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Hernán Zin está de viaje por los lugares más violentos del siglo XXI.El horror de la guerra a través del testimonio de sus víctimas.

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Morir para contar en Birmania: un año del asesinato de Kenji Nagai

Al volver a observar la imagen de los últimos momentos de vida del reportero japonés Kenji Nagai, me sorprendo al descubrir que, a pesar del impacto de bala que lo había dejado en el suelo, insistía en seguir grabando, levantaba con obstinación la cámara al paso de los soldados y policías. Un último gesto de coraje y profesionalidad que define en buena medida su compromiso vital con el periodismo.

Nagai llevaba 20 años cubriendo conflictos armados. Había avanzado junto a la Alianza Norte en Afganistán en diciembre de 2001. Había estado a los pies de la estatua de Sadam Hussein en Bagdad cuando fue derribada el 9 de abril de 2003. Se había encontrado en Gaza en el momento del asesinato por parte de fuerzas israelíes de la familia Galia en la playa de Yabalia.

El fotógrafo japonés Aika Kano, que trabajó con él en Irak, asegura que era una persona “con un fuerte sentido de la justicia y a la que le preocupaban especialmente los derechos humanos».

El hecho de que se dirigiera desde Bangkok a Birmania por iniciativa propia, haciéndose pasar por turista – lo que explica las pequeñas dimensiones de su cámara y el atuendo informal que llevaba en el momento de ser asesinado -, también da testimonio de la forma en que realizaba su labor de reportero.

Protesta y recuerdo

El pasado lunes, amigos, familiares y compañeros del periodista japonés se dirigieron a la embajada de Myanmar en Tokio para entregar más de 100 mil firmas. Al frente de la comitiva estaba Noriko Ogawa, su hermana, que dos días antes, en la fecha exacta del aniversario de su muerte, le había rendido tributo en Imabari, el pueblo que lo vio nacer, junto a cientos de personas.

Además de exigir que se castigue a los responsables del asesinato, pidieron a las autoridades de Rangún que les devuelvan la cámara que estaba empleando en el momento de su fallecimiento.

Aunque el asesinato del reportero japonés Kenji Nagai ha sido uno de los más abiertos y difundidos que ha sufrido el periodismo en los últimos años, nada se ha hecho aún para juzgar a los responsables.

Kenji Nagai, que el pasado 26 de agosto hubiese cumplido 51 años, se encontraba filmando las protestas populares lideradas por monjes budistas contra el gobierno dictatorial de Myanmar cuando recibió un disparo que hizo que muriera desangrado en la calle.

Hasta ahora el régimen de Rangún, que hace poco dejó en el libertad a más de nueve mil reclusos -entre los que el periodista U Win Tin, que llevaba 19 años en prisión –, no ha respondido a las presiones del gobierno de Japón y de las asociaciones de prensa de todo el mundo.

Y resulta muy probable que nunca lo haga. Ya en su momento el periódico oficialista The New Light of Burma afirmó que se trató de un accidente causado por la actitud temeraria del periodista japonés que «invitó al peligro» al decidir confundirse entre quienes protestaban.

Con la cámara en alto

El año pasado murieron 87 periodistas en el ejercicio de la profesión. Según algunos colegas de Nagai, éste solía repetir a menudo que “alguien tiene que ir a dónde nadie quiere”. Una suerte de mantra que empleaba para justificar los riesgos que tomaba.

Y así lo hizo, hasta el último día, cuando en lugar de quedarse atrincherado en el balcón del hotel salió para sumarse a la multitud con su pequeña videocámara y sus bermudas grises.

Esa decisión que critican los militares que desde 1989 no sólo mantienen bajo arresto a Aung San Suu Kyi, sino a toda una nación, pero que para nosotros no es más que una muestra del compromiso de un hombre, de su intento por convertir las cifras en nombre y apellidos, en rostros, voces y miradas, como ese último gesto de seguir con la lente en alto cuando ya se encontraba en el suelo.