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"Sin música, la vida sería un error". (Friedrich Nietzsche).

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Elvis y las mujeres

Diez años después de haber visto la luz en Estados Unidos, la editorial barcelonesa Global Rhythm ha editado en castellano la biografía definitiva de Elvis Presley. A través de 1.500 páginas distribuídas en dos volúmenes, Último tren a Memphis y Amores que matan, el ensayista musical Peter Guralnick desgrana con minuciosidad la vida y milagros del icono musical por excelencia del siglo XX.

Las mujeres jugaron un papel fundamental en la vida personal y creativa de El Rey. Empezando por su madre, cuya existencia y muerte le marcó profundamente, hasta su tormentosa relación con su mujer, Priscilla, cuya huída con su profesor de kárate contribuyó a empeorar la espiral de autodestrucción en la que Elvis ya andaba metido desde tiempo atrás.

Esa relación conflictiva con el sexo opuesto es una de las claves en las que Guralnick hace incapié a la hora de abordar la figura del mito. Sus escarceos con groupies de toda condición le llevaron a conocer a la dulce Priscilla Beaulieu, de sólo 16 años, y a entablar una relación que acabaría en boda en 1967. Pero Elvis tenía ciertas disfunciones sexuales a causa de su adicción a los fármacos y a una concepción idealista de la mujer que había heredado de su madre. Durante años, Priscilla le pidió que la desvirgase, a lo que él se negaba en redondo. Cuando finalmente lo hizo y Priscilla se convirtió en madre, él la rechazó. «No creo que una madre deba tratar de ser sexy y atraer a los hombres», era su filosofía. El abandono que sentía Priscilla desembocó en divorcio en 1973.

Tras aquello, sus enfermeras personales se convirtieron en su principal bálsamo. Fue una de ellas, Ginger Alden, la que halló su cuerpo empapado en vómito en agosto de 1977. 14 tipos distintos de estupefacientes habían precipitado la muerte de un hombre de 130 kilos que ya no era más que una parodia de sí mismo. Solo y demacrado, aquel joven humilde de Memphis que lo había tenido todo se dio de bruces con una muerte tan trágica como triste.

Pero por encima de todo queda su legado. El de alguien sin el que, para bien o para mal, nada volvería a ser lo mismo en este pequeño circo que es el rock and roll.

Fito, poca cosa

Fito Cabrales forma parte de esa amalgama de músicos que, sin gustarme demasiado, se han ganado todo mi respeto. La suya es una carrera marcada por el amor a la música y la honestidad creativa. Se lo ha currado a base de buenos discos, así que merece estar ahí arriba (lo que no quita que muchos otros que se lo curran se coman los mocos injustamente, pero eso es otro cantar).

Hace un par de días vi un concierto suyo en La 2, dentro de un espacio que últimamente se dedica a programar, a altas horas de la noche, masivas actuaciones en directo, y que la semana anterior emitió otro del malogrado Michael Jackson (qué tiempos, qué bailes). El entrañable blanquinegro ya empezaba a dar muestras de pobreza compositiva, pero su montaje pirotécnico invitaba a quedarse dormido al ritmo de sus numerosos hits.

Lo de Fito era otro cantar. Sin artificio alguno, sus Fitipaldis tienen una solvencia admirable sobre las tablas y una entrega total ante el público. Y eso se nota, se transmite, a la hora de ver a una banda en directo.

Estos días, el pequeño y carismático bilbaíno promociona su recién publicada biografía, Soy todo lo que me pasa, escrita por Mario Suárez, en la que se define a sí mismo como “poca cosa”. No lo es, pues ha conseguido reinventarse a sí mismo tras su paso por Platero y tú y llenar los estadios de este país con una propuesta musical más que digna. Y eso es mucho decir.