La frase se escuchaba en boca de muchos de los asistentes al concierto. Y el que no lo manifestaba de viva voz, lo pensaba. Lo podías ver en sus caras. Menos en las de sus amigos, claro está, que se concentraban en las primeras filas jaleando cada una de sus notas de manera entusiasta. Y era cierto: los teloneros eran malos, muy malos. Malos hasta decir basta. Malos hasta el punto de que la mayoría no veíamos el momento de que llegara la última canción. Y sin embargo, pocos de los allí presentes eran conscientes de algo que a veces conviene recordar: subirse a un escenario a tocar tus propias canciones es un ejercicio de valor. Exponerse de esa forma a las críticas, las miradas de desidia, los bostezos y la indiferencia por parte de un puñado de desconocidos es admirable. Y merece, cuanto menos, todo el respeto del mundo.