Viaje a la guerra Viaje a la guerra

Hernán Zin está de viaje por los lugares más violentos del siglo XXI.El horror de la guerra a través del testimonio de sus víctimas.

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El beso de los cartoneros

El brillante papel de los regalos en el suelo, junto al árbol de Navidad. La mesa plagada de restos de comidas, de cubiertos sucios, de vasos, como si hubiese sido el escenario de una batalla campal. El mantel manchado de tarta, de vino, de Coca Cola. Los ceniceros apretados de colillas. Y, suspendida en el aire, la resaca de tanto afecto congregado, de tantos abrazos, de tanta comida, de tanto alcohol. Una resaca ligeramente nostálgica.

Sólo los niños, con sus ojos brillantes de ilusión, que esta mañana estrenan los juguetes que les trajo Papá Noel, parecen inmunes a la sutil melancolía que como un río subterráneo corre lóbrega e irrefrenable bajo la superficie de las fiestas.

Quizás la melancolía se deba a que estas fechas nos hacen tomar conciencia del paso del tiempo. Otra Navidad. Qué viejos estamos. Tal vez porque nos recuerdan que pasamos la mayor parte del año distraídos, corriendo de un lado a otro, sin prestar demasiada atención a la gente que queremos, a las cosas que realmente importan, y es en estos momentos cuando nos percatamos de ello.

Los restos de la fiesta se amontonan frente a las casas de Buenos Aires, en grandes bolsas de plástico. Y los cartoneros, que no sé si se podrán dar el lujo de demorarse en nostalgias, ya han venido con sus carros de madera desde los barrios de chabolas del extrarradio para ver qué pueden sacar de provechoso de lo que los demás tiramos.

Son las dos de la mañana. Sigo aquí frente al escritorio, luchando en el libro de Gaza. Hoy con un lastre extra: la resaca y la punzante tristeza que me provocaron las fiestas. Me pongo de pie, avanzo hacia la ventana para tomar un poco de aire fresco, y allí los veo, en la puerta de casa, donde habitualmente suele estar el violinista desafinado (o incomprendido artista conceptual, aún no he salido de la duda).

Dos jóvenes cartoneros, con el carro lleno, que han hecho un alto en esta asfixiante madrugada porteña y que se besan. Un gesto que celebro, que me conmueve, que hace que tenga ganas de abrir del todo la ventana y aplaudir.

No se por qué me hacen sentir de este modo. Supongo que se trata de una manifestación de lo más noble y sublime del espíritu humano: la capacidad de amar, de mantener la dignidad hasta en las situaciones más extremas.

Llevo muchos años siendo testigo de expresiones similares. Por eso me quedé a vivir en Calcuta durante tres años cuando era joven, quería aprender de esas familias que malvivían en las aceras, con unas telas raídas y un par de cazos renegridos como únicas pertenencias, pero que, a pesar de todo, luchaban por llevar una vida lo más normal posible, no se rendían.

Diez años después, creo que no aprendí demasiado. Sigo naufragando en un vaso de agua mientras ellos navegan con parsimonia en la peor de las tormentas. Eso sí, verlos, ser testigo de la irrefrenable pasión de la vida, me recuerda que yo tampoco debo dejar de luchar, que no debo bajar los brazos y claudicar ante las miserias del mundo. En medio del caos de obligaciones y prisas en las que estoy inmerso, tengo que encontrar el sosiego y la serenidad de espíritu para no olvidar a los que sufren. Es la obligación de todos los que tuvimos la suerte de nacer en el lado próspero de esta historia.

Se trata de un largo beso, sentido, profundo, que me da tiempo de buscar la cámara y retratarlos, que me regala unos segundos de reflexión. Después se van. Parten hacia la puerta del siguiente edificio. Unidos.

Ser cartonero en Navidad

En la puerta de casa me encuentro a la misma mujer que cada tarde hurga en la basura en busca de papel y cartón. El contraste es brutal: la gente de este “barrio bien” de Buenos Aires, altiva, impoluta, que regresa cargada de bolsas de hacer las compras navideñas, o que parte hacia las infinitas cenas y fiestas que parecen sacudir cada esquina de la ciudad en esta época del año, mientras ella, desdentada, vestida con una camiseta manchada de sudor y un mugriento pantalón deportivo, se sumerge entre los desperdicios.

Se llama Alejandra. Tiene 32 años y nueve hijos. Vive en una caseta de chapa en la localidad de Tigre, que el pasado sábado se vino a bajo como consecuencia del temporal que asoló a esta parte del mundo. Al frente del carro que utiliza para trabajar, toma todos los días a primera hora de la tarde el tren de los cartoneros para venir aquí. Regresa a su hogar a las doce de la noche. En semanas prósperas como estas, en las que crece el consumo y, como consecuencia, el volumen de desperdicios que provocamos, llega a ganar unos 200 pesos (50 euros).

Converso con ella. Una vida dura, llena de renuncias y sinsabores. Tuvo su primer hijo a los catorce años. “¿Cómo vas a pasar las fiestas?”, le pregunto. “Trabajando, tenemos que levantar la caseta y, además, ahora tenemos a la Jessica, una boca más que alimentar”, me responde. “¿Jessica?”, quiero saber. “Era la hija de una vecina que se murió hace poco. Iban a mandar a la piba un orfanato, pero yo dije que no, pobrecita, y me la quedé. Ahora tengo diez hijos”.

En estas épocas en que, además de la concordia, las buenas intenciones y los reencuentros, imperan el consumo desaforado e insaciable, Alejandra resulta un contrapeso que me ayuda a no dejarme obnubilar por las luces y por el ruido, y a recordar que la mitad de la población mundial vive con menos de dos euros al día. O sea, peor aún que Alejandra, si es que algo así resulta posible.

La acompaño hacia la avenida en la que se encuentra con sus hijos, que vienen a trabajar con ella. Observo en la parte trasera de su carro las pilas de periódicos y cajas que ha sacado de las bolsas de basura. Entre ellas, las de mi casa. Me digo que ahí deben estar los borradores del libro que estoy escribiendo sobre Gaza y que ayer tiré. Ojalá pudiera decir que reparó en ellos, pero lo cierto es que deben haber pasado por sus manos de la misma forma mecánica, indiferente, con la que cada día pasan cientos de restos de papel y cartón.

A lo lejos, en la esquina siguiente, vislumbro a un grupo de niños rodeados de bolsas de plástico. «¿Son tus chicos?», le pregunto. «Sí», me dice y, acto seguido, sonríe.

El periódico «The Independent» se moviliza para ayudar a Gaza

Bajo el título «Un llamamiento en favor de la gente necesitada», el prestigioso periódico The Independent, en el que escriben periodistas por los que siento tanta admiración como Robert Fisk o Patrick Cockburn, anunciaba ayer en portada que dedicará los beneficios de su tradicional subasta navideña a los habitantes de Gaza.

Una decisión valiente, acertada, del que es, a mi entender, uno de los diarios más originales y mejor escritos del mundo. Una decisión que su editor justificaba afirmando que los palestinos «están sufriendo el peor momento de su historia».

Uno de los artículos principales, firmado por Donald Macintyre desde Gaza, describía la situación: 400 muertos, falta de luz, de agua, de medicinas, hambre, desesperación. Y hacía un llamamiento a actuar en favor de las «víctimas inocentes» del conflicto, dando ejemplos de personas que necesitan ayuda urgente.

Los premios

La subasta anual de The Independent cuenta con 41 lotes, por los que pujan los lectores, que incluyen ofertas tan interesantes como:

* Pasar un día en la redacción del periódico, desde la reunión matinal hasta el cierre (que el año pasado la ganó un lector que ofreció 2.251 libras).

* Un almuerzo en el exclusivo restaurante The Ivy, con Simon Kelner, editor del periódico (en la anterior edición la puja alcanzó las 3.750 libras esterlinas).

Y toda una serie de propuestas sumamente originales, que implican diversas actividades con los columnistas y redactores más prestigiosos de la publicación.

Todo lo recaudado será entregado a tres ONG británicas con las que habitualmente colabora The Independent: la organización médica Merlin, The Welfare Association, que trabaja en situaciones de emergencia, y Anti-slavery International, una excelente asociación cuya labor conocí cuando investigaba la prostitución infantil en Camboya.