Viaje a la guerra Viaje a la guerra

Hernán Zin está de viaje por los lugares más violentos del siglo XXI.El horror de la guerra a través del testimonio de sus víctimas.

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Una noche a ritmo de Bollywood, junto a soldados paquistaníes en el Congo

El cambio constante de escenarios hace que algunos días me levante perplejo, desorientado, preguntándome dónde carajo estoy. Esta madrugada, el llamado a la primera oración del muecín y el aroma intenso de la húmeda vegetación, hacen que me resulte más complicado que de costumbre descifrar el paradero en el que me encuentro.

En las paredes, carteles escritos en árabe. En la mesa de luz: un paquete de cigarrillos Portsman, fabricados en Tanzania; un bote de zumo marca Splash, hecho en Uganda; y una botella de agua con una etiqueta de la ONU en la que se lee en inglés que “debe ser consumida antes del 2009”.

Abro la puerta y descubro un contenedor en cuyo techo han erigido un puesto de vigilancia. En lo alto, un soldado con un fusil, y la bandera verde y blanca de Pakistán ondeando sobre su cabeza.

Más allá, tras una elevada verja de alambres de espinos, varias mujeres africanas trabajan la tierra al tiempo en que los primeros resplandores del sol despuntan en el horizonte.

Música de Bollywood

Curioso mundo, por calificarlo de alguna manera, el que han creado los militares paquistaníes sobre la tierra colorada del Congo y entre los contenedores blancos de la ONU.

Ayer por la noche, como despedida al equipo de evaluación de la MONUC llegado desde Kinshasa, se organizó una fiesta. Flores, banderas, una inmensa pantalla de plasma en la que sucedían vídeos de música de Bollywood, y hombres uniformados que no dejaban de bailar, sacudiendo las manos en el aire, meciendo las caderas.

Uno de ellos, teniente originario de Lahore, con el que había estado conversando durante la tarde, insistía: “¡Venga, vamos, ven a divertirte, ven a moverte con nosotros!”.

Si no hubiese pasado varios años viviendo en Asia, me habría sentido bastante inquieto por la invitación (dicho esto con el mayor respeto a las opciones sexuales de cada uno, por supuesto: lo mío no son las danzas mejilla a mejilla con soldados). Pero así se dan las cosas en India, en Pakistán, en Afganistán. Los hombres caminan de la mano por la calle, salen a bailar por las noches, mientras que la mujer se queda en casa.

Las costumbres de los ejércitos

La cena es más que abundante. Desmesurada si tomamos en cuenta que estamos en una de las zonas más pobres del Congo. Comida tradicional pakistaní, comida occidental. Y camareros que no dejan de aparecer con más pan, con más bandejas rebosantes de samosas, de arroz.

Con solo levantar el brazo, los oficiales consiguen que uno, dos, tres hombres vestidos de salwar blanco, vengan a su lado. “¿Quieres algo más?”, me pregunta una y otra vez el comandante.

La diferencia con los soldados de EEUU con los que conviví un mes antes en Afganistán no podría ser más abismal. Allí, hasta el militar de mayor rango se acercaba a la cantina del cuartel y se calentaba su propia hamburguesa en un microondas para luego compartirla junto a sus hombres frente a la televisión, viendo algún partido de beisbol.

El segundo de mando estadounidense de la base Kutschbach apenas se limitó a mostrarme el camastro en el que pasaría las noches. Nada más. Ni instrucciones, ni consejos. Libertad absoluta para la iniciativa personal.

Y si no morí de hambre fue porque por propia motivación comencé a unirme a la cola de los soldados, a meter la comida congelada en el horno y a sentarme con ellos frente al televisor, tratando de entender cómo funciona el deporte de los bates, las gorras con visera y los home run (mientras me atormentaba la idea de que en alguna otra cadena, en algún otro lugar del mundo, estaban pasando la Eurocopa de fútbol).

Supongo que cada ejército viaja con sus costumbres a cuestas, y los oficiales paquistaníes, seguramente hijos de familias pudientes, se han traído un regimiento de criados que a todas horas les ofrecen té, bocadillos, en la sala con cómodas butacas y grandes mesas en las que se reúnen para matar las horas muertas.

Como a buen invitado, no dejan de agasajarme. Exhausto tras el viaje de cuatro horas dando tumbos por la carretera desde Bukavu, disfruto del buen trato. Otra costumbre pakistaní: la hospitalidad, que ejercen de manera esmerada y consciente.

Ahmed, ¿mi asistente?

“Este será tu asistente, se llama Ahmed, cualquier cosa que necesites, se la pides”, fue lo primero que me dijo un oficial paquistaní apenas llegué. «Él te conducirá a tu habitación».

Golpean la puerta de esa misma habitación. Son las seis de la mañana. Aparece Ahmed. “¿Tiene alguna ropa para planchar, señor?”, me pregunta en un inglés telegráfico al que se le cuela alguna que otra palabra en urdu.

Ya no albergo duda de dónde estoy: en algún lugar perdido de la provincia de Kivu Sur, en el Congo, junto al Cuarto Batallón del Ejército Pakistaní.

Aunque ahora surge la pregunta importante, la que me ha traído hasta aquí: ¿Por qué las fuerzas de la ONU son tan poco eficientes a la hora de proteger a la población local?

Tras un desayuno opíparo, me subo al Land Rover. Partimos en misión. Durante unos instantes, los interrogantes, superfluos, esenciales, se confunden. ¿Planchar? ¿Ropa? No, me digo. No son preocupaciones que suelan desvelarme mientras viajo (dicho esto también, por supuesto, con todo respeto a los que les gusta ir a la guerra sin una arruga en la camisa).