En un comentario de un post reciente, un lector me preguntaba por qué no escribía sobre Extremoduro y su inminente gira. Como algunos sabéis, el grupo de Robe Iniesta inicia una serie de conciertos que arrancan este sábado en Santander, donde ya se ha colgado el cartel de «no hay entradas». Y es que la banda de Plasencia tira mucho.

El hecho es que nunca me gustaron Extremoduro. Tampoco Porretas, ni Reincidentes, ni Platero y tú, ni toda esa amalgama de bandas del llamado rock español o rock urbano que suelen abarrotar festivales como el Viña Rock, por los que nunca me dejé caer.

Algunos me dicen que no he tenido adolescencia. Lo que es seguro es que ha sido distinta en lo musical. A los 13 o 14 años, mientras muchos de mi edad disfrutaban con «Marihuana» y otros himnos de fiestas patronales, yo vibraba con mis cintas de Bad Religion, Pixies o Green Day. Nunca pensé que una cosa fuera mejor ni peor que la otra. Simplemente es diferente. Lo que sí me planteo es hacia dónde hubieran evolucionado mis gustos musicales si mis raíces (que marcan mucho) hubieran ido por los derroteros de la mayoría de adolescentes de mi entorno. Quizá hoy estaría contando los días para la llegada de Extremoduro a Madrid. En lugar de ello los cuento para ver el concierto de los Sonics en Bilbao.

Otros dirán que algunos tenemos prejuicios hacia la música cantada en nuestra propia lengua. Es posible. Crecí acostumbrado al inglés, y es frecuente que una letra en español me chirríe por sonarme demasiado obvia. Pero con el tiempo me han ido gustando grupos que cantan en mi idioma, y Extremoduro y sucedáneos me siguen pareciendo un coñazo.

En fin, si vais a verles, que lo disfrutéis. Al fin y al cabo, las sensaciones que rememoréis no serán demasiado distintas a las que yo sentía con otras bandas en aquellos años de hormonas disparadas. Porque al final la música se reduce a eso, a sensaciones. Que no es poco.