A pesar de que mi relación con él no va más allá de una distendida entrevista y un par de amigos comunes, puedo afirmar sin temor a equivocarme demasiado que se trata de alguien muy cercano al concepto que tengo de «persona normal». Tranquilo, afable y comedido. Un tipo que simplemente se dedica a hacer canciones. Buenas canciones. Pero sí, al fin y al cabo un tipo absolutamente normal en todos los sentidos. Sin embargo, tan pronto comenzó su concierto se produjo el delirio entre el nutrido sector femenino del auditorio. Llovían los piropos, los comentarios sobre todos y cada uno de los detalles de su indumentaria y, sobre todo, los sonoros aplausos a cada una de sus muy normales frases entre canción y canción del repertorio. «¡Me encanta, tía!», decía una ya no tan joven groupie situada a mi lado. «Es que es taaan personaje…».
Subirse a un escenario otorga al músico un aura de magnetismo que provoca evidentes distorsiones en la percepción de algunas. Será que la música altera los sentidos. Será que tendemos a la idolatría barata. Será que, realmente, la estupidez humana no conoce límites.