Viaje a la guerra Viaje a la guerra

Hernán Zin está de viaje por los lugares más violentos del siglo XXI.El horror de la guerra a través del testimonio de sus víctimas.

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Madres contra el «paco» (2)

Isabel Vázquez entiende que el «paco» está causando estragos en Villa Lamadrid porque en los últimos años el barrio se ha ido hundiendo en la miseria y la decadencia como consecuencia de la crisis que tan duramente afectó a la Argentina.

“Antes esto no era así, la gente tenía trabajo, vivía humildemente pero con dignidad. Pero ahora hay mucha violencia, muchos abusos. Duermen cinco en una cama. El padre viene borracho y no sabe con quién tiene relaciones”, me explica.

De todas las casas que visitamos para recoger testimonios de la vida en el barrio, hay una sola a la Isabel no quiere entrar. Dice que está muy enfadada con la madre de la familia. Después me entero de la razón. Tenía una pareja que abusaba de sus hijos pequeños.

“Pusimos la denuncia y ella la sacó. Me dijo: ¿cómo voy a dar de comer a los pibes si él me deja”, afirma con enfado Isabel. “Yo creo que Chiqui, su hija, está enganchada al paco porque vio lo que ese tipo le hacía a sus hermanos y se quedó traumatizada”.

Los «pibes chorros»

La droga avanza debido a la ausencia de esperanza, de posibilidades de progreso, de la marginación. Ninguno de los jóvenes que he conocido en los días que he pasado en el barrio, ha terminado los estudios básicos.

Abandonan la escuela cuando entran a la adolescencia. Algunos comienzan a trabajar, pero la mayoría pasa el día en las angostas callejuelas del barrio. Van armados, beben, consumen drogas, se suman a la cultura de la violencia, “del aguante”, como ellos la llaman. Se la juegan en cada robo, en cada enfrentamiento con la policía, con jóvenes de su barrio, de otros barrios.

Las chicas forman parte de este submundo de cumbia, de revólveres calibre 38, como las novias, las amantes de los “pibes chorros”, y con muy pocos años, quince, dieciséis, diecisiete, ya se quedan embarazadas, ya empiezan a cargar con más y más niños.

Los tranzas (traficantes) saben quiénes están pasando necesidades. Entonces van y le ofrecen vender el paco en sus casas”, me explica Isabel. “Yo le decía a una vecina, Sandra, dejate de joder, que vas a «caer en cana» (ir presa). Y ella me decía que lo hacía por sus pibes. Ahora me pidió que le saliera de testigo en el juicio y yo le dije que no”.

Dar de comer

Isabel Vázquez tiene 50 años. Vino del Paraguay, aunque ya no le ha quedado rastro de acento guaraní. En la casa que era de su madre dirige la organización Manos Solidarias, cuya punta de lanza es un comedor con el que alimenta a unas 500 personas.

Es a través de este punto de encuentro diario con las mujeres del barrio, que conoce sus problemáticas, que intenta ayudarlas a salir a adelante, a encauzar a sus hijos.

Su socia en esta iniciativa es Alicia Romero. Por lo poco que pude que ver, Alicia, que es menos pasional que Isabel, le brinda un contrapunto más sosegado.

“A Alicia la conocí hace mucho tiempo, pero nos hicimos amigas cuando mi hijo cayó presó. Yo no quería ir a la cárcel a verlo. Yo no le enseñé a robar, pero Alicia, que tiene otra forma de ver las cosas me dijo: Andá a verlo que es tu hijo. Sino va a volver con más odio. Tenés que llevarle cosas y mostrarle que lo querés a pesar de todo».

Como otras madres

Isabel y Alicia se dijeron un día que no podían seguir viendo cómo los jóvenes del barrio perdían sus vidas a causa del paco. “Como las Madres de Plaza de Mayo, empezamos a salir marchar con carteles, en silencio, frente al kiosco que vendía paco”, me dice Alicia.

La primera marcha tuvo lugar en julio de 2006. A las siguientes se fueron sumando más y más madres hasta que las autoridades no pudieron seguir ignorando lo que todos sabían. La intervención policial tuvo lugar en noviembre.

“Un día llegaron varios policías y allanaron el lugar. Adentro había zapatillas, celulares, bicicletas que los pibes que consumían le había dado a los tranzas a cambio de droga”, señala Isabel.

El camino de vuelta

Claro que la desaparición del principal punto de venta de droga del barrio, al que los chicos se dirigían “como muertos vivientes”, no terminó con el problema, pero sí sirvió a Alicia e Isabel para que recibieran muchísimos apoyos, ya que los medios se hicieron eco de la historia, y las bautizó como las nuevas Madres del Paco (pues acciones similares había sido tomadas por otras mujeres en barrios de chabolas).

En el lugar donde estaba el kiosco de paco, que les fue otorgado por la Municipalidad, planean hacer un centro en el que brindar seminarios y cursos.

Mientras preparan su centro cultural, Isabel y Alicia intentan llevar a los chicos al CPA, para que recorran el camino hacia la desintoxicación. No es una labor sencilla. Primero, por el alto nivel de adicción que genera el paco, que rápidamente destruye la salud de los jóvenes. Después, por la presión del grupo, de los demás “pibes” del barrio.

“Cuando uno viene a hablar conmigo, los otros le dicen que es un «refugiado», un «gato» (policía). Inmediatamente queda fuera del grupo”, afirma Alicia.

Lo que han hecho es montar una cooperativa en la que pueden trabajar los jóvenes que salen de la cárcel y que no quieren volver a la droga. En el vecino mercado de la Salada, el más grande de América Latina, gestionan un aparcamiento.

¿Los padres del paco?

Asisto a una reunión entre la gente del barrio y los Ministros de Salud y Seguridad de la Provincia de Buenos Aires, que en sus primera semanas en el cargo se han acercado para escuchar, para conocer de cerca los problemas. Me sorprender ver que la mayoría de quienes se congregan en la maltrecha escuela local son mujeres.

“No tenemos hombres, ¿no ves? Todo lo hacemos las madres. ¿Por qué no hay padres contra el paco? Cuando el hijo sale torcido, el padre se desentiende. Le dice a la madre: Es tu hijo, tenés que hacerte cargo. Pero si el hijo le sale bueno, si estudia y es bueno, entonces sí es su hijo”, me dice Isabel.

“Los padres también dicen: Yo no puedo perder el tiempo, tengo que trabajar”, señala Alicia.

Una esperanza

No sé si la encomiable labor de Isabel y Alicia, en condiciones ciertamente precarias, con mucha buena voluntad pero quizás sin la capacidad organizativa necesaria, podrá transformar la historia del paco en ese lugar miserable y olvidado que es Villalamadrid.

Lo que sí ha hecho es mandar una señal de esperanza, de otra clase de «aguante» frente a la adversidad (que tanta falta hace en Argentina). Se puede hacer algo, se puede luchar contra la pobreza, contra la sensación de derrota que parece imperar en el barrio.

Un mensaje indispensable para la sociedad si se tiene en cuenta que el último estudio sobre consumo de «paco» entre los jóvenes de Buenos Aires, señala que el 42% lo hace de forma habitual.

Quizás pueda servir de aliento a Mara, esa madre de veintipocos años que en frente a su caseta me dijo que sabía que sus hijos, que ahora tienen dos y cinco años, cuando sean grandes muy probablemente terminarían enganchados al paco.

“Es algo con lo que una vive, viste”, afirmó mientras sostenía a la pequeña en brazos.