Viaje a la guerra Viaje a la guerra

Hernán Zin está de viaje por los lugares más violentos del siglo XXI.El horror de la guerra a través del testimonio de sus víctimas.

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El debate cautivo (o sobre cómo volver a España y descubrir que nada ha cambiado)

A veces me siento como esas tías lejanas a las que de pequeños sólo veíamos en las fiestas familiares y que siempre nos decían emocionadas, mientras nos daban un beso o nos apretaban las mejillas: ¡Cómo has crecido, qué grande estás! Observación que efusivamente compartían con el resto de nuestros parientes, ¡Cómo ha crecido el niño, qué grande está!, convirtiéndonos así en el incómodo epicentro de todas las miradas.

Esta vida nómada que llevo desde hace años me hace tener una percepción casi siempre sorprendida, renovada, de los lugares a los que visito con frecuencia. Para ciudades como Madrid, Buenos Aires, Nairobi o Calcuta, en las que suelo recalar de forma periódica, soy esa suerte de tía que siempre las descubre transformadas, que les da un pellizco en la mejilla. Apenas bajo del avión, observo cada detalle, cada gesto de la realidad, buscando las diferencias con el pasado.

Tras más de cuatro meses fuera, regreso a Madrid. La casa fría y mustia tras la ausencia. Parece como si el tiempo se hubiese detenido en el momento en que cerré la puerta. El contraste con las maletas, con la ropa que se apila en su interior, no podría ser mayor. Estas últimas aún mantienen atrapadas el calor del sol de Brasil, el olor de sus comidas, de su exuberante vegetación, el ritmo de su música.

Quizás fue una pretensión inocente por mi parte, pero esperaba, por las nubes que dicen que se vislumbra en el horizonte de nuestra economía, que el debate político en España hubiese evolucionado hacia tierras más fructíferas y cálidas, menos frías y antagónicas.

Pero ya el conductor del taxi que cojo en Barajas, que se muestra sumamente locuaz a pesar de la hora, me da la pauta de que todo sigue igual:

– Tenemos el presidente más memo del mundo – me dice con esa pasión tan madrileña por las afirmaciones rotundas, categóricas -. Peor que el Hugo Morales ése o que el Chávez.

– ¿Pero qué ha sucedido con el juicio del 11M? ¿Parece que no hay indicios de que fuera ETA?

– Nada, que ha sido ETA, no hay duda. Es que nos pusieron a este presidente memo porque sabían que con el Aznar España iba a ser primera potencia mundial, eso fue lo que pasó – me contesta dando a la teoría de la conspiración un sesgo mayor aún, de trama cuasi universal. «Si hay más gente que piensa así, esto no sólo no ha evolucionado, sino que ha ido a peor», me digo mientras observo a lo lejos las nuevas torres que pueblan el cielo de Madrid.

Nada en la nevera. Todo un símbolo de la vida en la ruta. Por una parte la novedad constante, la emoción a flor de piel; por otra, la falta de asideros, la soledad muchas veces forzosa. Dos coca colas y un par de salsas estoicas en el frío polar.

Escucho la radio mientras desarmo las maletas, abro las ventanas, me preparo un café. Los contertulios hablan del importante anuncio que hoy hará el presidente de Irán con respecto al programa nuclear. No aportan nada nuevo. Es más, recurren a tópicos, les falta profundidad en sus análisis, como suele suceder cuando hablan de política internacional. Supongo que es el riesgo que se corre al tener que opinar de todo a todas horas. Juro que me pondré de pie y aplaudiré el día en que uno de estos comentaristas afirme en antena: «De esta asunto prefiero no opinar, no tengo nada interesante que decir».

Sí muestran mayor calado en sus reflexiones cuando llega el momento de analizar las últimas palabras públicas de ETA. El problema es que, más allá de mis vanas esperanzas, todo sigue igual. El proceso intelectual, dialéctico, da la impresión de haberse congelado en España hace tres años. Nada ha evolucionado, nada se mueve. Unos continúan haciendo ruido y creando alboroto porque creen que así volverán al poder, y los demás les siguen el juego, se defienden. El debate permanece cautivo.

Tomando en cuenta los enormes desafíos que debe enfrentar España en los próximos años – el desgaste del sector inmobiliario como motor de la economía, el bestial desequilibrio entre importaciones y exportaciones, la ampliación de la Unión Europea, el ascendiente cada vez mayor en la arena mundial de potencias como India o China – resulta difícil entender cómo es que estos temas no son el centro de las discusiones. ¿Qué sectores de nuestra economía van a tomar el liderazgo? ¿A qué nichos apuntaremos del mercado internacional? ¿Cuáles son las ventajas competitivas que debemos potenciar? ¿Cómo haremos frente a una eventual crisis sin que sean los sectores más postergados los que se llevan la peor parte?

En la mesa de casa me espera una maraña de cartas. La mayoría son resúmenes del banco y recibos de la luz, el agua, el alquiler y el teléfono. A pesar de la ausencia durante estos meses, las empresas no se olvidan de mí. Toda una deferencia por su parte.

Tal vez esté errado en mi análisis. Quizás nuestra economía tenga una fuerza tal que logre superar cualquier escollo sin necesidad de debates ni planteamientos comunes. Pero lo cierto es que, pase lo que pase, estos recibos seguirán inundando la mesa de casa. Y su presencia resulta siempre amenazante.

Evoluciona este primer día de regreso en Madrid. A la pesadumbre de la percepción, tal vez asimismo equivocada, de que intelectualmente estamos varados, se antepone la certeza del próximo encuentro con amigos, de la visita a los compañeros del periódico, de todas esas maravillosas calles madrileñas que volveré a recorrer, fascinado como siempre, y de esas comidas a las que me entregaré con placer y que tanto añoraba: un buen plato de jamón, un bocata de tortilla, un tazón de gazpacho. Y también, la inminencia de mi siguiente viaje. Después de todo, el miércoles parto rumbo a Argelia. Y quizás la próxima vez que vuelva, entonces sí las cosas hayan cambiado.