose de que esa fragilidad del resto hace todavía más poderosa a una nación ya de por sí fortísima. Esa falla entre las experiencias de unos y otros será crucial en el futuro.

Triunfen o no las alternativas al sistema tradicional de partidos en países como Grecia, España o Francia, el riesgo de que Alemania acabe asimilando un relato de estos años antagónico al del resto es evidente. El temor a una Alemania solipsista, insolidaria, aunque es un temor que a día de hoy no se puede sostener con argumentos objetivos, es un temor plausible que deberíamos esforzarnos por neutralizar.

 

Europa: ni amigos con los que discutir ni enemigos con los que reconciliarse

La gran desgracia de nuestra Europa es que carece de enemigos. De tenerlos, podría intercambiar con ellos apretones de manos, proclamar con solemnidad «el fin del conflicto» acaparando portadas y decirse a sí misma y al mundo: «¡Esto es histórico!».

Mogherini en La Habana, en visita diplomática para favorecer el deshielo de las relaciones. (EFE)

Mogherini en La Habana, en visita diplomática para favorecer el deshielo de las relaciones. (EFE)

Pero no es así. Mientras grandes potencias siguen resolviendo los conflictos como antaño (el encuentro entre Obama y de Raúl Castro tiene un evidente aroma, no sé si buscado, a siglo XX), Europa ha renunciado tanto a la escenificación del conflicto como a la escenificación de su fin. ¿Diplomacia líquida? Pues seguro que alguien lo ha llamado así ya.

Es fácil ganarse enemigos hablando de Europa. Pero es mucho más difícil que Europa vea a alguien —te llegue a ver— como un verdadero enemigo. Incluso en la más adversa de las situaciones y con los sujetos más despreciables, la UE es capaz de mostrar un neutro, a veces desquiciante, tono notarial.

En la Taberna del Irlandés, vieja y entrañable película de John Ford, los cumpleaños entre camaradas se celebraban a puñetazo limpio. Eran golpes sonoros, francos, regados con alcohol, que trasmitían sentimientos a la vez banales y profundos.

Justo lo que le falta a Europa, y lo que constituye su logro a contracorriente del teatro del mundo, un triunfo de otro siglo, todavía inexplicable: carecer de viejos enemigos a los que tender la mano tras una pelea… y de nuevos amigos con los que discutir para más tarde reconciliarse.

Desaparecidos en los Balcanes: presente de una guerra que terminó hace 20 años

Manifestantes en diciembre del año pasado pidiendo que se aplique la ley en la búsqueda de desaparecidos (ICMP)

Manifestantes, en diciembre de 2014, pidiendo que se aplique la ley en la búsqueda de desaparecidos (ICMP)

La pequeña e industriosa ciudad bosnia de Tuzla, situada a 120 km de Sarajevo, alberga uno de los laboratorios principales de identificación de restos humanos de la Comisión Internacional para las Personas Desaparecidas (ICMP). Tuzla, que trepó de forma efímera a los titulares de la prensa hace un año por ser el epicentro de duras protestas obreras, está también cerca unos 100 km de Srebrenica. Pero nada de lo anterior, ni las algaradas de 2014 ni su puntero centro de secuenciación de ADN, tiene cabida en la breve entrada que Wikipedia le dedica.

En Tuzla, bajo condiciones no siempre favorables, se sigue tratando de identificar a las víctimas de una guerra que terminó hace 20 años. Hay un injusto desequilibrio entre el espacio-tiempo que dedicamos a informar de las guerras y el que concedemos a las posguerras. Los conflictos bélicos son todavía rentables: a los periódicos les reportan titulares y a los (ya pocos) reporteros, prestigio y fama. Pero lo que viene justo después de la paz acostumbra a permanecer en un incómodo claroscuro que solo vuelve a iluminarse si regresan las hostilidades.

La vida tras una guerra, con sus miserias, escaseces y contradicciones se desarrolla en un escenario secundario, en un microteatro espantoso y sin apenas público. La así llamada comunidad internacional va poco a poco perdiendo interés, y los periódicos recolocan a sus contados corresponsales en lugares donde la sangre aún está fresca. La dificultad de proseguir con las identificaciones de los muertos de la guerra en los Balcanes la reconoció hace muy poco la misma directora del ICMP, Kathryne Bomberger: «Muchos políticos creen que la presión de la opinión pública para que se siga buscando a los desaparecidos ha disminuido». En las fosas comunes localizadas, y en las aún ignotas, se calcula que quedan unas 8.000 personas por identificar.

Al desinterés de las autoridades locales (su disponibilidad es directamente proporcional a la rentabilidad que vayan a obtener) hay que añadir la desbandada de los medios de comunicación, que apenas dan cuenta ya de un trabajo, el de la identificación de desaparecidos, lento, exigente y complejo. Por suerte, hay a quien todavía se interesa por aquello que ya no interesa. W. L. Tochman es un periodista polaco que en 2002 viajó a Bosnia y Herzegovina para relatar la vida cotidiana en la posguerra. Ahora, más de una década después, el libro que recoge aquella experiencia va ser publicado en español. Como si masticaras piedras: sobrevivir al pasado en Bosnia (Libros del K.O., 2015) es una crónica escrita en un lenguaje seco, casi notarial, en la que se va tasando el desgarro y la incredulidad de los supervivientes de aquel conflicto. He tenido la suerte y el privilegio de leerla antes de que salga al mercado (queda ya poquito), y no quería dejar pasar la oportunidad de hablaros de ella.

Por encima de sus virtudes estilísticas, que las tiene, Como si masticaras piedras es bonita y necesaria porque se interesa por los vivos que sobrevivieron a tanta muerte. Por las viudas y las madres que esperan con fortaleza indómita a que los despojos de hijos y maridos emerjan del magma anónimo de las fosas para enterrarlos con dignidad. Por la heroica dedicación de los especialistas forenses que, pese a la escasez de medios y el aire insano que fluye de las heridas sin cerrar, buscan la verdad escondida en la doble hélice. Por el estupor que produce en las víctimas que los verdugos de tus seres queridos no solo campen a sus anchas sino que además ocupen tu casa, usen tu vajilla, duerman en tu cama.

Estos zarpazos de incómodo realismo que la vida cotidiana deja sobre la piel de los tratados de paz son los que Tochman salva para la posteridad. Europa, pese a su refinada capacidad de autocrítica, a veces excesiva y paralizante, sigue mostrándose extrañamente ausente de los lugares de memoria donde se puso a prueba sus virtudes civilizatorias. Los esfuerzos del ICMP por identificar a los desaparecidos, el trabajo en la sombra de cientos de especialistas y el desconocimiento general es lo que hacen que este libro, aunque refiera historias de hace una década, sea un documento espléndido para expiar (explicar) el pasado. Y el incierto presente.

Art déco: la penúltima pretensión europea

El art déco –clasicismo reinventado, lujo urbano, exotismo africano, mobiliario onírico, cartelería imposible– vino a hacer el trabajo sucio de la modernidad. Su esplendor y muerte coincide con el esplendor y muerte de Europa, en concreto de Francia, más en concreto de París, como sujeto regente del siglo XX.

Viene esto a cuento porque tenéis toda la primavera para visitar, en la sede de la Fundación Juan March de Madrid, la exposición sobre este estilo artístico injustamente considerado menor –navegó a medio camino entre la vanguardia y el clasicismo– pero europeísimo hasta la médula, tanto por sus pretensiones como por sus contradicciones.

Foto de Man Ray de la artista y modelo Simone Kahn con un ídolo africano (Galería Manuel Barbié - Colección Manuel Barbié-Nogarés)

Foto de Man Ray de la artista y modelo Simone Kahn con un ídolo africano (Galería Manuel Barbié – Colección Manuel Barbié-Nogarés)

Denostado por superficial y poco comprometido (en una época en la que el compromiso fue la etiqueta de rigor del arte serio: estamos en los años 20 y 30), el art déco se parece más a nosotros mismos (me viene a la cabeza la parodia que hizo George Perec en Las cosas) que todos aquellos manifiestos chulescos y atribulados de la vanguardia que se siguen estudiando en el colegio con anacrónica obstinación.

Volver al art déco es, quizá, un ejercicio de nostalgia, pero también de aprendizaje cultural. Nuestras ciudades, Madrid en concreto, están repletas de sutiles ejemplos de art déco que nos pasan desapercibidos (este delicado blog da cuenta de ellos). Además, mucho de lo que hoy se regurgita como moderno, es en el fondo una vil copia de los objetos diseñados por los ensembliers para la burguesía consumista, aquella que aspiraba a un refinamiento extravagante, hoy diríamos cool.

En la muestra de la March, excelente como todas las suyas, encontraréis desde biombos lacados a la japonesa a una chaise-longe de Le Corbusier (quien, a regañadientes, también se unió a la moda); bellísimas cubiertas de libros y bólidos relucientes, como recién encerados; bocetos de salones funcionales y refinados tocadores de señora con volutas de fantasía. Aunque lo más importante no son los objetos en sí, sino la mirada que posamos sobre ellos: lo que ese intercambio nos dicen de la Europa de entreguerras y de sus ruinas modernas que aún habitan en nosotros.

PS: Si queréis más información sobre la exposición, aquí tenéis la reseña que mis compañeros de la estupenda sección Artrend publicaron hace unos días en el periódico.

La atea y tolerante Europa no comulga bien con las minorías religiosas

Contrariamente a la percepción común, la hostilidad social relacionada con la religión disminuye en el mundo. Según un reciente y muy interesante estudio de Pew Research, con los últimos datos disponibles, los de 2013, los conflictos de carácter religioso decaen en todos los continentes. Se rompe así con una tendencia al alza que se había mantenido de 2006 a 2012. A pesar de este dato optimista, todavía una cuarta parte de los países albergan niveles altos de discordias de matriz religiosa.

Un cementeario judío  recientemente profanado (EFE).

Un cementeario judío recientemente profanado en Francia (EFE).

En nuestro continente sin dios, estamos –seguimos, más bien, pues es una tendencia que viene de lejos– un poco por encima de la media. La hostilidad social por motivos religiosos también disminuyó en 2013 en consonancia con el resto de regiones, si bien Pew alerta de un dato preocupante: el hostigamiento hacia las minorías, y en concreto contra los judíos, está cada vez más a la orden del día (por cierto, en esto en concreto estamos bastante peor que al otro lado del Atlántico).

Y otro dato para la reflexión: dice Pew que en aproximadamente dos tercios de los países europeos existen grupos de presión organizados que usan la fuerza y la coerción para dominar la vida pública con su particular perspectiva religiosa. Estas organizaciones se oponen a las minorías religiosas, llegando a atacar a los miembros que profesan un culto que no les agrada. En esto, la especificidad europea es triste por notable: en 30 de 45 países, un 67%, se constatan ataques de esta naturaleza, por un 38% en el resto del mundo.

Estos datos, y este estudio (aquí, en inglés, podéis leerlo completo), me llaman bastante la atención por un motivo. Tenemos la percepción, yo el primero, de que vivimos en un continente de lo más tolerante con las religiones (a pesar de los pesares) y que el odio religioso y los conflictos de orden teológico que afectan a la sociedad son cosa de otros, de bárbaros. Nada más lejos de la realidad. En algunos países como Francia, Italia y qué decir de Europa del Este, el conflicto religioso, pace Voltaire y su tolerancia, es una amenaza indisimulada.

Giacometti y la fragilidad europea

Una de las tallas de Giacometti que fotografié en la expo.

Una de las tallas de Giacometti que fotografié en la muestra.

Giacometti ejerció su arte de vanguardia, desde su mítico y casi místico taller, en la Europa de entreguerras y, sobre todo, en la Europa de después de la caída del nazismo. Sus esculturas conservan cierto espíritu arcaico, y me recuerdan a aquellos divertidos exvotos de las civilizaciones antiguas; sus bocetos a lápiz o a bolígrafo son, por su parte, nerviosos y minimalistas, y aspiran a envolver su mirada triste y perpleja del mundo.

He aparcado, como véis, el círculo de tiza podemístico, que ya empieza a cansar(me). El fin de semana visité —os animo a que lo hagáis, permanecerá hasta el 31 de mayo en Madrid— la exposición sobre Alberto Giacometti que alberga la Fundación Canal. Giacometti, ya sabéis, es el autor de esas figuras alargadas, de una rara fragilidad que las convierte paradójicamente en sólidas. Un clásico.

Si se quiere ver así, su obra es ejemplo de cómo el arte del siglo XX europeo reflejó la desolación de la guerra, la pequeñez del hombre y las tribulaciones del individuo en soledad. Puro patrimonio nuestro. Tan inestables. En la muestra de Canal no están sus esculturas más famosas ni cotizadas, pero sí un selecto puñado de aproximaciones a sus íntimos temas predilectos y alguna pequeña y leve maravilla, como podéis ver en la foto que malamente tomé.

Es curioso, el día que fui a la exposición vi mucha gente y muy interesada en Giacometti y su melancólico magnetismo. Hasta vi a lo que supuse que era un estudiante de Bellas Artes copiando a boli, en una libreta, algunos de los bocetos del suizo. A pesar de su aparente y desganada sencillez, no parece fácil llegar a imitarle.

 

Europa y EE UU: dos maneras de informar sobre la masacre de ‘Charlie Hebdo’

Suele argumentarse, para explicar esa brecha que a veces separa Europa de Estados Unidos, que nosotros los europeos somos de Venus y ellos, los americanos, son de Marte. Es decir, su mentalidad es guerrera mientras que la nuestra tiende hacia un pacificismo intelectualizado. Pero estas convenciones, como tales convenciones, no siempre se cumplen. Ayer sin ir más lejos.

Sorprende la diferente reacción de los medios estadounidenses y europeos a la masacre de París. Los que la seguimos en directo, por trabajo o por puro interés horrorizado, asistimos a un fenómeno curioso: mientras las webs de los periódicos europeos se llenaban a un tiempo de información sobre el atentado y de caricaturas y portadas de Charlie Hebdo, los grandes medios estadounidenses informaban del ataque, pero sin reproducir las viñetas que todos damos por hecho que fueron el motivo de fondo del mismo.

Una de las portadas de 'Charlie Hebdo'.

Una de las portadas de ‘Charlie Hebdo’.

No es un fenómeno nuevo, pero sí una traslación de una práctica común. La habitual profilaxis que los medios estadounidenses aplican a las imágenes de los atentados terroristas es llevada aquí un paso más allá. ¿Autocensura? Es lo primero que uno piensa. Pero no es del todo cierto. Periódicos como NYT o WSJ han optado por describir con palabras a sus lectores los dibujos, lo que en una sociedad tan condicionada por la imagen puede parecer una osadía, pero es una decisión meditada y respetable.

Esta diferencia en el tratamiento puede explicarse, imagino, por las diferencias puramente profesionales de los medios en EE UU y en Europa (y por la cercanía del crimen y la amenaza, claro). Es decir, desde cómo se hace periodismo aquí y allí. Pero creo que en este caso esos matices académicos no son tan relevantes, porque se quedan cortos. El asunto es complejo y va más allá de la libertad de expresión y de su defensa: que cada uno la defienda según dicte su conciencia, su práctica y su costumbre. Ahí no hay mucho más que decir.

El fondo de la cuestión de esta brecha de sentido es, creo, de raíz sociológica. En Europa vivimos como si dios y la religión ya no existieran, y todos estos choques entre nuestro laicismo ilustrado y el fanatismo de origen religioso, nos producen urticaria. En EE UU, en cambio, la sociedad sigue tratando a la religión como un «hábito del corazón», por decirlo con Tocqueville. Esto explicaría, por ejemplo, por qué el ruidoso movimiento ateo estadounidense –los Dennett, Harris, Hitchens, etc– son contemplados por nuestros ateos como ingenuos: su ateísmo combativo es menos elegantemente filosófico, más de trazo grueso, de batalla.

Un europeo se sentiría insultado si su periódico de cabecera no trajese hoy las portadas de Charlie Hebdo en su edición. Es más, casi que ni se plantea que algo así no suceda. Un ciudadano americano, en cambio, no ve tan urgente aquello de ser intolerante con la intolerancia, y cuestiona lo oportuno de la blasfemia del hecho religioso, aunque no sea su hecho. Los europeos creen que a la religión, en general, le anima lo que Michel Onfray llama «pulsión de muerte». Todas compartirían el mismo desprecio hacia la libertad y la vida. La impía ateología de Onfray no tendría público en EE UU.

Europa 2014: lastres de un lustro negro

Como afortunadamente este blog no predispone a las listas, os ahorraré el trance de leer «las diez noticias europeas del año», «los cinco mejores políticos europeos de 2014»  o las infinitas variedades de chorradas que pueden ponerse una a continuación de la otra. Lo que sí quería, porque creo que da una visión panorámica muy nutritiva, es hacer un  resumen del año que hemos dejado. No un resumen del tipo fecha, dato, etc, que es muy fácil y muy estéril, sino un esbozo de movimiento de lo que ha sido Europa en este año decisivo.

(Foto: GTRES)

(Foto: GTRES)

¿Decisivo porque ha sido año electoral? También por algo más. La guerra ha vuelto a Europa en el centenario del comienzo de la Primera Guerra Mundial. Ha vuelto por donde lógicamente habría de tener que venir. Por el flanco más débil de su movedizo vecindario oriental. Rusia ha iniciado, como recordaba Xavier Colás en un bonito post hace unos días, el mayor movimiento de fronteras en el continente desde la Segunda Guerra Mundial. Europa pese a su eficiente y taimada pasividad, se ve de nuevo inserta en la corriente de la Historia.

La complejidad. Europa ha suturado las heridas causadas por la crisis financiera y por la crisis de modelo. No confudamos. No es que no haya ya desigualdades y no vaya a seguir habiendo fatalidades, pero la tela de araña de la que se compone la UE, rota en mil pedazos hace cuatro años, parece haberse recompuesto. A pesar de que el drama griego no ha escenificado todavía su último acto, de que todos dicen que la anemia económica es más una realidad que un riesgo, se ha extendido la sensación de que Europa ha entrado en otra fase.

El tránsito de Gobierno continental, aun a pesar de los escándalos (algunos tan vergonzantes como LuxLeaks), se realizó como la firma de un acto notarial. Sin sobresaltos y con algo más de política y menos de policy, lo que siempre es de agradecer. Por el contrario, el fantasma de la extrema derecha, los partidos xenófobos y populistas vaga a sus anchas por casi todos los países de la Unión, la rica Alemania incluida. Es curioso que sea precisamente ahora, cuando la crisis más grave que ha vivido el proyecto europeo en décadas parece en vías de solventarse, cuando los extremismos antieuropeos amalgaman más partidarios.

Así pues: por un lado Europa ha conocido de nuevo aquello tan antiguo de las disputas territoriales y geopolíticas, ha renovado su ejecutivo y legislativo para afrontar cinco años de reformas en profundidad (eso se espera), ha sentido la amenaza de los valores que niegan su propia razón de ser y sigue soportando los lastres de un lustro negro, como la desigualdad económica entre sus miembros y la desconfianza ciudadana. Europa, un año más, ha vivido en proyecto. Y así seguirá viviendo.

Apuntes socialdemócratas: de la ‘edad dorada’ en Europa a la crisis de hoy

La crisis de la socialdemocracia tiene casi más años que yo, que voy a cumplir 34 el mes que viene. Su agonía es la más anunciada y prolongada de la historia universal de las agonías. Más de uno la habréis estudiado en manuales, leído en libros y analizado en artículos. Es casi un lugar común de la historia y la ciencia política. Y está siempre presente en la prensa.

Pero a lo que voy. Más de una persona en el trabajo y fuera de él me ha preguntado por la socialdemocracia, ahora que en España con el auge de Podemos, y en otros países con sus particularidades, se vuelve a hablar y mucho del modelo socioeconómico óptimo para mejorar nuestra vida en común.

He caído en la cuenta de que cuando se asegura, por ejemplo,  que tales o cuales políticas son «claramente socialdemócratas» a menudo el significado de tal afirmación queda un tanto oscuro, y no digamos ya el origen histórico concreto de tal significado. Con voluntad pedagógica, os dejo estos párrafos.

Olof Palme, líder de la socialdemocracia sueca, asesinado en 1986 (DN.SE)

Olof Palme, líder de la socialdemocracia sueca, asesinado en 1986 (DN.SE)

La socialdemocracia es, como el eurocomunismo o el neoliberalismo, un concepto político del siglo pasado. Es importante recalcar esto cuando hoy se habla, con bastante ligereza, de «nuevas formas de hacer política» sin tener en cuenta que la base para estas se cimentó hace mucho. La socialdemocracia fue, en su origen, un intento de conciliar la industrialización y el auge del capitalismo con la protección (la denominada ‘cuestión social’) de los trabajadores.

Frente a la revolución permanente de los partidos comunistas, los socialistas trataron de conciliar lo mejor del capitalismo industrial con lo mejor de las ideas marxistas. Obviamente, estoy simplificando, pero la socialdemocracia fue, en la Europa de entreguerras, algo así como el justo medio de la política. El fracaso de las democracias liberales en este periodo, el ascenso de los totalitarismos y la destrucción del continente en la Segunda Guerra Mundial, dieron pie a una reformulación de la socialdemocracia.

Desde 1945 y hasta 1973, Europa vive su ‘edad dorada’. El Estado de bienestar, asociado a la socialdemocracia como garante de la protección social y la intervención y la planificación estatales de la economía, se tomó como la base de un consenso mayor que evitara el resurgimiento de opciones políticas radicales. Aunque, como recuerda Tony Judt y en contra una creencia general hoy, el Estado de bienestar «no fue, fundamentalmente, excepto en Escandinavia, obra de los socialdemocrátas».

Esto quiere decir, para que os hagáis una idea, que los partidos democratacristianos europeos (lo que hoy llamaríamos conservadores a secas) fueron los que desarrollaron en gran medida los supuestos de un Estado intervencionista que corrigiera los desmanes del capitalismo (ahora hablaríamos de los ‘mercados’). Digamos que durante tres décadas, el consenso tanto a nivel teórico como práctico era incuestionable: el modelo de un país con un Estado fuerte, donde sus ciudadanos estuvieran protegidos por diferentes subsidios (sistemas públicos de salud, desempleo, pensiones, etc.) era incuestionable. La izquierda y la derecha (en Europa, pero también en EE UU) puede decirse que estaban entonces de acuerdo en que el Estado provindencial era no solo bueno, sino necesario.

Este paradigma, por decirlo con una término que no me gusta demasiado, cambió con la irrupción de la llamada Nueva Derecha, la revolución que también lo fue, porque la revolución no es patrimonio solo de la izquierda neoliberal. A mediados, pues, de los años 70 el consenso se rompió. Para esos nuevos conservadores, el Estado no era un mal menor o un aliado, sino un inconveniente para el progreso económico, un molesto hacedor de trabas a la liberación del comercio y la globalización en ciernes. El Estado, para esta derecha rediviva, debía adelgazarse hasta quedar reducido a la mínima expresión porque por su propia naturaleza era ineficiente, ineficaz, malgastador y cercenador de la libertad.

¿Qué hizo entonces la socialdemocracia, es decir, la izquierda partidiaria del Estado providencia combinado con las libertades individuales y los derechos inherentes a la democracia? Pues tratar de refundarse sobre ese supuesto, aceptando algunos de los dogmas de la derecha thatcheriana. Así, la Tercera vía de Tony Blair (y Anthony Giddens, su sociólogo de cabecera) o las políticas de Schroeder en Alemania (reformando el capitalismo renano, fuertemente igualitarista y protector hacia los trabajadores) fueron dos intentos de conciliar ese nuevo paradigma que parecía que la sociedad demandaba (menos Estado) con la defensa de algunas líneas rojas (sobre todo identitarias) de la izquierda tradicional.

¿Reactualizar el discurso o volver a 1945?

Desde entonces, la crisis de la socialdemocracia con crisis quiero decir: falta de rumbo, incertidumbre filosófica, incoherencias teóricas y debilidades cotidianas es casi una cuestión permanente. Sorprendentemente, además, la crisis económica y financiera que comenzó en 2008 no ha sido ningún revulsivo. Como analiza Borja Barragué, profesor de Derecho en la UAM, los partidos socialdemócratas han perdido 19 elecciones. Ante esta sangrante pérdida de poder, los partidiarios de la socialdemocracia se han escindido en dos, grosso modo. Por un lado, los que como dice Barragué ven la necesidad de actualizar el discurso socialdemócrata una vez más; por otro, aquellos que quieren volver a las esencias perdidas, es decir, a 1945.

Y aquí es donde entran las nuevas formas de hacer política, los nuevos partidos y planteamientos. Cuando Podemos el último Podemos, el que ha suavizado sus propuestas dice que es socialdemócrata, se está diciendo en realidad que quiere recuperar las esencias de la socialdemocracia, con un Estado muy intervencionista. Y cuando se dice, por otro lado, que el PSOE u otros partidos socialistas pretenden una nueva socialdemocracia lo que se está diciendo es que quieren trascender su propio modelo, que ya habían en parte abandonado durante las últimas décadas.

Cierro con una reflexión (que da pie a seguir reflexionando) de Judt extraída de uno de sus grandes libros, Sobre el olvidado siglo XX: «La idealización del mercado, con el supuesto concomitante de que, en principio, todo es posible, encargánose las fuerzas del mercado de determinar qué posibilidades se harán realidad, es la más reciente (si no la última) ilusión moderna: que vivimos en un mundo de potencial infinito en el que somos dueños de nuestro destino. Los partidarios del Estado intervencionista son más modestestos y escépticos».