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"Sin música, la vida sería un error". (Friedrich Nietzsche).

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Dios salve a Bruce Springsteen

Llueve sin parar. Ante mí hay un tipo arrodillado en el negrísimo lodo de Hyde Park. Está rezando. Envuelto en una bandera de EE UU con la icónica imagen de Bruce Springsteen y su inseparable Telecaster, parece estar dando gracias a Dios por tener la oportunidad de volver a verlo sobre un escenario. La lluvia parece importarle tan poco como a los otros 85.000 espectadores que aguardan impacientes la salida de El Boss. Jóvenes, jubilados, hoolygans, niños, gente en silla de ruedas… Pura devoción.

Dejémoslo claro: nunca fui muy fan de Bruce Springsteen. Reconozco su aportación a la música popular del último medio siglo, su capacidad para componer himnos de rock de estadio con apenas un puñado de acordes y su más que evidente magnetismo escénico. Y sin embargo, nunca conecté del todo con su música y su figura. Siempre me chirrió su pose de héroe de la clase obrera a 85 euros el concierto, sus interminables recitales (soy de los que piensa que más de una hora es un exceso) y la estomagante actitud de muchos de sus fans. Esos que son capaces de seguirle durante toda una gira, defender hasta sus discos más mediocres, tachar de ignorante al que no piense que es un semidiós con guitarra o incluso hasta de rezar en el lodo. Por todo ello, la oportunidad de verle en el Hard Rock Calling de Londres se antojaba perfecta para poder juzgar con conocimiento de causa. Ver para opinar.

19.10. Sale Springsteen. De entrada, arrancar un concierto armado exclusivamente con una armónica es, cuanto menos, osado. Pero a estas alturas el Boss tiene ganado a su público de antemano. Thunder Road sirvió de íntimo pistoletazo de salida para un vibrante set en el que no faltó ninguno de los muy efectistas recursos del de Nueva Jersey y su inseparable (y solvente) E Street Band: subir a un niño al escenario, atender la petición de un fan -español, para más señas- que llevaba siete conciertos a sus espaldas para escuchar Take ‘Em As They Come, invitar al escenario a otros músicos participantes en el festival, como Tom Morello o John Fogerty, acercarse al público para cantar con él, sacar a relucir sus hits inmortales (The River, Born in the USA, Dancig in the dark)…  Un espectáculo calculado al milímetro que funciona, y de qué manera. Porque cuando uno ve a Springsteen en directo termina de entender el porqué de la duración de sus conciertos. Forma parte de su propia esencia. Y sí, tal y como me había dicho un buen amigo, no se hace demasiado largo. Sorprendentemente.

Springsteen guardaba un as en la manga para el final de su concierto: invitar al escenario a Sir Paul McCartney. Junto a él interpretó I Saw Her Standing There y Twist and Shout, ante una audiencia absolutamente enloquecida. Para entonces ya habían transcurrido tres horas y cuarto, más de lo acordado con la organización, que dio por terminado el concierto cortándole el micrófono, un incidente que ha llevado al guitarrista de la E Street band, Steven Van Zandt, a calificar a Inglaterra de «estado policial». Y una decisión que encendió a muchos de sus incondicionales, que se fueron a casa con la sensación de que, si por él fuera, Springsteen estaría tocando tres horas más. Esa es, seguramente, la gran baza de El Boss. Saber dejar en el corazón de la gente la idea de que es uno de los suyos. De que podría estar conduciendo camiones de Wichita a Ohio o sirviendo hamburguesas en un bar de la Ruta 66. Aunque todo sea parte de una falsa ilusión.

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