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"Sin música, la vida sería un error". (Friedrich Nietzsche).

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Ceporros

Abunda en buen número de conciertos un especimen singular que, desgraciadamente, no se encuentra en peligro de extinción, sino que se multiplica a marchas forzadas. Un (habitualmente) voluminoso ejemplar que, previa ingesta de gran cantidad de alcohol, se comporta cual hooligan en cualquier evento musical, importándole bien poco tanto los que le rodean como la propia música. Sirvan un par de ejemplos ilustrativos.

Ejemplo 1. Concierto de Paul Weller. La Riviera. Madrid. Pasado sábado.

Ingleses. El concierto de Paul Weller en Madrid está hasta la bandera de ingleses. Es lógico. El príncipe de los mods es allí tan popular o más de lo que es por aquí un Alejandro Sanz (la comparación es absurda y jode, pero sirve para entendernos), y como es lógico, la comunidad británica radicada en los madriles acude en masa a ver al ex líder de los Jam. Pese a que la actuación del viejo Weller es un poco sosainas, los ingleses la gozan más que nadie y se ocupan de que todos nos enteremos de ello. El más mastodonte está a mi lado. Grita, hace aspavientos en todas direcciones, da cabezazos y golpea las vallas metálicas que hay junto a nosotros, con una mano del tamaño de mi cabeza y una fuerza tal que todo tiembla con cada golpe. Pum pum pum. De pronto, se detiene y se dirige a su acompañante: «Fuck, I’ve hurt my hand!» (¡mierda, me he hecho daño en la mano!). Suelta una sonora carcajada. Y sigue castigando la valla arrítmicamente (y con la misma mano). Pum pum pum.

Ejemplo 2. Concierto de los Dictators. Sala Heineken. Madrid. Un par de semanas atrás.

Un numeroso grupo de enfervorizados españoletes con pinta de bakalas (¿qué harían en un concierto de los Dictators? sólo dios lo sabe) disfruta dando por saco al personal, saltando encima de los montones de ropa y bolsos acumulados en una esquina, lanzando botellas al resto del público y haciendo el monicaco. No se saben ni media canción, pero para el caso da igual: cuando uno tiene ganas de jarana, lo mismo da estar en un concierto de los Dictators que en uno de Camela. Cualquiera les dice algo.

Son sólo dos casos recientes, y bastante leves comparados con situaciones mucho más violentas que me he llegado a encontrar años atrás, cuando frecuentaba conciertos en los que se practicaban salvajes pogos (de los que siempre te llevabas algún recuerdo en forma de moratón). Pero aquello no dejaba de ser voluntario. Y también minoritario. Mientras unos pocos desfogábamos nuestra vitalidad adolescente en las primeras filas, la mayoría disfrutaba del concierto sin demasiados contratiempos. Y aunque podía haber alguien pasado de vueltas, no solía haber malos rollos ni gente con ganas de molestar al resto gratuitamente.

O quizá lo único que pasa es que me hago mayor e intransigente.

Lo cierto es que a veces dan ganas de que llegue un cantante como Phil Anselmo (Pantera, Down), para que haga subirse al escenario al ceporro de turno y le ponga en su sitio. Ocurrió el pasado mes de noviembre en Texas. Anselmo saca al susodicho de entre el público, se encara con él y le obliga a arrodillarse para pedir perdón por arrojar un mini de cerveza al grupo: «Nunca faltes al respeto a esta audiencia. Ni a mí».