Viaje a la guerra Viaje a la guerra

Hernán Zin está de viaje por los lugares más violentos del siglo XXI.El horror de la guerra a través del testimonio de sus víctimas.

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Viaje al dolor del Tíbet

Debo confesar que cuando llegué a China a mediados de los años noventa, poco fascinado me sentí por la cultura han, predominante en el subcontinente.

Quizás fuera consecuencia de los efectos unificadores del comunismo y de la cruel revolución impulsada por Madame Mao. O tal vez se debiese a que la sociedad china parecía sumida en una tan frenética efervescencia mercantilista, en una tan desbocada carrera hacia el supuesto progreso, que resultaba difícil de encontrar rastro alguno de su legado milenario, de ese imperio que, según afirman con orgullo, se desarrolló sin interrupciones a lo largo de más de cuatro mil años.

Ciudades grises, saturadas de contaminación. Banderas de EEUU, Mc Donald’s. Ejércitos de hombres con trajes cruzados y zapatos de cuero, tanto se tratase de empresarios como de humildes vendedores situados con sus chiringuitos en las calles. Y una voracidad consumista que me causaba no poca perplejidad.

La otra China

Sí me deslumbro la China periférica, de las minorías, que suman 56 en todo el país. El mercado de camellos en Kashgar, el desierto del Taklamakán y los nómadas uigures con sus yurtas (tiendas)en Xinjiang.

me atrapó el Tíbet, al que entraba sin dar cuentas a la autoridades, colándome en los autobuses de línea, para salir así de los grupos turísticos concertados.

Desembarcar en Lhasa, además de la falta de aliento causada por la altitud, implicaba indudablemente una experiencia contradictoria. Por una parte, descubrir la calidez de sus habitantes autóctonos, poseedores de una cultura única, fascinante, en la que el tiempo poca mella había causado.

En contraposición, ser testigo de la represión de la autoridades chinas, del esfuerzo consciente y falto de límites de transformar la fisonomía no sólo de la capital tibetana, sino de toda la región.

Un tiempo que no volverá

Amigos y compañeros de profesión que han estado recientemente en el Tíbet, me comentan que la política china ha continuado a lo largo de estos años, y que ya poco queda en pie de esa maravillosa y somnolienta ciudad que era Lhasa, con sus monasterios, palacios y templos.

No se si me atrevería a volver. Ya resultaba insultante en aquellos tiempos que las autoridades de Beijing hubiesen recortado los jardines del palacio Potala para colocar una plaza de cemento con una avión militar en medio.

Ya parecían absolutamente fuera de lugar y abominables esos edificios administrativos con paredes cubiertas por azulejos blancos, cristales tornasolados y grandes letras doradas en chino, que daban la impresión de ser grandes baños públicos. Y que tanto contrastaban con los colores amables y los trazos refinados de la arquitectura tibetana.

Quizás resulte mejor guardar la imagen del Tíbet pretérito, ilusorio, mágico, aunque se trate del mero recuerdo de una realidad que no existe.

Los abusos de Beijing

China ha perpetrado un crimen cultural, medioambiental y social en el Tíbet al que la «comunidad internacional» ha asistido sin levantar la voz, porque, como siempre sucede, los valores morales, el sentido común y la legalidad internacional les resultan indiferentes a las grandes potencias cuando esto no les conviene, como sucede en el Sáhara o en Palestina. La doble moral a la que ya no tienes acostumbrados.

Bonitas palabras de respeto a los derechos humanos y a las minorías que se quedan vacías de contenido apenas aparecen intereses comerciales y geoestratégicos. Y China, mercado de 1.300 millones de potenciales consumidores, puede hacer lo que quiera con los tibetanos mientras nos permita hacer allí negocios.

A partir de la próxima entrada, haré un repaso a las violaciones a los Derechos Humanos perpetradas por el gobierno de Beijing en el Tíbet. Arrestos arbitrarios, torturas, abusos sexuales. La cara más oscura de una realidad que quizás ahora que se celebran los Juegos Olímpicos, valdría la pena reflejar en profundidad.

Quizás se trate de un buen momento para levantar la voz, aunque las cosas no vayan a cambiar mientras en este mundo no mande más que un valor supremo e indiscutible: el dinero.