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"... no me despiertes, si duermo, y si es verdad, no me duermas". (Pedro Calderón de la Barca, 'La vida es sueño')

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Las cabezas

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Lo malo de las cabezas (las pensantes) es que van por libre. Lo malo, con alguna excepción.

Eduardo Mendoza lo clavó en El misterio de la cripta embrujada: «El subconsciente, además de desvirtuar nuestra infancia, tergiversar nuestros afectos, recordarnos lo que ansiamos olvidar, revelarnos nuestra abyecta condición y destrozarnos, en suma, la vida, cuando se le antoja y a modo de compensación, hace las veces de despertador».

Pero la mente, aparte de la de alarma horaria, tiene otra función especialmente útil: aquella por la que asocia ideas nuevas a otras ya almacenadas, que, si te pilla despierto, te permite darte cuenta de que se parecen.

La última de mi subconsciente a este respecto me pilló despierta, porque estaba disfrutando con El nombre en particular y porque no tengo por costumbre dormirme en los teatros en general. Y gracias a eso les puedo contar que la pieza de Matthieu Delaporte y Alexandre de la Patellière tiene bastante en común con Un dios salvaje, de Yasmina Reza, y con ¿Quién teme a Virginia Woolf?, de Edward Albee.

El nombre

Antonio Molero, Jorge Bosch, Kira Miró, Amparo Larrañaga y César Camino en una imagen promocional de ‘El nombre’. (Sergio Parra)

Lo más evidente, se desarrolla como ambas en un único ambiente, que es la sala de estar de la vivienda de una pareja. En los tres casos las parejas tienen invitados y en los tres casos la reunión hace aflorar conflictos personales y de personalidades. Además, las tres obras han sido llevadas al cine; en el caso de El nombre, lo hicieron sus propios autores en 2012.

Como la de Reza, esta transcurre en clave de comedia. Una de sus virtudes es que mantiene el interés a lo largo de toda la función y que la carga cómica no decae. Otra, que pasa con mucha naturalidad de un asunto a otro, a pesar de que no son pocos los que se tratan y de que salpican a los cinco personajes. Tampoco el texto resulta evidente ni predecible, y Jordi Galcerán ha sabido sacarle el máximo partido con su versión, trasladando todas las referencias necesarias. Flojea, eso sí, en el recurso fácil al narrador (aquí, uno de los protagonistas, Vicente) para plantear la trama y, sobre todo, para resolverla.

Creo que no lo mejoran los vídeos que se proyectan para ilustrar lo que Vicente va relatando, aunque debo admitir que tengo una especial manía al uso de audiovisuales en teatro… salvo cuando se integran en la función. Tampoco me convenció la escenografía, demasiado recargada; entiendo que pueda estarlo en tanto en cuanto se trata el salón de un matrimonio de clase media con hijos pequeños, pero llega a agobiar, hay momentos en los que incluso dificulta el seguir a los personajes. Y creo que peca, igual que la iluminación, de obvia.

La producción, sin duda, se sustenta, además de en el texto, en el reparto. Están maravillosamente creíbles Amparo Larrañaga, Antonio Molero, César Camino, Jorge Bosch y Kira Miró, los cinco actores que lo componen y hay que apuntarle un nuevo tanto a Gabriel Olivares, que en los últimos años ha demostrado tener un don para dirigir comedia.

Autores: Matthieu Delaporte y Alexandre de la Patellière.

Versión: Jordi Galcerán.

Dirección: Gabriel Olivares.

Reparto: Amparo Larrañaga, Antonio Molero, César Camino, Jorge Bosch, Kira Miró.

Escenografía: Joan Sabaté.

Iluminación: Txema Orriols y Daniel Navarro.

Producción: Carlos Larrañaga Franco, Nicolás Belmonte, Alicia Álvarez, Marisa Pino.

Sala: Teatro Maravillas, Madrid.