Viaje a la guerra Viaje a la guerra

Hernán Zin está de viaje por los lugares más violentos del siglo XXI.El horror de la guerra a través del testimonio de sus víctimas.

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Cincuenta años de represión china en el Tíbet

Aún recuerdo la profunda desazón que sentí hace quince años cuando llegué por primera vez a Lhasa, la capital del Tíbet. Las autoridades chinas habían hecho desaparecer los jardines frontales del Palacio Potala para colocar en su lugar una plaza de grandes baldosones coronada por un avión de guerra. Todo un símbolo del expolio y la opresión que el régimen de Beijing articula en la llamada región autónoma. A dos kilómetros de allí, en el palacio Norbulingka, tuvo lugar hace exactamente medio siglo una vasta revuelta contra la ocupación china.

Las promesas iniciales de las autoridades comunistas, que habían asegurado que iban a respetar la autonomía política y cultural de la población local, se habían ido desvaneciendo al tiempo en que aumentaba la represión armada. Habían llegado nueve años antes, en 1950, tras la victoria de Mao Zedong sobre Chiang Kai-chek. Y en 1951 hicieron oficial la anexión del Tíbet a la República Popular China.

Ante el rumor de una inminente detención de Tenzin Gyatso, el XIV Dalai Lama, multitudes de tibetanos se congregaron a las puertas de la que era su residencia estival. La respuesta militar china resultó brutal. Sólo en Lhasa murieron diez mil personas. Unos seis mil monasterios fueron saqueados. Miles de ciudadanos terminaron en campos de reeducación y trabajo.

Más de cien mil tibetanos emprendieron el camino del exilio. Entre ellos se encontraba el Dalai Lama, apenas un niño en aquel entonces, que sentaría residencia junto al resto de su gobierno en la ciudad india de Darhamsala.

La represión en el tiempo

También era un signo de la ocupación en los tiempos de mi primera visita el discreto pedido que algunos monjes realizaban a los viajeros occidentales en los recovecos del templo de Jhokang, situado el plaza de Bhakor, donde los peregrinos llegan desde todo el altiplano para postrase ante las imágenes de Buda, para hacer girar los molinos devocionales, y para repetir sus mantras devocionales rodeados de lámparas hechas con manteca de yak.

Monjes que pedían entre susurros una foto del Dalai Lama y que en ocasiones hasta se animaban a dar testimonio de la represión de otros religiosos, hombres y mujeres, encerrados en prisión, torturados, abusados.

Las políticas de Mao Zedong tuvieron consecuencias nefastas para el pueblo tibetano. El «Gran salto adelante» provocó hambrunas generalizadas. La «Revolución cultural» redujo a cenizas riquísimas tradiciones ancestrales. El gobierno tibetano en el exilio estima en un millón el número de muertos a finales de los años setenta.

Tras la muerte de Zedong, la represión perdió intensidad hasta que en 1987 Deng Xiao Ping volvió a apretar el puño sobre el Tíbet como respuesta a las manifestaciones pacíficas en favor de la libertad y el regreso del Dalai Lama.

La lectura del libro Fuego bajo la nieve (ediciones B), del monje Palden Gyatso, permite conocer de primera mano esta realidad. Gyatso, que pasó más de 30 años en cárceles chinas sufriendo torturas, fue uno de los demandantes en la querella presentada en 2005 ante la Audiencia Nacional contra las autoridades chinas por violaciones a los Derechos Humanos.

Querella que acusaba de terrorismo, crímenes contra la humanidad y torturas al ex presidente chino Jiang Zemin (1990-2003), el ex primer ministro Li Peng (1988-1998) y el actual primer mandatario, Hu Jintao, que fuera gobernador de la Región Autónoma del Tíbet.

Colonización masiva

En los años noventa, el arribo de chinos se aceleró. La política de un hijo por pareja que predominaba en el resto del continente carecía de validez en la región autónoma para los colonos, mientras que a los tibetanos se les aplicaba un férreo control de la natalidad que no en pocas ocasiones se llevaba a cabo a través de esterilizaciones y abortos forzados.

Medida ausente de justificación si se tiene en cuenta que la densidad poblacional es de 0,42 habitantes por km2 en el Tíbet y en el conjunto de China de 127 habitantes por km2.

En estos momentos son siete millones los chinos que viven en el conocido como «Techo del mundo». Un proceso que ha arrinconado cultural y económicamente a una población autóctona que padece en las zonas rurales niveles de pobreza comparables con los del África subsahariana.

El tren a Lhasa

Al tiempo en que llegaban ocupantes, del Tíbet partían hacia el este de China ingentes cantidades de recursos minerales. En este sentido, el tren soñado por Mao Zedong, que comunica Beijing con Lhasa, ha sido considero por muchos como el golpe de gracia a los tibetanos.

Se inauguró en junio de 2006. Recorre un trayecto de 4.046 kilómetros de distancia que progresa desde la populosas urbes de la llanura de mayoría han, con sus vastos cordones industriales coronados por chimeneas humeantes, y que concluye, tras fatigar numerosos y fascinantes paisajes, tras superar los cuatro mil metros de altitud y circular sobre 550 kilómetros sobre hielo perpetuo, en el altiplano tibetano.

Más de cien mil trabajadores, una inversión de 3.000 millones de euros y cinco años de labores ininterrumpidas, permitieron dar vida a los 1.142 kilómetros de vías férreas del último trayecto, que comunica a Golmud con la capital tibetana, en una obra que rivaliza en ambición con la presa de las Tres Gargantas del río Yangtze, y que da la posibilidad a dos mil chinos de desplazarse en cada convoy al Tibet.

La negación china

China sigue sin querer abordar negociaciones con el gobierno tibetano en el exilio del Dalai Lama. Insiste una vez más en que la región le pertenece desde los tiempos de la dinastía Yuan, en el siglo XIII.

Se continúa justificando ante sus ciudadanos a través de la difusión de una propaganda que presenta a los líderes tibetanos como señores feudales que oprimían a sus siervos, del mismo modo en que lo hacía hace quince años, cuando cada mañana aparecían en la pensión Yak de la ciudad de Lhasa panfletos con fotos y testimonios de esas acusaciones para tratar de mitigar así cualquier sentimiento adverso que pudieran tener los turistas.

Lo único que China ha hecho en estos días ha sido enfatizar aún más su política de represión a través del despliegue de nuevos efectivos militares en las zonas del Tibet y sus provincias vecinas donde el año pasado tuvieron lugar las revueltas que intentaban llamar la atención del mundo en vísperas de los Juegos Olímpicos.

“Esta incluye detenciones arbitrarias, arrestos arbitrarios, arrestos y prisión de manifestantes pacíficos y otros presos de conciencia, tortura, maltrato, violaciones a la libertad de expresión, asociación y reunión, y al derecho del pueblo tibetano a mantener su cultura, su lenguaje y su religión”, señala Amnistía Internacional, que también critica que siga prohibido el libre acceso de la prensa internacional.

La misma estrategia que seguramente el ejecutivo de Beijing articulará durante el mes de abril, décimo aniversario de las protestas de la secta religiosa Falung Gong. Y en junio, cuando se cumplan veinte años de la represión de la Plaza Tiananmen.

Viaje al dolor del Tíbet

Debo confesar que cuando llegué a China a mediados de los años noventa, poco fascinado me sentí por la cultura han, predominante en el subcontinente.

Quizás fuera consecuencia de los efectos unificadores del comunismo y de la cruel revolución impulsada por Madame Mao. O tal vez se debiese a que la sociedad china parecía sumida en una tan frenética efervescencia mercantilista, en una tan desbocada carrera hacia el supuesto progreso, que resultaba difícil de encontrar rastro alguno de su legado milenario, de ese imperio que, según afirman con orgullo, se desarrolló sin interrupciones a lo largo de más de cuatro mil años.

Ciudades grises, saturadas de contaminación. Banderas de EEUU, Mc Donald’s. Ejércitos de hombres con trajes cruzados y zapatos de cuero, tanto se tratase de empresarios como de humildes vendedores situados con sus chiringuitos en las calles. Y una voracidad consumista que me causaba no poca perplejidad.

La otra China

Sí me deslumbro la China periférica, de las minorías, que suman 56 en todo el país. El mercado de camellos en Kashgar, el desierto del Taklamakán y los nómadas uigures con sus yurtas (tiendas)en Xinjiang.

me atrapó el Tíbet, al que entraba sin dar cuentas a la autoridades, colándome en los autobuses de línea, para salir así de los grupos turísticos concertados.

Desembarcar en Lhasa, además de la falta de aliento causada por la altitud, implicaba indudablemente una experiencia contradictoria. Por una parte, descubrir la calidez de sus habitantes autóctonos, poseedores de una cultura única, fascinante, en la que el tiempo poca mella había causado.

En contraposición, ser testigo de la represión de la autoridades chinas, del esfuerzo consciente y falto de límites de transformar la fisonomía no sólo de la capital tibetana, sino de toda la región.

Un tiempo que no volverá

Amigos y compañeros de profesión que han estado recientemente en el Tíbet, me comentan que la política china ha continuado a lo largo de estos años, y que ya poco queda en pie de esa maravillosa y somnolienta ciudad que era Lhasa, con sus monasterios, palacios y templos.

No se si me atrevería a volver. Ya resultaba insultante en aquellos tiempos que las autoridades de Beijing hubiesen recortado los jardines del palacio Potala para colocar una plaza de cemento con una avión militar en medio.

Ya parecían absolutamente fuera de lugar y abominables esos edificios administrativos con paredes cubiertas por azulejos blancos, cristales tornasolados y grandes letras doradas en chino, que daban la impresión de ser grandes baños públicos. Y que tanto contrastaban con los colores amables y los trazos refinados de la arquitectura tibetana.

Quizás resulte mejor guardar la imagen del Tíbet pretérito, ilusorio, mágico, aunque se trate del mero recuerdo de una realidad que no existe.

Los abusos de Beijing

China ha perpetrado un crimen cultural, medioambiental y social en el Tíbet al que la «comunidad internacional» ha asistido sin levantar la voz, porque, como siempre sucede, los valores morales, el sentido común y la legalidad internacional les resultan indiferentes a las grandes potencias cuando esto no les conviene, como sucede en el Sáhara o en Palestina. La doble moral a la que ya no tienes acostumbrados.

Bonitas palabras de respeto a los derechos humanos y a las minorías que se quedan vacías de contenido apenas aparecen intereses comerciales y geoestratégicos. Y China, mercado de 1.300 millones de potenciales consumidores, puede hacer lo que quiera con los tibetanos mientras nos permita hacer allí negocios.

A partir de la próxima entrada, haré un repaso a las violaciones a los Derechos Humanos perpetradas por el gobierno de Beijing en el Tíbet. Arrestos arbitrarios, torturas, abusos sexuales. La cara más oscura de una realidad que quizás ahora que se celebran los Juegos Olímpicos, valdría la pena reflejar en profundidad.

Quizás se trate de un buen momento para levantar la voz, aunque las cosas no vayan a cambiar mientras en este mundo no mande más que un valor supremo e indiscutible: el dinero.