Estos días ha saltado a los medios de comunicación la polémica por el estreno en Madrid, el próximo 28 de febrero, de un musical sobre la vida de Ana Frank, icono del holocausto judío. El Fondo Ana Frank, con sede en Basilea (Suiza), se ha manifestado en contra del espectáculo. La idea tampoco ha gustado a Buddy Elias, una de sus pocas parientes vivas, que considera poco apropiado hacer de la vida de Ana «un entretenimiento».

Desde la Fundación Ana Frank, ubicada en la casa de Amsterdam en la que ésta se ocultó de los nazis junto a su familia y que en su día tuve ocasión de visitar, su portavoz, Annemarie Bekker, ha mostrado su apoyo al espectáculo que dirigirá Rafael Alvero, y se ha mostrado convencida de que será «cuidadoso y noble». También ha añadido que puede servir para «transmitir al gran público» la historia de la niña.

La polémica, como siempre, beneficiará a los responsables del musical, que en este momento deben estar frotándose las manos. No deja de ser paradójico que los parientes de Ana, que llevan medio siglo ganando dinero a espuertas gracias a la herencia de la malograda escritora (visitar su casa-museo no es precisamente barato), pongan ahora el grito en el cielo con esta iniciativa. El hecho de que la dirección del musical haya decidido no emplear citas literales en el montaje da qué pensar. Quizá gracias a ello no hayan tenido que pasar por la abultada caja suiza. Qué apropiado lugar, por otra parte, para ubicar el fondo de Frank.

Más allá de cualquier tipo de controversia con respecto a Ana Frank, cuyo diario invito a leer, el hecho es que los musicales se han convertido en un negocio en alza en nuestro país. Durante los últimos años, espectáculos como Hoy no me puedo levantar, Mamma Mia o Cabaret han causado furor entre el público español. Yo voy a ser sincero: no los soporto. Es algo visceral. Tanta felicidad y bailarines cantarines sobre las tablas me enervan. Qué se le va a hacer.