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Hernán Zin está de viaje por los lugares más violentos del siglo XXI.El horror de la guerra a través del testimonio de sus víctimas.

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¿El milagro indio?

Recorro las calles de Calcuta, ciudad que durante tres años fuera mi hogar. Tras casi un lustro de ausencia, descubro que casi todo sigue igual: las familias que pueblan las aceras, las montañas de basura, los mendigos, los niños que trabajan, el ruido, la suciedad.

Sí observo que en algunos lugares el escenario se ha transformado sutilmente. Ahora ese hombre famélico, que yace tirado en la calle, tiene a sus espaldas un moderno centro comercial con tiendas como The Body Shop o Guess, algo impensable en Kolkata hace algún tiempo.

Y a su lado ya no pasan solamente coches Ambassador, Tata Sumo o Suzuki Maturi, sino que, de vez en cuando, se puede ver algún vehículo de lujo, un Mercedes Benz deportivo o un todoterreno BMW, que contrasta con los rickshaws tirados por campesinos en los huesos, descalzos, o con los destartalados autobuses que se tambalean por las avenidas, desprendiendo nubes de humo negro, haciendo sonar cada paso sus bocinas y con racimos de gente sudorosa y cansada colgada de sus puertas.

Al sur de la ciudad, en la avenida Prince Anwar Shah, detrás de un precario asentamiento de casas de chapa y madera, me detengo sorprendido ante una serie de altísimas torres. Un complejo residencial con pistas de tenis y piscina, anunciado por enormes carteles en los que se ve a gente sonriente, sosteniendo una raqueta o nadando en una piscina.

Con asombro noto que aquellos pasacalles pintados a mano, irregulares, paupérrimos, con letras en bengalí, que hace año se veían por doquier, han dejado paso en algunos sitios a reclamos publicitarios de teléfonos móviles, whisky o cigarrillos, en los que aparecen luminosas fotografías de modelos tumbados en un yate o en una playa. Lo que no ha cambiado son los chicos que en un vertedero próximo al complejo residencial remueven la basura en busca de algo de valor.

Esta mañana leí en The Telegraph un artículo que afirma que los ingresos de una quinta parte de la población india crecen entre un 30 y un 40% al año, mientras que el del resto de la gente que sobrevive en esta nación que cuenta con más de mil millones de habitantes, apenas se incrementan un 2%. Con preocupación, el autor señalaba que ese sector del país que se está enriqueciendo de manera tan frenética, casi no ahorra, debido a que destina sus beneficios a la compra de artículos de lujo, en su mayor parte venidos desde el extranjero.

La contracara del supuesto milagro indio se encuentra principalmente en el campo, donde el número de suicidios entre los agricultores no deja de multiplicarse. La caída del precio de los granos en el mercado internacional, y la falta de ayudas estatales, hacen que cada día la parte del país que se dedica a la agricultura – dos tercios de la población -, sea más pobre. Esos campesinos que, empujados por la miseria, vienen a ciudades como Kolkata para terminar malviviendo en sus aceras junto a sus mujeres e hijos.

Hablando de milagros…

En la terraza del hotel conocí hoy a una joven que me dijo entusiasmada que ha venido a meditar durante un mes a la India, pues es un lugar “muy espiritual”. Sin querer entrar en polémicas, debo confesar que esa etiqueta que muchos cuelgan a la India de lugar “muy espiritual”, siempre me ha llamado la atención.

Si bien se trata de un país por el que siento un profundo afecto, donde aprendí valiosísimas lecciones de vida y en el que tengo grandes amigos, lo cierto es que me parece un sitio decididamente carente de espiritualidad (si es que algún sitio se puede denominar de esta forma). Los ancianos abandonados en la calle, los moribundos que esperan en la puerta de los hospitales sin que nadie los atienda, los niños atiborrados de piojos que pululan entre la basura, no me dan muestra de que se trate de una sociedad con una capacidad extraordinaria para hacer suyo el sufrimiento ajeno, para empatizar con el desvalido, el postergado, que es lo que yo suelo asociar con el adjetivo “espiritual”. Y mucho menos aún esta India nuevo rica, de grandes coches de lujo, centros comerciales y complejos residenciales con piscina y pista de tenis, que no ha dado muestra alguna de estar dispuesta a compartir su buena fortuna.

Es verdad que la gente en los barrios de chabolas te acoge con generosidad y tiene una sorprendente propensión a sonreír a pesar de todo. Diría que se trata de una suerte de candidez, que resulta ejemplar, inspiradora, y que sorprende en medio de la miseria. Y también podría ser acertado concluir que, ante una realidad tan distinta a la nuestra, te haces muchas preguntas, te ves a ti mismo reflejado en un espejo y te conoces, te descubres, y quizás eso te ayuda a tomar decisiones que en el caos de obligaciones y prisas de Occidente te serían menos fáciles de asumir. Tal vez por eso mucha gente «se encuentra a sí misma» en la India.

Pero escuchar que este país en el que la mujer se halla en un sitio tan marginal; en el que las diferencias por clase o color de piel son tan crueles y excluyentes; en el que hay 80 millones de niños trabajadores y más de 300 millones de pobres; es un lugar que “espiritual”, al que vienes a encontrar paz y armonía, me produce una honda perplejidad. Al contrario, creo que la situación en esta parte del mundo lo que genera es desagrado, rabia, y te sume en la angustia y la desazón. El milagro indio no existe, ni en la economía ni en los monasterios y casas de retiro.