Madrid. Siete de la tarde de lo que aparentemente es un martes cualquiera. Los habitantes de un barrio tan facha y conservador como Goya flipan en colores ante la presencia de una muchedumbre pintoresca: Hordas de jóvenes y no tan jóvenes con la cara pintada (algunos de manera magistral, otros cutres como ellos solos, aunque igualmente orgullosos), colapsan las inmediaciones del Palacio de los Deportes. ¿Una fiesta de carnaval? ¿Una de esas quedadas frikis del orgullo zombie? Nada de eso, señora: los sesentones Kiss tocan en Madrid. No, no es un martes cualquiera.
¿Que quienes son Kiss? A ver cómo lo explicamos sin paños calientes: Kiss es un grupo de hard rock de medio pelo, al menos en lo estrictamente musical. Contemos con la excepción de un pequeño puñado de hits, evitemos a los siempre irritantes fanáticos, pasemos por alto su icónica contribución a la historia de la música del siglo pasado y lo que nos queda es eso: una banda del montón. De las que celebras escuchar a las cuatro de la mañana borracho perdido en un bar, sí. Y ya.
Pero ah, amigos. Kiss son rock and roll en estado puro. Porque nadie como ellos lleva al escenario todos y cada uno de los sobadísimos clichés del género. Porque nadie sabe sacar tanto partido a sus canciones. Y sobre todo, porque nadie ha sabido crear a su alrededor el aparato de márketing casi místico que ellos llevan cuatro décadas explotando a base de bien. Pero bien, bien: Camisetas (40 euros llegaban a costar, algún insensato picaría), muñecos, cómics, pósters, llaveros, gorras, tazas…. y también algún disco que otro. Todo un universo de gilipolleces kitsch que, para qué negarlo, molan mucho. Pero porque son los Kiss, que si no de qué.
Al lío. Me hubiera gustado ver a Imperial State Electric, la banda del ex Hellacopters Nick Royale, pero las siete y media sigue sin parecerme una hora propicia para un concierto. Así que cuando un servidor se plantó en el abarrotado foso fue para asisistir directamente a la apoteósica aparición de los cuatro jinetes del Apocalipsis montados en sendas plataformas. Comenzó entonces un espectáculo pirotécnico de lo más entretenido: Dos horas y media en las que ante los ojos del espectador no paran de suceder cosas: fuegos artificiales a cascoporro, guitarras que vuelan, sangre de mentirijillas, coreografías perfectas, Eric Singer que saca un bazoca y se carga un foco, (también de mentirijillas), Gene Simmons que enseña sin parar lo larga que sigue teniendo la lengua y despliega sus alas para cruzar volando el cielo palacio… Y mientras tanto, el respetable asiste ojoplático al despliegue de medios. Como niños chicos, oiga.
¿Y las canciones? Sí, también sonaron. Por un lado, los prescindibles temas de «Sonic Boom», su último disco. Por otro, los himnos que casi todos habíamos ido a escuchar: «Crazy crazy nights», «Detroit rock City», «Rock and roll all nite»… y al final, confeti, mucho confeti. Y uno se va de allí con la sonrisa puesta, convencido de que ha sido testigo de algo irrepetible, inenarrable, incomparable: el gran circo del rock and roll.