A estas alturas, pocos dudan de que buena parte del futuro de la industria de la música pasa indefectiblemente por las plataformas de streaming como Spotify o el recién estrenado Google Music, cuya versión beta acaba de ver la luz en Estados Unidos. Y sin embargo, también son pocos los que hablan de las leoninas condiciones que estas ofrecen al artista en materia de royalties.
Un dato que habla por sí solo: durante el pasado 2010, Copenhage de Vetusta Morla consiguió el récord de ganancias en un mes, según publicó recientemente la revista Rolling Stone. El grupo madrileño se embolsó por ello 100 irrisorios euros. ¿Cuál es la alternativa? No existe. Estar en Spotify y similares es como las lentejas. O las tomas, o las dejas. Bajo una gran idea revestida de modernidad se esconde un arma de doble filo con un potencial arrollador. Como todo el mundo sabe, un gran poder conlleva -además de una gran responsabilidad- elevadas dosis de ética. Y esta raramente es compatible con los intereses del mundo en el que nos ha tocado vivir.
A día de hoy, cuando la posibilidad de prescindir de intermediarios para llegar hasta el oyente es ya una realidad, exigir a estas compañías un reparto justo del pastel y una transparencia absoluta respecto a su modelo de negocio debería ser una prioridad para músicos y sellos de toda condición, especialmente para los más pequeños. No vaya a ser que en breve, y con las multinacionales al borde del abismo, tengamos un nuevo oligopolio a manos de los mismos perros con distinto collar.