Europa inquieta Europa inquieta

Bienvenidos a lo que Kurt Tucholsky llamaba el manicomio multicolor.

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Bruselas y el absurdo principio de «si no duele, no puede ser bueno»

Por hacer un poco de pedagogía. Hay quien piensa que la obsesión, tan insana, de Bruselas por la austeridad y el sacrificio es una cuestión reciente, una especie de morbus merkeliano, cuando no es así. Cuando alguien echa mano del latiguillo «Alemania impone…» está olvidando, a veces deliberadamente, que el rigor calvinista, el puritanismo (que traspasa lo económico) se viene aplicando en la UE desde hace décadas.

Activistas protestan en Bruselas, en 2014. (EFE)

Activistas protestan en Bruselas, en 2014. (EFE)

Tengo en casa un fondo de armario muy prudente para ilustrar estos casos. Este fin de semana, hojeando revistas ya antiguas (pero nunca obsoletas) para otro asunto, me topé con una entrevista impagable que un joven Charles Powell le hizo a mediados de 1994 a Ralf Dahrendorf en Claves de Razón Práctica, nº 43 (como veréis, mi fondo de armario es casi tan severo como el estricto código de honor bruselense).

El politólogo (esa definición se le queda un poco corta) Dahrendorf falleció hace unos años, y aunque en España no es muy conocido, en Reino Unido –donde llegó a ser rector de Oxford y político– y en su país natal, Alemania, fue toda una institución.

De fuerte impronta liberal y de pasado familiar socialdemócrata (su padre fue diputado de la SPD en Weimar y uno de los que atentó contra Hitler), Dahrendorf también se caracterizó por su lucidez en lo relativo a los análisis sobre la entonces Comunidad Económica Europea.

En 1994 Europa, y España con ella, atravesaban una crisis económica que amenazaba con marchitar el naciente proyecto (sobre el papel de los tratados) de la moneda única. Maastricht se había firmado apenas dos años antes, dejando un poso de insatisfacción en bastantes de los firmantes y un legado de enfrentamiento que entonces se creía iba a ser duradero. No fue así, en parte porque la crisis –mucho menos severa que la actual– dio paso a unos años de prosperidad en los que los países de la UE, impulsados por el horizonte de la moneda única, crecieron lo suficiente como para esconder bajo la alfombra sus desavenencias.

Pero gente como Dahrendorf nos recuerda, con su lucidez, que algunas de las cuestiones que hoy tanto nos preocupan (crecimiento económico, desafección ciudadana, hegemonía del algunos Estados miembros sobre otros, etc.) no son cuestiones ex novo. En esta charla Dahrendorf critica ese afán, «muchas veces innecesario», de exigir y vejar hasta límites grotescos a los países candidatos. Una lógica un tanto macabra que él resume con el eslogan que encabeza este post: «Si no duele, no puede ser bueno». Algo que creo que nos suena bastante…

Pero hay más. En la entrevista también se critica que «se construya la casa europea por el tejado» y la falta de visión de los dirigentes que aprobaron Maastricht, un tratado “que sólo tiene sentido desde la perspectiva de la guerra fría y que no aportó nada sobre los problemas de la Europa central y oriental y no sobre los desafíos económicos de los noventa”. Dahrendorf, que pese a lo que pueda parecer fue un cabal europeísta, dice también esta frase con la que quiero acabar, y que merece volver a la vida: «Lo más negativo del proceso de construcción europea sigue siendo el enorme contraste que se produce entre la retórica europeísta y una praxis a todas luces insatisfactoria».

Mantener dos sedes del PE equivale a construir un edificio del BCE cada década

Si hay un edificio comunitario que represente lo contrario de la austeridad no es, en mi opinión, la nueva sede del BCE. Puede que las dos acristaladas torres del Eurobanco –que han costado 1.200 millones de euros– sean un exceso, pero si los anticapitalistas que han encabezado las protestas contra su construcción quisieran afinar más la puntería, clamarían contra la segunda sede del Parlamento Europeo, la de Estrasburgo (la primera es Bruselas). Un brindis simbólico al pasado y un innecesario enaltecimiento de la duplicidad.

Sesión plenaria en Estrasburgo (SEEGER / EFE)

Sesión plenaria en Estrasburgo (SEEGER / EFE)

No lo digo solo yo, sino que es una reclamación histórica de la burocracia comunitaria y de algunos europarlamentarios combativos, no sé si cansados ya de viajar con sus maletas entre Bruselas y Estrasburgo unos poquitos días al mes o avergonzados del coste –en tiempo y en dinero– que supone sostener cada año este encorbatado circo ambulante (180 millones de euros, lo que viene siendo un edificio del BCE cada década, nada menos).

La campaña para establecer una sola sede del PE es antigua y acostumbra a sacar músculo del apoyo que concita entre políticos y ciudadanos, aunque a día de hoy no haya logrado aún su objetivo. Hay poderosas razones económicas, medioambientales, de eficiencia legislativa y, lo más importante, de puro sentido común. Pero corregir esta anomalía depende, en última instancia, de los Estados miembros y no del Parlamento, por lo que alcanzar la unanimidad es muy complicado.

Francia es el principal escollo para el objetivo de lograr la single seat. Para el Estado galo, tan reacio a perder su aura simbólica en la historia de la construcción europea, la sede de Estrasburgo es «innegociable», y la defienden con un argumento que pudo tener vigencia en su día, pero que ahora resulta bastante anticuado. En opinión de Francia, conservar varias sedes «preserva la Europa policéntrica y diversa que quisieron los padres fundadores». La diversidad tiene, a veces, un coste demasiado alto. A buen seguro, los padres fundadores, que sabían lo que se hacían, votarían hoy por abolirla.

Cien libros «memorables» sobre Europa que las instituciones te sugieren que leas

¡Las omnipresentes y fastidiosas listas! No sabía yo que el Parlamento Europeo viene publicando, desde 2014, una con los libros imprescindibles sobre Europa. Grata sorpresa esta de tener un índice de obras «memorables» (unas más que otras, acabáramos). No voy a decir que me he leído las 100, ni muchísimo menos, pero sí que junto a felices inclusiones (mis admirados Szymborska, Patocka o Milosz) hay ominosas exclusiones (Mazower) y algún que otro pufo (del que no diré el nombre por respeto a los ancianos).

Más hombres que mujeres, más memorias de políticos que libros de Historia y más obras ‘viejas’ que contemporáneas. Ese es el resumen. Es curioso que, mientras de las primeras décadas de la Europa común hay una abundante y variada bibliografía, del pasado reciente y del tiempo presente no abunden los ejemplos (de hecho, de 2000 a hoy solo hay tres libros y ninguno, salvo el de Perry Anderson, de verdadera enjundia).

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Autor: EFE

A pesar de todo, me encanta que las instituciones comunitarias sean conscientes de lo importante que es el pasado. Dice en la presentación de la web Martin Schulz, presidente del PE y exlibrero, de quien nació a buen seguro la iniciativa, que «en estos momentos de crisis de confianza en la idea de Europa, estoy firmemente convencido de lo importante que es reflexionar sobre el contexto histórico del proyecto, para poder planificar mejor el futuro».

Encomiable, claro que un tanto utópico. Los libros como tal no están disponibles. Solo una breve ficha de los mismos y del autor. No en todos los idiomas de la UE y ahí radica el déficit más importante de la lista no se ha contado para su elaboración con las preferencias lectoras de los ciudadanos. Yo me reconozco en este índex porque es muy académico y sobrio y un tanto enrevesado, pero he hecho la prueba de preguntar a varios amigos cuántos de los autores que no sean políticos conocen: el resultado ha sido catastrófico.

El Pensamiento cautivo es, por ejemplo, una obra maravillosa, premonitoria, etc, pero por desgracia de lectura muy minoritaria. ¿No hubiera estado mejor, quizá, ampliar un poco el espectro de libros a novelas y autores más populares? Alguna vez lo he escrito aquí, y lo vuelvo a repetir: una de las mejores formas de alimentar el espíritu europeo es a través de la literatura continental. Todas estas obras, o muchas de ellas, son magníficas, pero responden más bien a un inaccesible deseo erudito que a una común pasión razonable.

Os animo de todas maneras a fuchicar en la web un poco. Ver los autores y echar un vistazo a las biografías. ¡Hay sorpresas agradables!

La historia de un billete de marco de 1910 y el simbolismo del dinero en Europa

Tengo un billete de 1.000 marcos alemanes de 1910. Descolorido, raído. Sus enormes dimensiones se me antojan muy poco prácticas y no creo que tenga ningún valor hoy en almoneda. Su esforzado dibujo es inútilmente pretencioso y manierista, como si hubieran encargado su diseño a un dibujante obsesionado con lo sagrado y lo vegetal. Me lo regaló mi madre. A ella se lo dio mi abuela, que creo que lo heredó de su padre. Más atrás, bruma.

En una acotación del visionario Calle de sentido único, el diario que Walter Benjamin escribió entre 1924 y 1926, se lee: «En ningún lugar como en estos documentos [se refiere a los billetes de banco] se comporta ya el capitalismo ingenuamente en sacrosanta seriedad. Los inocentes niños que aquí juegan con cifras [en mi billete también los hay], las diosas que sostienen las Tablas de la Ley y los héroes maduros que envainan su espada son un mundo para sí: arquitectura para la fachada del infierno».

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Me gustaría poder desenmarañar la historia de este billete. Desde las manos de mi bisabuelo al empleado de banco que lo entregó por primera vez en una ventanilla, y de aquel a la autoridad física que decidió su emisión. En 1910 gobernaba en Alemania el káiser Guillermo II, y su obsesión imperial y guerrera impregna sin duda la retórica del documento. Este billete sobrevivió a la Gran Guerra, a la hiperinflación de la república de Weimar, cuando valdría menos que la tinta que lo imprimaba, y al nazismo. No sé cuándo se retiró de circulación y en qué condiciones salió de Alemania. Tampoco sé quién era el abajo firmante que daba al trozo de papel que ya otra cosa no es el sello de autenticidad.

Me acordé de él este martes, cuando el BCE dio a conocer el nuevo billete de 20 euros, uno de los más usados en el día a día. «Los billetes de euros afectan a la vida de todos y eso nos une aún más», dijo un complacido Mario Draghi, nuestro banquero jefe en la presentación, en la que al parecer también aludió a la inclusión de la figura mitológica de Europa, que da nombre a nuestro continente, «porque que demuestra que la región se basa en su historia común».

Pese a estas exhibiciones, los ciudadanos cada vez prestamos menos atención al relato que se nos quiere vender en el dinero, tan acostumbrados como estamos a los miles mensajes e imágenes que nos llegan por todos los lados y a las nuevas formas de pago (que nos sustraen al contacto visual con la autoridad, que no es poco). Su capacidad de seducción disminuye irremisiblemente, pese a los muchos colorines y la enumeración un tanto complaciente de las sofisticadas técnicas para evitar su falsificación. Y aunque el simbolismo del dinero será de los últimos vehículos de propaganda que se extingan en Europa, aquel ya nunca podrá igualar la seriedad que emana del billete de 1.000 marcos del II Reich.

Alemania o la nueva Atenas

Las comparaciones históricas, tratándose de un continente saturado de historia como Europa, nos ofrecen visiones cruzadas elegantes del pasado… y de nuestras preocupaciones presentes. Hace unos días, uno de mis mejores amigos, historiador especialista en protohistoria e historia antigua, me estuvo explicando el paralelismo que le venía a a la cabeza al leer sobre la deriva actual de la UE y su locomotora, Alemania. Remontándose al siglo V a. de C., a la alianzas y enemistades de la Grecia clásica, Sergio Remedios que así que llama mi amigo me puso sobre aviso de los lazos comunes entre dos épocas separadas por eones de tiempo y de política. Como él lo iba a explicar mucho mejor que yo, le animé a que escribiera un breve texto. Accedió y aquí está. Espero que lo disfrutéis porque merece la pena.

periclesLa historia nos aporta claros ejemplos de hacia dónde podemos marchar si no corregimos el rumbo a tiempo. Y la Unión Europea, como es lógico, no escapa a esta norma no escrita de las instituciones políticas creadas por la humanidad. No, no se asusten, no voy a hablar de IV Reich, ni de guerras mundiales aproximándose (eso no quiere decir que no pudiera), la historia va mucho más allá del corto siglo XX. Además como Grecia está en el foco europeo, creo conveniente buscar el paralelo en su historia. Quizá no haya cosa más apropiada que remontarnos a la mítica Atenas de Pericles para ver hacia donde se dirige Europa sino cambia su rumbo.

La UE se parece cada día más a la liga ático-délica que formaron muchas ciudades-estado griegas tras las guerras médicas (s. V a. C.). No les voy a aburrir con una clase de historia, pero creo que un breve resumen no les hará daño. Tras expulsar de Grecia a las tropas persas, los griegos viendo el excelente resultado que les proporcionó aliarse y combatir juntos, decidieron crear una confederación de ciudades para seguir luchando contra los persas y liberar a las ciudades griegas de Asia Menor, así como reconstruir económicamente unas tierras desoladas por años de guerra.

Atenas lideró esa liga, cuya sede fue la isla de Delos; y Esparta, la otra gran ciudad griega en la lucha contra los persas, decidió quedarse fuera y aislarse junto a sus aliados. Lo que en un principio constituyó una alianza beneficiosa para todos los miembros (seguridad en las rutas comerciales, unificación de pesos y medidas para facilitar ese comercio, instauración de una aportación solidaria para cubrir los gastos militares y económicos, etc…), pronto se tornó en la ley del más fuerte. Atenas paulatinamente, debido a su poder marítimo y militar, fue imponiendo sus condiciones a todos los miembros. Y poco a poco más que una liga de ciudades iguales, la confederación se tornó en una suerte de múltiples pactos bilaterales desiguales en los que Atenas siempre salía ganando. Las ciudades perdieron la libertad en muchas materias políticas y económicas, e incluso dejaron de tener la opción de abandonar la liga. Cuando la primera ciudad lo intentó, Naxos, fue brutalmente sojuzgada, y Atenas empezó también a obligar a otras polis a entrar en la confederación en contra de su voluntad. Como no podía ser de otra forma, todo acabó estallando, y cuando la guerra contra Esparta empezó, muchas ciudades acabaron traicionando a Atenas y se marcharon con su enemigo.

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Pues bien, creo que de esta historia se pueden sacar conclusiones y paralelos interesantes. Ver en Alemania a Atenas y en la UE a la liga ático-délica no me parece descabellado. El parecido llega a los niveles de que incluso la confederación encabezada por Atenas enviaba una especie de troika (episkopoi) para controlar fiscalmente a las ciudades aliadas. El problema es que ya hemos visto en que derivaron todos los abusos atenienses respecto a sus ‘socios’. ¿Conseguirá Alemania, de seguir su intransigencia, que algunos socios se lancen desesperados a los brazos de Esparta? ¿Es Esparta Rusia o lo es China? Esa ya es otra historia.

Al igual que la liga de Delos, la UE tuvo su origen en la inestabilidad y la destrucción que generó una gran guerra y se hizo con la intención de hacer algo común y beneficioso para todos, así como mantener unidos a los que previamente habían estado enfrentados. Pero en las circunstancias actuales, los miembros más desfavorecidos de la UE ven cada vez más claro que, al igual que en la liga ático-délica, la confederación responde cada vez menos a las necesidades de todos y cada vez más a los intereses del líder de la coalición. Además, Atenas se volvió tan ambiciosa que empezó a inmiscuirse en la esfera de influencia de Esparta y creyéndose más poderosa no le importó finalmente entrar en conflicto con ella. Pues bien, Alemania también parece seguir en ese camino, esperemos que cambie de rumbo a tiempo y no despierte al ‘oso ruso’ que parece empezar a desperezarse. Porque, algo que si tengo claro, es que por mucho que la UE pueda ser la liga de Delos, y Alemania represente el papel de Atenas, Merkel no es ni mucho menos Pericles.

Giacometti y la fragilidad europea

Una de las tallas de Giacometti que fotografié en la expo.

Una de las tallas de Giacometti que fotografié en la muestra.

Giacometti ejerció su arte de vanguardia, desde su mítico y casi místico taller, en la Europa de entreguerras y, sobre todo, en la Europa de después de la caída del nazismo. Sus esculturas conservan cierto espíritu arcaico, y me recuerdan a aquellos divertidos exvotos de las civilizaciones antiguas; sus bocetos a lápiz o a bolígrafo son, por su parte, nerviosos y minimalistas, y aspiran a envolver su mirada triste y perpleja del mundo.

He aparcado, como véis, el círculo de tiza podemístico, que ya empieza a cansar(me). El fin de semana visité —os animo a que lo hagáis, permanecerá hasta el 31 de mayo en Madrid— la exposición sobre Alberto Giacometti que alberga la Fundación Canal. Giacometti, ya sabéis, es el autor de esas figuras alargadas, de una rara fragilidad que las convierte paradójicamente en sólidas. Un clásico.

Si se quiere ver así, su obra es ejemplo de cómo el arte del siglo XX europeo reflejó la desolación de la guerra, la pequeñez del hombre y las tribulaciones del individuo en soledad. Puro patrimonio nuestro. Tan inestables. En la muestra de Canal no están sus esculturas más famosas ni cotizadas, pero sí un selecto puñado de aproximaciones a sus íntimos temas predilectos y alguna pequeña y leve maravilla, como podéis ver en la foto que malamente tomé.

Es curioso, el día que fui a la exposición vi mucha gente y muy interesada en Giacometti y su melancólico magnetismo. Hasta vi a lo que supuse que era un estudiante de Bellas Artes copiando a boli, en una libreta, algunos de los bocetos del suizo. A pesar de su aparente y desganada sencillez, no parece fácil llegar a imitarle.

 

Podemos y la engañosa ilusión de haber pasado a la Historia antes de hacerla

Hay una diferencia enorme entre estar haciendo historia y creer que ya se ha pasado a ella. Lo primero es movimiento afirmativo, incompleto, probable pero no seguro; lo segundo, un pecado de hybris. El sábado, en la Puerta del Sol, la vanguardia de Podemos volvió a repetir algo que cualquiera con oído atento les habrá escuchado ya más de una vez: «Esta foto se va a ver en todos los libros de texto». Algo parecido dijeron allá por octubre en Vista Alegre, durante su mitin fundacional. Y antes, incluso, cuando su inesperado éxito en las Europeas. «Esta campaña electoral se estudiará en las facultades», proclamaron entonces los líderes-profesores.

Errejón, durante el el mitin en Sol del sábado (EFE).

Errejón, durante el el mitin del sábado (EFE).

Esta vana creencia que afirma haber pasado a la Historia incluso antes de haber hecho historia no es nueva. Pasó también durante el 15-M. Recuerdo que poco después, muy poco después, de aquellas jornadas ya se anunciaban exposiciones antológicas con los lemas más coreados. Tampoco faltaron documentales de factura rápida que querían proyectar un sentido definitivo de acontecimientos todavía recientes, todavía inflamados de actualidad, y por lo tanto oscuros al análisis sereno.

Quizá esta urgencia por pasar a la Historia constituya un acto de reafirmación grupal, una manera de ejercer la autoconfianza profiláctica («si finalmente no ganamos no importará, ya hicimos historia antes»); o quizá, también, es un signo más de los tiempos, donde las palabras pesan cada vez menos y la sucesión fulminante de acontecimientos obliga a levantar acta notarial a cada paso. O al cabo, por último, es tan solo una exaltación verbal fruto de la conjunción del lenguaje mediático (que es un Moloch insaciable) con la formación teórica, mandarina y universitaria, de sus líderes (tanto de Podemos como del 15-M).

Sé que esta es una reflexión marginal, que esta semana los titulares de la prensa van por otro lado. Los medios se han contagiado un tanto acríticamente de la grandilocuencia de Podemos y de su retórica maximalista. Supongo que es legítimo (y rentable): al fin de al cabo, crean o no crean en ellos, vender, venden y dar visitas, dan. Pero precisamente por eso quería alejarme un poco de lugares comunes y poner el foco en una parte pequeña del fenómeno, la más triunfalista, pero que entre tanto discurso mejor o peor trabado pasa desapercibida. Pasar la Historia, los que nos hemos formado como historiadores lo sabemos bien, es muy complicado, y casi nunca depende de las ganas de uno, sino de la voluntad de los otros. Además, es un arma de doble filo: puede que se pase a los manuales –o a lo que sea que en el futuro usen los estudiantes– como lo contrario por lo que quisiste ser recordado.

Por qué nunca visitaré Auschwitz

Guardo en casa un tríptico en tres idiomas sobre Auschwitz. Lo encontré una noche mientras caminaba por una coqueta calle de Prenzlauer Berg. En Berlín pasan pasaban esas cosas extraordinarias. En el suelo, junto a un portalón de madera todo pintarrajeado, alguien había dejado una montaña de libros y papeles. Husmeé, es mi costumbre. Y allí estaba, como si fuera un catálogo de los Museos Vaticanos, la guía útil para acceder a los secretos del mayor campo de exterminio nazi. Auschwitz es el lugar de memoria más importante de la Europa contemporánea. Basta el detalle de los centenares de artículos que se han escrito en el 70 aniversario de la liberación para comprender la magnitud de un fenómeno que trasciende los esquemas habituales de lo que se entiende como memoria colectiva.

Auschwitz

Exprisioneros de Auschwitz dentro de los muros del campo (EFE).

Sobre Auschwitz, al contrario que sobre otros hitos del horror contemporáneo, no hay fisuras. Y si alguna hay, es completamente marginal. Sobre Auschwitz, además, se han escrito algunos de los mejores libros de Historia y algunas de las mejores obras literarias del siglo XX. No, no es necesario visitar Auschwitz para comprender el nazismo. Basta leer a Primo Levi. Las imágenes, los restos arqueológicos, algunos de tal terrible belleza que anulan su misma pretensión de denuncia, no dan la medida exacta. Son los textos de los sobrevivientes los que se acercan más a la descripción del mal radical; son las reflexiones de los historiadores las que mejor logran penetrar en la escurridiza zona gris que siempre es la más difícil de relatar y que los discursos oficiales arrinconan.

Os decía que guardo en casa ese tríptico y que lo he hojeado alguna vez, tampoco muchas. Explicaciones turísticas de una bondad pedagógica inestimable, pero sumamente inservibles. Auschwitz es un lugar de peregrinaje, la primera parada (y con frecuencia, la última) del universo concentracionario. La identidad alemana y europea moderna se funda sobre la sombra de sus hornos crematorios. Pero yo jamás iré. No me espanta la banalización turística, ni tampoco que los visitantes se tomen selfies delante del Arbeit Macht frei como si estuvieran celebrando la Champions. Pero jamás iré por una razón compleja y sencilla a la vez: no le veo ningún futuro a esta sacrilización del pasado. Además, tal y como yo lo he asumido, el horror del Holocausto debe decantarse en la intimidad, en una ascesis labrada a golpe de lecturas. Ir y ver y volverme sin más me resultaría una traición, como aprobar un examen sin haber estudiado.

Al final de su Ensayo sobre la casa de los muertos, incluido en Posguerra, Tony Judt escribe lo que sigue. La verdad que no he leído nunca una explicación mejor a todo este inmenso lío de la memoria, el nazismo, la conmemoración y la identidad europea:

[El] Riesgo que corremos al entregarnos a un excesivo culto a la conmemoración al desplazar la atención tanto hacia los verdugos como hacia las víctimas. Por una parte, en principio no hay límite para la memoria y para las experiencias que merecen recordarse. Por otra, conmemorar el pasado mediante edificios y museos también es una forma de contenerlo e incluso de desdeñarlo, haciendo que la responsabilidad recaiga sobre los otros. Quizá esto no tenga importancia mientras existan hombres y mujeres que recuerden lo sucedido por haberlo vivido personalmente. Pero ahora, como recordaba con ochenta y un años Jorge Semprún a otros supervivientes durante el sexagésimo aniversario de Buchenwald, ocurrida el diez de abril de 2005, «el ciclo de la memoria activa se está cerrando». Aunque Europa pudiera de alguna manera aferrarse indefinidamente a una memoria vívida de los crímenes del pasado –que eso es lo que se pretende, por deficiente que sea la empresa, al concebir monumentos y museos-, la cuestión no tendría mucho sentido. La memoria es intrínsecamente polémica y sesgada: lo que para unos es reconocimiento, para otros es omisión. Además, es una mala consejera en lo que al pasado se refiere. La primera Europa de postguerra se levantó sobre una memoria deliberadamente errónea: el olvido como forma de vida. Por su parte, desde 1989, el continente se ha construido, a modo de compensación, sobre un excedente de memoria: un recuerdo público institucionalizado en los mismos cimientos de la identidad colectiva. La primera no podía durar, pero tampoco la segunda. Cierto grado de abandono e incluso de olvido es necesario para la salud pública.

PS: Por cierto, la fotografía que acompaña al texto es conmovedora. Varios exprisioneros volvieron hoy al campo de la muerte. Es difícil no emocionarse con algo así, con el testimonio de los pocos que siguen vivos. Pero la pregunta de hasta cuándo se podrá seguir conmemorando de esta forma y, sobre todo, cómo se conmemorará luego, cuando la memoria vívida no exista, sigue presente.

Apuntes socialdemócratas: de la ‘edad dorada’ en Europa a la crisis de hoy

La crisis de la socialdemocracia tiene casi más años que yo, que voy a cumplir 34 el mes que viene. Su agonía es la más anunciada y prolongada de la historia universal de las agonías. Más de uno la habréis estudiado en manuales, leído en libros y analizado en artículos. Es casi un lugar común de la historia y la ciencia política. Y está siempre presente en la prensa.

Pero a lo que voy. Más de una persona en el trabajo y fuera de él me ha preguntado por la socialdemocracia, ahora que en España con el auge de Podemos, y en otros países con sus particularidades, se vuelve a hablar y mucho del modelo socioeconómico óptimo para mejorar nuestra vida en común.

He caído en la cuenta de que cuando se asegura, por ejemplo,  que tales o cuales políticas son «claramente socialdemócratas» a menudo el significado de tal afirmación queda un tanto oscuro, y no digamos ya el origen histórico concreto de tal significado. Con voluntad pedagógica, os dejo estos párrafos.

Olof Palme, líder de la socialdemocracia sueca, asesinado en 1986 (DN.SE)

Olof Palme, líder de la socialdemocracia sueca, asesinado en 1986 (DN.SE)

La socialdemocracia es, como el eurocomunismo o el neoliberalismo, un concepto político del siglo pasado. Es importante recalcar esto cuando hoy se habla, con bastante ligereza, de «nuevas formas de hacer política» sin tener en cuenta que la base para estas se cimentó hace mucho. La socialdemocracia fue, en su origen, un intento de conciliar la industrialización y el auge del capitalismo con la protección (la denominada ‘cuestión social’) de los trabajadores.

Frente a la revolución permanente de los partidos comunistas, los socialistas trataron de conciliar lo mejor del capitalismo industrial con lo mejor de las ideas marxistas. Obviamente, estoy simplificando, pero la socialdemocracia fue, en la Europa de entreguerras, algo así como el justo medio de la política. El fracaso de las democracias liberales en este periodo, el ascenso de los totalitarismos y la destrucción del continente en la Segunda Guerra Mundial, dieron pie a una reformulación de la socialdemocracia.

Desde 1945 y hasta 1973, Europa vive su ‘edad dorada’. El Estado de bienestar, asociado a la socialdemocracia como garante de la protección social y la intervención y la planificación estatales de la economía, se tomó como la base de un consenso mayor que evitara el resurgimiento de opciones políticas radicales. Aunque, como recuerda Tony Judt y en contra una creencia general hoy, el Estado de bienestar «no fue, fundamentalmente, excepto en Escandinavia, obra de los socialdemocrátas».

Esto quiere decir, para que os hagáis una idea, que los partidos democratacristianos europeos (lo que hoy llamaríamos conservadores a secas) fueron los que desarrollaron en gran medida los supuestos de un Estado intervencionista que corrigiera los desmanes del capitalismo (ahora hablaríamos de los ‘mercados’). Digamos que durante tres décadas, el consenso tanto a nivel teórico como práctico era incuestionable: el modelo de un país con un Estado fuerte, donde sus ciudadanos estuvieran protegidos por diferentes subsidios (sistemas públicos de salud, desempleo, pensiones, etc.) era incuestionable. La izquierda y la derecha (en Europa, pero también en EE UU) puede decirse que estaban entonces de acuerdo en que el Estado provindencial era no solo bueno, sino necesario.

Este paradigma, por decirlo con una término que no me gusta demasiado, cambió con la irrupción de la llamada Nueva Derecha, la revolución que también lo fue, porque la revolución no es patrimonio solo de la izquierda neoliberal. A mediados, pues, de los años 70 el consenso se rompió. Para esos nuevos conservadores, el Estado no era un mal menor o un aliado, sino un inconveniente para el progreso económico, un molesto hacedor de trabas a la liberación del comercio y la globalización en ciernes. El Estado, para esta derecha rediviva, debía adelgazarse hasta quedar reducido a la mínima expresión porque por su propia naturaleza era ineficiente, ineficaz, malgastador y cercenador de la libertad.

¿Qué hizo entonces la socialdemocracia, es decir, la izquierda partidiaria del Estado providencia combinado con las libertades individuales y los derechos inherentes a la democracia? Pues tratar de refundarse sobre ese supuesto, aceptando algunos de los dogmas de la derecha thatcheriana. Así, la Tercera vía de Tony Blair (y Anthony Giddens, su sociólogo de cabecera) o las políticas de Schroeder en Alemania (reformando el capitalismo renano, fuertemente igualitarista y protector hacia los trabajadores) fueron dos intentos de conciliar ese nuevo paradigma que parecía que la sociedad demandaba (menos Estado) con la defensa de algunas líneas rojas (sobre todo identitarias) de la izquierda tradicional.

¿Reactualizar el discurso o volver a 1945?

Desde entonces, la crisis de la socialdemocracia con crisis quiero decir: falta de rumbo, incertidumbre filosófica, incoherencias teóricas y debilidades cotidianas es casi una cuestión permanente. Sorprendentemente, además, la crisis económica y financiera que comenzó en 2008 no ha sido ningún revulsivo. Como analiza Borja Barragué, profesor de Derecho en la UAM, los partidos socialdemócratas han perdido 19 elecciones. Ante esta sangrante pérdida de poder, los partidiarios de la socialdemocracia se han escindido en dos, grosso modo. Por un lado, los que como dice Barragué ven la necesidad de actualizar el discurso socialdemócrata una vez más; por otro, aquellos que quieren volver a las esencias perdidas, es decir, a 1945.

Y aquí es donde entran las nuevas formas de hacer política, los nuevos partidos y planteamientos. Cuando Podemos el último Podemos, el que ha suavizado sus propuestas dice que es socialdemócrata, se está diciendo en realidad que quiere recuperar las esencias de la socialdemocracia, con un Estado muy intervencionista. Y cuando se dice, por otro lado, que el PSOE u otros partidos socialistas pretenden una nueva socialdemocracia lo que se está diciendo es que quieren trascender su propio modelo, que ya habían en parte abandonado durante las últimas décadas.

Cierro con una reflexión (que da pie a seguir reflexionando) de Judt extraída de uno de sus grandes libros, Sobre el olvidado siglo XX: «La idealización del mercado, con el supuesto concomitante de que, en principio, todo es posible, encargánose las fuerzas del mercado de determinar qué posibilidades se harán realidad, es la más reciente (si no la última) ilusión moderna: que vivimos en un mundo de potencial infinito en el que somos dueños de nuestro destino. Los partidarios del Estado intervencionista son más modestestos y escépticos».