Europa inquieta Europa inquieta

Bienvenidos a lo que Kurt Tucholsky llamaba el manicomio multicolor.

Archivo de septiembre, 2013

Turquía y la Unión Europea, un ‘ya te llamaremos’ que dura medio siglo

Hasta el más optimista de los diplomáticos estará de acuerdo. Algo falla si tras cincuenta años de negociaciones bilaterales entre actores internacionales –ni enemigos ni beligerantes– el fin último que se pretendía alcanzar sigue posponiéndose indefinidamente.

En 1963, Turquía firmó el primer acuerdo de cooperación con el entonces selecto club europeo –integrado por seis miembros– denominado CEE. Veinticinco años después solicitó el ingreso en la comunidad europea. Pero no fue hasta 12 años más tarde, en 1999, cuando Ankara adquirió oficialmente el estatus de país candidato; el mismo que sigue teniendo, aunque casi dando las gracias, en 2013.

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Medio siglo de espera. Cincuenta años en los cuales la UE ha pasado de un núcleo de naciones prósperas a un mosaico heterogéneo de 28 estados… ya no tan prósperos. Lo de Turquía es lo más parecido a ser rechazado en la (poco sublime) puerta de una discoteca por no llevar camisa y zapatos mientras el resto pasa alegremente en alpargatas y borrachos como cubas.

Siempre que se acerca el momento de la verdad, brotan argumentos imponderables que obligan a retrasar, replantear, reconducir, reformular, reloquesea, las relaciones entre la UE y Turquía. El lío chipriota, el enquistado problema kurdo o los ecos del genocidio armenio en tiempos del simpático Bulent Ecevit –a mí me caía bien, qué le vamos a hacer, con su bigote grouchiano y su fama de poeta clásico–; todos los anteriormente enumerados, más el autoritarismo y la islamización, durante la década (y lo que queda) de dominio del neosultán Erdogan.

La delegación diplomática de la UE encargada de velar por los asuntos turcos, que con diferentes denominaciones funciona desde 1974, hace estos meses horas extras. Los más de cien expertos que escrutan los avances (y retrocesos) del país respecto del acervo europeo tienen un nuevo foco de preocupación: el descontento popular hacia el actual Gobierno islamista moderado, simbolizado en las protestas multitudinarias de la plaza Taksim.

Para empezar, y sea lo que sea que haya pasado o esté pasando en Turquía, las opiniones en este punto difieren (primavera del pueblo, lucha de clases, revuelta anticapitalista pero de tintes occidentalistas, un nuevo modo horizontal de entender la política…), la UE ya ha retrasado hasta este octubre las nuevas negociaciones sobre la adhesión. Además, el pulso comunitario entre quienes son partidarios de reforzar, en estos momentos de crisis, el compromiso con el estado turco (a fin de cuentas, una potencia emergente) y los que prefieren soltar amarras se ha recrudecido.

Y, como en casi todo últimamente en Europa, la balanza se ha desequilibrado a favor de Alemania, partidaria muy poco discreta –el todopoderoso ministro Schäuble no es un hombre muy dado a los circunloquios– de la línea dura contra Erdogan (las razones germanas para decir no a Turquía son históricas, pero también coyunturales: el más que posible vuelco demográfico y las severas implicaciones que este tendría).

Un otoño que será clave

Visto lo visto, y tras lo que se dice que fue un duro (como siempre) debate, el checo Stefan Füle, comisario de Ampliación, saludaba el pasado 25 de junio en Twitter el acuerdo entre los estados miembros que retrasa la negociación del capítulo 22 –significativo punto dedicado a la política regional– hasta bien entrado el otoño. Cinco días después era el mismo Füle el que escribía ufano en su cuenta de esta red social que la «UE volvía a hacer historia»… con la incorporación de Croacia a la UE.

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El periodo estival por un lado y el desvío de la preocupación internacional de Ankara a Damasco por otro, parecen haber actuado de bálsamo.Mientras llega el nuevo informe que prepara Bruselas sobre el estado de la candidatura (el último, de 2012, fue de los más negativos de los últimos años), la temperatura política ha bajado unos grados.

Pese a todo, haríamos mal en no plantearnos con honestidad una serie de preguntas (que trataré de ir respondiendo, en los próximos meses, con ayuda de los que realmente saben): ¿Está realmente la UE preparada para recibir a Turquía? ¿Seguirá aduciendo evasivas hasta el fin de los tiempos (o de la propia unión)? ¿Qué otras fórmulas, que no son la adhesión pura y dura, podrían contemplarse?

Como escribió el mordaz y mediático Slavoj Zizek hace seis años en un artículo que no ha perdido apenas actualidad, «‘el problema turco’ no tiene tanto que ver con Turquía en sí misma, sino con la confusión sobre lo que Europa es». Y eso que en 2007 la cuestión de la identidad parecía felizmente encauzada.

El extraño caso del librero Martin Schulz

Max Weber escribió hace casi cien años (*) que para ser un buen político se necesitan tres virtudes: la pasión, la responsabilidad y la mesura. Cualquier individuo carismático que sienta el impulso de la acción política –que se guíe por la ética de la responsabilidad– debe ser capaz de proyectar las tres cualidades. Lo que Weber nunca dijo es que para ser un buen político se precisara ser titular de una cátedra universitaria o pertenecer al cuerpo de funcionarios del Estado.

Poco antes de verano entrevisté –en su despacho de Estrasburgo– a Martin Schulz, presidente del Parlamento Europeo, librero de primera hora y socialdemócrata de estricta observancia. Como en los últimos tiempos la nacionalidad vuelve a formar parte de la trama moral, diré –para quien no lo sepa– que Schulz es alemán, pero un alemán de Westfalia, de esa fluctuante región fronteriza tan importante en la cosmovisión política europea. Exfutbolista, exbebedor compulsivo, políglota, lector voraz de libros de Historia, Schulz es además un bachiller raso. ¡Un alemán sin estudios superiores!

En la política española, no exhibir diploma universitario equivale a estar mutilado intelectualmente, a ser sospechoso de pepeblanquismo. Ascender en política sin un currículum académico solvente te convierte en un paria. Los periodistas se mofarán de tu condición de iletrado. Los ciudadanos dudarán de tus capacidades cognitivas y los colegas políticos de otros partidos, incluso también los del tuyo, ironizarán en los corrillos sobre cómo se puede llegar tan alto partiendo de tan abajo. Veredicto: indecente o trepa. O ambos.

Quizá sufro el deslumbramiento del poder o quizá soy un tibio conformista, pero saber que Schulz conoce de memoria al mejor Hobsbawm, que regentó durante más de una década una modesta librería de una ciudad de provincias y que escribe puntualmente, noche tras noche, un diario íntimo –un dietarista es un seductor fracasado, puntualizó Andrés Trapiello a propósito de Azaña– me tranquiliza. Si además resulta que fue acusado por un desagradable europarlamentario con pañuelo de seda del UKIP –el partido de los demagogos y populistas británicos– de fascista y que Berlusconi, en una de las intervenciones más funestas de la historia de la Eurocámara, le llamó con ironía fuera de lugar kapo, no puedo evitar tenerle una simpatía casi instintiva.

Schulz no es un tecnócrata formado en universidades europeas de élite ni un millonario con ínfulas de benefactor. No viene de la gran empresa privada ni dejó (con todo el dolor de su corazón) en excedencia una plaza de registrador de la propiedad. No clama por desmotar el Estado del Bienestar con una mano mientras con la otra amasa un magro sueldo público. Quizá sufra otros males europeos, entre ellos eso que Tony Judt llamó el eco de la falacia reduccionista (económica), pero posee un afinado sentido de la justicia política y el vigor, incluso la vehemencia, de los líderes del pasado. Schulz, ¿un padre refundador?

(*) El político y el científico (en edición de Alianza Editorial, 1972)

El segundo rapto de Europa

(Una confesión modestamente audaz: no soy un experto en Europa. Tampoco formo parte de ningún think tank ni estoy a sueldo de grupos de presión, instituciones internacionales o asociaciones de víctimas. Me gustaría poder presentarme como espectador comprometido, a la manera de los muy europeos Albert Camus y Raymond Aron, pero ese es un privilegio que te otorgan siempre los demás, y nunca antes de cumplir 47 años.)

Los europeos somos moralistas y descreídos. Moralistas hacia afuera y descreídos hacia dentro. Nos juzgamos con una severidad impropia de otras civilizaciones (quizá por haber sido los inventores, como recuerda a menudo John Luckacs, de esa mosca cojonera que se conoce como conciencia histórica). Nuestro deporte preferido –fútbol aparte– consiste en indagar día sí y día también sobre la naturaleza brumosa de nuestra incómoda identidad común.

Montañas de papel a la entrada de la sala de prensa del PE de Bruselas. (N. S)

Montañas de papel a la entrada de la sala de prensa del PE de Bruselas. (N. S)

Tantas preguntas (demasiado a menudo sin respuesta) sobre nosotros mismos, algo a priori inteligente y que revela madurez como pueblo, nos ha conducido a una delicada situación. Europa –y su criatura política, la UE– se han convertido en una corte bizantina, en una profesión (procesión) para (de) especialistas. Algo así como un interminable documento PDF ahíto de tecnicismos, metáforas gastadas y de acceso muy, muy restringido.

Europa ha pasado tantas décadas dormitando en el pesebre de sus propias discusiones ontológicas –la prosperidad y la seguridad parecían a salvo– que ha descuidado una parte importante de la ecuación: sus ciudadanos. Hoy, cuando la historia –es decir, el conflicto– ha regresado al continente, los mitos fundacionales de la Europa moderna parecen frágiles castillos en el aire, inocuidades de privilegiados con demasiado tiempo libre para mirarse en el espejo.

Del confortable qué somos hemos pasado, en muy poco tiempo, al urgente y leninista qué hacemos. Qué hacemos para devolver la confianza a unos ciudadanos desafectos que cada vez sienten menos Europa; qué hacemos para recuperar la solidaridad entre Estados que se ha resquebrajado; qué hacemos para sustituir a una élite que en su momento impulsó la idea de un estados unidos europeo y que ahora languidece.

Mural que representa el mito del Rapto de Europa, situado en la última planta del PE de Bruselas.

Mural que representa el mito del Rapto de Europa, situado en la última planta del PE de Bruselas.

Escribir sobre Europa se ha convertido en un vicio circular, casi onanista. Hay pocos textos sobre el continente que no contengan su buen puñado de clichés europeístas (o euroescépticos). Desde un desganado ensayito de Habermas, el intocable, a un pomposo documento del Comité de Sabios, cualquier reflexión está aquejada de los mismos lugares comunes: superficialidad intelectual, inmovilismo institucional y artificiosidad académica. Es el peligro de escribir sobre Europa: uno se siente cómodo no llegando a ningún sitio.

No me engaño ni os engaño: indefectiblemente, cometeré Europa. Caeré alguna vez –espero que pocas– en los defectos arriba mencionados. Seré superficial y banal, en ocasiones; previsible y burocrático, en otras. Seré, ay, un europeo como los que no querría que volvieran a existir jamás.

Ahora mismo, quizá como vosotros que habéis decidido leer esto porque también os importa algo Europa, estoy hecho un lío. La diferencia es que a mí me han ofrecido la oportunidad de escribir sobre mi lío, y de paso sobre el de mis contemporáneos. Me refugio en el dios Montaigne para no emborronarme más: «¿Para qué huir de la servidumbre de la corte si la arrastramos hasta nuestra propia guarida?».