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Hernán Zin está de viaje por los lugares más violentos del siglo XXI.El horror de la guerra a través del testimonio de sus víctimas.

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Libros en guerra: La Disneylandia de Bagdad

Pocas sensaciones más placenteras que verse subyugado por un buen libro. Tirarse en el sofá de casa el sábado por la tarde, fumar, tomar café y pasar las hojas con deleite, ajeno a la obligaciones de la semana, a los problemas, inmerso sin condiciones ni miramientos en el universo que labra, articula y despliega el autor.

Después de haber recorrido junto a Tim Butcher la devastada geografía del Congo, y de haber desembarcado en Afganistán de la mano del periodista polaco Wojciech Jagielski, continúo en racha lectora. Y hoy os recomiendo otro libro que acaba de caer en mis manos y que también merece ser leído: Vida Imperial en la ciudad esmeralda, de Rajiv Chandrasekaran.

A primera vista quizás el tema no parezca demasiado atractivo, por la abundante bibliografía y la saturación informativa que ha producido Irak, con esa sucesión de despachos de agencia, ausentes de contextualización, que cuentan números de muertos y que por su mera repetición parecen haber agotado nuestra capacidad de sentir empatía.

Una tragedia que, debido a su génesis plagada de mentiras y a la dimensión de la destrucción que ha causado – más de un millón de muertos y una tercera parte de la población viviendo en la miseria absoluta – no resulta fácil de enfrentar.

La anécdota como categoría

Sin embargo, la obra de Rajiv Chandrasekaran, redactor jefe del Washington Post, deslumbra, seduce. Y quizás la clave se encuentre en que avanza en la dirección contraria a todo lo que hasta ahora se nos ha ofrecido sobre el drama que vive la nación del Tigris y el Éufrates desde la invasión de EEUU y sus aliados en el año 2003.

No se centra en las declaraciones oficiales, en el número de fallecidos y en los atentados con coche bomba, sino en la vida cotidiana de un escenario que hasta el momento ha sido poco retratado: la Zona Verde de Bagdad.

A través de una serie de relatos minuciosos, exhaustivos, describe hasta los aspectos más nimios del día a día en las entrañas de ese recinto amurallado al que, por su irrealidad y alienación, algunos llaman la Disneylandia de Bagdad o la Ciudad Esmeralda.

Transforma la anécdota en categoría, sin atisbo alguno de capricho o arbitrariedad, sino con inteligencia y acierto. Pues logra demostrar que la mayoría de los estadounidenses que allí se encuentran como parte de la APC (Autoridad Provisional de la Coalición), no salen al resto de ciudad, no conocen a los iraquíes ni la situación que intentan ordenar, y lo que es peor, democratizar.

Uno de los escenarios recurrentes, cargado de valor metafórico, es la piscina del Palacio Republicano:

En el jardín posterior del Palacio Republicano, en pleno corazón de la Zona Verde, un grupo de jóvenes bronceados, musculosos y con los antebrazos tatuados se bañan en una piscina grande como la de un balneario… Una enorme radio emitía a todo volumen música hip hop. De vez en cuando, una docena de iraquíes desgarbados, todos ellos idénticamente vestidos con camisas y pantalones de color azul, pasaban por allí para ir a barrer la terraza, podar los arbustos o regar las plantas. Se movían en fila india detrás de un corpulento y bigotudo capataz norteamericano. Desde cierta distancia, parecían una cadena de presos.

La Zona Verde parece una ciudad sureña estadounidense, en la que todo, hasta “el agua con que se hierven los tomates”, se importa desde el extranjero. La encargada del abastecimiento, para las 1.500 personas que allí trabajan, es la empresa Halliburton, íntimamente ligada a los intereses del Partido Republicano y de los neoconservadores.

Un escenario decididamente suerrealista, en el que Rajiv Chandrasekaran da la impresión de ser una de las pocas personas lúcidas, con sentido común, por lo que la obra, que ganó el premio Samuel Johnson, recuerda a El Americano Impasible, de Graham Green. Libro que narra con maestría el otro gran fracaso militar y estratégico estadounidense: la guerra de Vietnam.

Una buena comida sureña

Otro elemento que Rajiv Chandrasekaran utiliza para señalar el grado de alienación de los que allí residen, es la comida, a la que también otorga un caracter simbólico.

A diferencia de cualquier otro lugar de Bagdad, se podía cenar en la cafetería del Palacio Republicano seis meses seguidos sin tener que comer nunca hummus, pita o kebab de cordero. La comida era siempre norteamericana, a menudo de estilo sureño… Traían los cereales del desayuno en avión desde Estados Unidos: la presencia en la mesa del desayuno de marcas made-in-USA como los Froot Loops o los Frosted Flakes de Kellogs contribuían a elevar la moral.

Los diplomáticos veteranos que habían vivido en el mundo árabe o que habían trabajado antes en situaciones posteriores a un conflicto querían que hubiese cocina local en el comedor, que se respetasen las tradiciones locales y que hubiera trabajadores del lugar. Pero eran una minoría. La mayoría de los miembros de la APC no habían trabajado nunca fuera de los Estados Unidos. Más de la mitad, según algunos cálculos, se había tenido que sacar el pasaporte por primera vez para viajar a Irak.

Las medidas de seguridad cada vez se hacen más asfixiantes, y buena parte de esos estadounidenses que poco sabían de Irak antes de llegar, y que se suponen que deben poner en pie al país, se enclaustran a perpetuidad en la Zona Verde.

Schroeder se mostró incrédulo cuando le dije que yo vivía en lo que él y otros llamaban la Zona Roja, que iba en coche sin escolta de seguridad, que comía en restaurantes locales y que visitaba a los iraquíes en sus casas.

-¿Cómo son las cosas ahí fuera? – me preguntaba.

Yo le contaba cómo era vivir en el decrépito Ishtar Sheraton Hotel, justo al otro lado del Tigris, frente al palacio… Cuanto más hablaba, más me sentía como extraterrestre describiendo cómo era la vida en otro planeta… Schroeder y sus colegas de la APC se mantenían al corriente de lo que sucedía en Irak mirando las noticias en la Fox y leyendo la revista Stars and Stripes, que se imprimía en Alemania y que era enviada diariamente en avión a Bagdad.

Rajiv Chandrasekaran resalta que uno de los códigos de conducta durante las comidas pasa por no criticar a la administración. Tras haber sido testigo de una serie de ataques suicidas, se dirige a la cafetería del Palacio Republicano.

Nadie mencionó los atentados suicidas de la mañana. La capilla se encontraba a pocos kilómetros al norte de la Zona Verde, a menos de diez minutos en coche. ¿Se habían enterado de lo que había pasado? ¿Sabían que habían muerto varias docenas de personas?

-Sí, he visto algo en el boletín informativo de la televisión desde mi despacho – dijo el hombre sentado a mi derecha -. Pero no he visto todo el reportaje. Estaba demasiado ocupado trabajando en mi proyecto de democracia.

También Patrick Cockburn escribió un libro desde fuera del bastión de la fuerza ocupante de Bagdad, The Occupation, del cual ya hablé en este blog.

La obra de Cockburn, uno de los corresponsales insignia del periódico progresista británico, The Independent, junto a Robert Fisk, resulta sumamente meritoria, por el riesgo personal de su autor, que estaba asimismo alojado en un hotel próximo a la Zona Verde.

Quizás por las prisas con que fue publicada para que coincidiera con la primeras elecciones en Irak, si bien está prolijamente documentada, lo cierto es que se encuentra lejos de alcanzar el nivel narrativo de Vida imperial en la ciudad esmeralda.

Chapuzas made in USA

El contraste entre el cuartel de la administración de EEUU y el mundo que la rodea va aumentando. Fuera imperan “las privaciones propias de un país subsahariano y la anarquía del Salvaje Oeste”, dentro “dominaban la calma y la tranquilidad típicas de una urbanización”.

A pesar de los años de embargo, con Saddam Hussein los iraquíes gozaban de eficientes servicios públicos. Ahora carecen de luz, de agua corriente – que en el pasado era incluso potable -, los desperdicios se acumulan en las calles, el tráfico es un caos, debido los bloques de cemento puestos por los soldados y a la ausencia de policía.

Antes de la guerra, la basura era recogida con una eficiencia suiza, pero después de la liberación las recogidas se habían vuelto esporádicas, como todos los servicios municipales.

Y es en los capítulos pares del libro donde, dejando a un lado las anécdotas de la vida diaria en la Zona Verde – con sus sesiones de cine, sus bares, sus mercadillos en los que se venden películas porno pirata, sus clases de religión y su enorme tensión sexual debido al escaso número de mujeres -, describe las chapuzas de los primeros administradores que llegaron a Bagdad sin un plan claro de acción, sin el apoyo de los militares, confundidos ante las órdenes contradictorias que reciben de Washington, divididos por los enfrentamientos entre el Pentágono y el Departamento de Estado.

Tanto es así que el jefe de ellos, Tim Carney, tiene como guía de la ciudad el mapa turístico que compró en una agencia de viajes antes de partir hacia Irak.

Otro detalle insólito, que lo dice todo, y que quizás hubiese parecido inverosímil en los tiempos previos al huracán Katrina, cuando el mundo aún no había observado con perplejidad cómo la administración Bush ni siquiera era capaz de estructurar una labor eficiente de ayuda humanitaria y reconstrucción en su propio territorio.

En este sentido, la serie de anécdotas delirantes que se encuentran en el libro de libro de Rajiv Chandrasekaran lo emparentan con M*A*S*H, la serie de televisión protagonizada por Alan Alda que tanto me hacía reír de joven, y con la que considero como la mejor novela que se ha escrito sobre la guerra: Trampa 22, de Joseph Heller.

La desilusión de un «neocon»

Caso tras caso va mostrando la disparidad entre lo que la APC dice a la prensa y la realidad. Caso tras caso enseña la perplejidad, el desconcierto y, en muchos casos, la falta de interés de unos funcionarios estadounidense colocados a dedo más por su filiación política que por su experiencia en la región o en las tareas que deben elaborar.

El primero de todos, John Agresto, que debía encargarse de resucitar el sistema universitario iraquí, que contaba antes de la invasión con 375 mil estudiantes matriculados. Amigo personal de las mujeres de Donald Rumsfeld y Dick Cheney.

Había llegado a la conclusión de que se necesitaban más de mil millones de dólares para convertir las universidades de Irak en centros de enseñanza viables, pero solamente le habían dado ocho millones de dólares de los fondos de reconstrucción… Había solicitado 130 mil pupitres a la Agencia para el Desarrollo Internacional, y le habían dado 8.000.

Ante el fracaso del trabajo que estaba haciendo, equivalente al que otros administradores repetían en casi todas las áreas del Estado iraquí, John Agresto no pudo más que reconocerse como “un neoconservador desengañado por la realidad”.