Europa inquieta Europa inquieta

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Walter Hallstein y la Europa inacabada

Perdonad: hoy os traigo una obra descatalogada. Los más locos de los libros quizá podáis dar con ella como hice yo: en una librería de viejo. En este caso, en una nueva librería de viejo, de esas que proliferan últimamente por Madrid no sé si como símbolo la agonía última del papel, la crisis económica o un repentino afán por deshacerse del pasado.

El caso es que Europa incabada (Plaza&Janes, 1971) es un libro complicado de encontrar, pero muy jugoso de leer. Su autor es Walter Hallstein, que fue nada más y nada menos que el primer presidente de la Comisión Europea. Un profesor alemán de reconocidas dotes diplomáticas, protegido del presidente Konrad Adenauer y que, entre otras negociaciones, participó en la creación de la CECA y en la fallida Comunidad Europea de Defensa (algún día os hablaré de ella).

Walter Hallstein, en 1969, durante un discurso europeo. (German Federal Archives).

Walter Hallstein, en 1969, durante un discurso europeo. (German Federal Archives).

Hallstein fue un obligado soldado alemán durante la Segunda Guerra Mundial. Fue detenido y pasó el final de la guerra en un campo de prisioneros en EE UU. Con posterioridad fue rehabilitado (no había sombra en él de pasado nazi) y desde ese momento se dedicó a hacer política para la Alemania Federal. La advertencia de que la Alemania occidental no mantendría relaciones diplomáticas con estados que reconocieran a la RDA lleva su nombre: ‘doctrina Hallstein’.

Hallstein fue un federalista atribulado porque el tiempo histórico concreto que le había tocado vivir no podía estirarse lo suficiente, ni acelarse, como para que la Europa que ambicionaba se hicera realidad. Falleció en 1982, pero dejó buena parte de su idea del continente en el libro que mencioné al comienzo del post.

«Sin marcha atrás»

Europa incabada comienza con una profesión de fe muy optimista, en la línea de lo que se estilaba a finales de los años sesenta, cuando el progreso económico ininterrumpido desde 1945 parecía que nunca tocaría a su fin. Europa, para Hallstein, «no es una creación reciente», sino más bien «una entidad descubierta por segunda vez». Hallstein equipara el proceso de integración a un proceso «orgánico» que se sustenta en la cultura, la economía y la política. En las tres.

El libro sigue con cuestiones hoy un tanto olvidadas de política del momento, de diatribas sobre el incipiente derecho comunitario o sobre las instituciones: Hallstein era un partidario firme de dar mucho más poder al Parlamento Europeo del que entonces gozaba. Pero el libro acaba con la sombra de una decepción. Para Hallstein, en la Europa de entonces faltó «una fuerza resolutiva general» que impulsara la total unidad.

En su opinión, había que tener muy presente la «dimensión cronológica del problema europeo». Algo que suena muy contemporáneo, pero que está en la base de la propia unión. Según Hallstein, esta «operación política» que es el proceso de cohesión, «no tolera marcha atrás». Y concluía: «Será siempre erróneo no hacer las cosas cuando se presenta el momento oportuno».

Robert Kaplan y la venganza de la geografía: cómo Europa volverá a girar hacia el Sur

El último libro traducido al español de Robert D. Kaplan, La venganza de la geografía (RBA, 2013), es una propuesta radical y heterodoxa en el campo de las relaciones internacionales y la geopolítica. Kaplan —aventurero, politólogo hobbesiano, halcón del conservadurismo y visionario pragmático del mundo en descomposición— se atreve con una vindicación del determinismo geográfico y el reduccionismo, términos ambos que se han moralizado sombríamente en el ambiente académico de los últimos años; conceptos incómodos, tan anatemizados por las ciencias sociales como defendidos por los científicos naturales (véasen las tesis reduccionistas de El sueño de una teoría final del físico Steven Weinberg).

Robert D. Kaplan (The Atlantic)

Robert D. Kaplan (The Atlantic)

La ideas de Kaplan sobre cómo la geografía influye en la deriva de los estados no son nuevas en su pensamiento político y pueden ser rastreadas en libros anteriores. En La anarquía que viene, por ejemplo, se refiere a los mapas como las «barreras conceptuales que nos impiden comprender el resquebrajamiento político que está teniendo lugar en todo el mundo». Tampoco es nueva su forma de argumentar, reactualizando continuamente los clásicos del pensamiento político de la antigüedad —de Tito Livio a Maquiavelo— como las guías más fiables para analizar el presente.

Pero a lo que iba. Kaplan, que conoce Europa como la palma de su mano, recuerda que antes que «fenómeno cultural», este continente es «una intrincada sucesión de montañas, valles y penínsulas».  ¿Cómo interpretar esta definición? Kaplan recurre a las fuerzas de la Historia: la crisis de deuda y las presiones sobre el euro no son manifestaciones de problemas de naturaleza coyuntural y exclusivamente económica, sino que hunden sus raíces «en una inmutable estructura geográfica».

Europa volverá a mirar hacia el Sur

Europa, como se la imagina Kaplan, es algo así como un preso sometido a la vieja tortura de estirarle cada uno de sus miembros hasta el límite físico. El viejo continente es un juego de fuerzas entre el Norte y el Sur, el Este y el Oeste, El Noroeste y el Centro, el Centro y la Periferia. Kaplan, citando a Tony Judt, recuerda que no es casual que los centros de poder político de la UE estén geográficamente situados en lo que era el Imperio de Carlomagno. Así como tampoco es casual el recobrado poder de Alemania, que va mucho más allá de lo financiero.

Mapa de Europa (OpenStreetMaps/Flickr)

Mapa de Europa (OpenStreetMaps/Flickr)

El autor de Fantasmas balcánicos pronostica, además, una traslación hacia el Sur. Europa, asegura, «está a punto de moverse de nuevo hacia las regiones meridionales». El Mediterráneo, que con el llamado ‘giro atlántico’ (algún día os hablaré de él) pasó a ser frontera y división, una barrera natural al aislamiento y desarrollo del continente, volverá de nuevo a primer plano.

La UE seguirá creciendo hasta hacerse un «proyecto difícil de manejar» y el antiguo Mare Nostrum se transformará otra vez en un «conector». La frontera sur de Europa no será ya más el Mediterráneo, sino el desierto del Sahara… una tendencia fácilmente rastreable ya, empezando en la Unión por el Mediterráneo y acabando en los discursos integradores de sus élites políticas.

¿Determinista? No es la primera vez que el realismo desagradable de Kaplan da en el clavo.

La Constitución alemana fue la primera que habló explícitamente de una Europa unida

Esta es la Ley Fundamental de la República federal de Alemania. Fue aprobada en 1949, con un país en ruinas y ocupado por las potencias vencedoras de la Segunda Guerra Mundial. No se le llamó Constitución porque Alemania estaba dividida en dos y el  texto solo iba a regir para la mitad occidental (por razones obvias, los landers de la zona soviética no estaban incluidos).

La Asamblea Constituyente, en Bonn, en 1949.

La Asamblea Constituyente, en Bonn, en 1949.

Su redacción no fue sencilla, y enfrentó en varias ocasiones el deseo de los legisladores con los requisitos exigidos por las autoridades militares de ocupación. Iba a ser una ley provisional, pero sigue vigente casi 65 años después, habiendo sobrevivido a la caída del Telón de Acero, la reunificación y más de dos centenares de pequeños remiendos.

La Ley Fundamental de Bonn (por la entonces capital de la RFA) tiene el honor de ser el primer texto constitucional del continente que incluye una mención explícita a una Europa unida. Lo hace en el preámbulo:

Consciente de su responsabilidad ante Dios y ante los hombres, animado de la voluntad de servir a la paz del mundo, como miembro con igualdad de derechos de una Europa unida, el pueblo alemán, en virtud de su poder constituyente, se ha otorgado la presente Ley Fundamental.

Cuesta imaginar hoy los innumerables obstáculos que hubo que superarse para que esta referencia que ahora nos parece banal no resultara amenazante e insultante. El país que había precipitado la agonía de las democracias liberales de entreguerras, el país que con su celo expansionista había convertido la idea de Europa en una profesión de fe militarista, en un concepto tabú, se convertía muy poco tiempo después en su primer garante.

La importancia de este texto dentro de la historia del constitucionalismo y del proceso de construcción europea es capital. Hoy, un día después del histórico triunfo electoral –soy reacio a usar este adjetivo, por temor a desnaturalizarlo, pero en ocasiones no hay más remedio– de Angela Merkel, he creído conveniente traéroslo aquí.

Ante la avalancha de análisis que habremos de asimilar en los próximos meses sobre cómo afectará a la salud UE la extensión del reinado merkeliano, no se me ocurre mejor aperitivo que recordar los orígenes profundamente europeístas del Estado alemán moderno.

Los europeos y el mal rollo antialemán

En esa joya literaria –de cuando el periodismo era literatura– que es Alemania, el hoy tan moderno Julio Camba se asombraba, con sarcasmo delicioso, de que los alemanes no tuvieran la capacidad de entender las cosas fáciles. El librito de Camba está lleno de tópicos inteligentes, pero tópicos: el alemán es una lengua abstrusa, los germanos son de natural graves, sus edificios están construidos con ‘k’… Leído hoy, salvamos la escritura, bella y precisa, aunque criticando el fondo, tan poco profundo como el tapón de una Pepsi. ¿Seguro?

Este domingo Alemania celebra elecciones federales. Como ya sucediera con las presidenciales francesas de hace año y medio, el resultado de estos comicios presenta inevitablemente dos lecturas: una interna, sobre el propio devenir alemán (en este estupendo artículo de mi compañero @nicolasmsarries tenéis las claves), y otra externa, que afecta al núcleo del proyecto europeo en sí mismo.

Merkel, a lo Hitler en una revista polaca (EFE).

Merkel, a lo Hitler en una revista polaca (EFE).

Con demasiada frecuencia –ahí yace el optimismo voluntarista tras la victoria de Hollande– se sobredimensiona el poder de influencia de los asuntos domésticos sobre los comunitarios. Hay un desfase entre las expectativas generadas por los hechos y lo que razonablemente se puede esperar de ellos.

Lo más probable es que, pase lo que pase en las elecciones, el Estado alemán seguirá comportándose de forma similar a como lo lleva haciendo hasta ahora (con algunos matices, como explica de nuevo mi compañero Nico). Como apunta Ulrike Guérot, investigadora del ECFR, Alemania continuará transitando por la misma senda pragmática de los últimos años. Parece por tanto que no hay vientos de cambio en el horizonte: los alemanes seguirán sin entender las cosas –unión bancaria, federalismo– ¿fáciles?.

El retorno del cliché

Me he extendido peligrosamente en calibrar la importancia de la fecha del 22 de septiembre porque de otra manera no se entenderían las frecuentes alusiones al espectro de la germanofobia, que como tal es solo pura entelequia, pero que apunta un cambio de tendencia sobre la percepción que los europeos tienen de los alemanes.

Poco antes del verano, Pew Research publicó una encuesta –de un pesimismo rotundo ya desde el título: The New Sick Man of Europe: the European Union– que aportaba nuevas estadísticas sobre el apoyo ciudadano al euro al proyecto europeo o a los líderes políticos actuales. Os lo resumo: todo o casi todo cae en picado. Además, en uno de los apartados, se pasaba revista a los estereotipos que, estos sí, van en aumento.

En el informe se desmiente algunos lugares comunes de hoy y de siempre, como el de que los alemanes viven obsesionados con la inflación (ochenta años después de la hiperinflación de entreguerras), que son reacios a rescatar económicamente a otros países en problemas o que mantener a raya la deuda es su prioridad absoluta.

Quema de una bandera alemana en Grecia

Quema de una bandera alemana en Grecia

Ninguno de los estos tres clichés anteriores, a tenor de lo analizado por Pew Research, son ciertos. Entre los ciudadanos de las potencias europeas, los alemanes son los menos preocupados por la inflación, los más favorables a rescatar a países y están más preocupados por la desigualdad y el desempleo que por la deuda o el déficit.

Pese a esto,  y aunque la mayoría de europeos de todos los Estados miembros siguen confiando en los alemanes más que en cualquier otra nacionalidad (trustworthy), se está tejiendo una red de adjetivos negativos respecto a ellos: una mayoría considera que son los europeos menos caritativos y al tiempo los más arrogantes.

Más recientemente, varios periódicos europeos de corte progresista han llevado a cabo un experimento similar, preguntando a sus lectores qué piensan de Alemania y de los alemanes. Los resultados ahondan en las diferencias y en esa percepción negativa ya apuntada en el trabajo de Pew Research.

Egoistas, pragmáticos, imperialistas, ultraliberales son algunos de los adjetivos más usados. Por países, todo el cinturón del sur –España, Italia, Francia, Grecia y Portugal– tiene una valoración general negativa sobre Alemania; centroeuropa muestra sentimientos encontrados y el norte del continente muestra un apego más positivo.

El resultado de los comicios del domingo puede que profundice o suavice estas percepciones, pero lo que es seguro es que no las borrará de golpe. Volviendo al principio, Camba también decía en su libro que allí, en Alemania, «no hay civilización, todo es militarismo». Militaristas. Un tópico, este sí, que hoy está ya felizmente enterrado.

 

El extraño caso del librero Martin Schulz

Max Weber escribió hace casi cien años (*) que para ser un buen político se necesitan tres virtudes: la pasión, la responsabilidad y la mesura. Cualquier individuo carismático que sienta el impulso de la acción política –que se guíe por la ética de la responsabilidad– debe ser capaz de proyectar las tres cualidades. Lo que Weber nunca dijo es que para ser un buen político se precisara ser titular de una cátedra universitaria o pertenecer al cuerpo de funcionarios del Estado.

Poco antes de verano entrevisté –en su despacho de Estrasburgo– a Martin Schulz, presidente del Parlamento Europeo, librero de primera hora y socialdemócrata de estricta observancia. Como en los últimos tiempos la nacionalidad vuelve a formar parte de la trama moral, diré –para quien no lo sepa– que Schulz es alemán, pero un alemán de Westfalia, de esa fluctuante región fronteriza tan importante en la cosmovisión política europea. Exfutbolista, exbebedor compulsivo, políglota, lector voraz de libros de Historia, Schulz es además un bachiller raso. ¡Un alemán sin estudios superiores!

En la política española, no exhibir diploma universitario equivale a estar mutilado intelectualmente, a ser sospechoso de pepeblanquismo. Ascender en política sin un currículum académico solvente te convierte en un paria. Los periodistas se mofarán de tu condición de iletrado. Los ciudadanos dudarán de tus capacidades cognitivas y los colegas políticos de otros partidos, incluso también los del tuyo, ironizarán en los corrillos sobre cómo se puede llegar tan alto partiendo de tan abajo. Veredicto: indecente o trepa. O ambos.

Quizá sufro el deslumbramiento del poder o quizá soy un tibio conformista, pero saber que Schulz conoce de memoria al mejor Hobsbawm, que regentó durante más de una década una modesta librería de una ciudad de provincias y que escribe puntualmente, noche tras noche, un diario íntimo –un dietarista es un seductor fracasado, puntualizó Andrés Trapiello a propósito de Azaña– me tranquiliza. Si además resulta que fue acusado por un desagradable europarlamentario con pañuelo de seda del UKIP –el partido de los demagogos y populistas británicos– de fascista y que Berlusconi, en una de las intervenciones más funestas de la historia de la Eurocámara, le llamó con ironía fuera de lugar kapo, no puedo evitar tenerle una simpatía casi instintiva.

Schulz no es un tecnócrata formado en universidades europeas de élite ni un millonario con ínfulas de benefactor. No viene de la gran empresa privada ni dejó (con todo el dolor de su corazón) en excedencia una plaza de registrador de la propiedad. No clama por desmotar el Estado del Bienestar con una mano mientras con la otra amasa un magro sueldo público. Quizá sufra otros males europeos, entre ellos eso que Tony Judt llamó el eco de la falacia reduccionista (económica), pero posee un afinado sentido de la justicia política y el vigor, incluso la vehemencia, de los líderes del pasado. Schulz, ¿un padre refundador?

(*) El político y el científico (en edición de Alianza Editorial, 1972)