Fue en las fiestas de mi pueblo, a principios de los 90. Aquel antipático y obeso vendedor ambulante parecía más preocupado por evitar que le robaran que por ofrecer su mercancía. Pero yo no era de esos. Una vez había tratado de robar una gorra en unos grandes almacenes y el vigilante me había amenazado en un pequeño cuartucho, metiéndome un susto tal que, a la larga, extirparía de mi cabeza cualquier tipo de tentación en ese sentido. No, yo no era de esos. Yo quería comprarla, y llevaba las mil pesetas preparadas en el bolsillo pequeño del pantalón. Las acariciaba con los dedos mientras esperaba mi turno, a sabiendas de que ese papel arrugado que tanto me había costado conseguir valía por aquel codiciado trozo de tela. Me preguntó con indiferencia qué quería y se le señalé. Él la descolgó sin mirarla y arrancó el billete de mi mano, al tiempo que la introducía en una bolsa de plástico. Me la puse allí mismo, entre el gentío. Ya la la tenía. Ya era mía. Mi primera camiseta de un grupo musical.