Viaje a la guerra Viaje a la guerra

Hernán Zin está de viaje por los lugares más violentos del siglo XXI.El horror de la guerra a través del testimonio de sus víctimas.

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Regreso a la escena del crimen junto a Cormac McCarthy

Acabo de regresar a la escena del crimen. El mismo escritorio, las mismas vistas que hace exactamente hace un año, cuando me senté a escribir Llueve sobre Gaza con tantas angustias y miedos, con tantas prisas e incertidumbres. Un proceso en el que vuestra voz amiga, cómplice y consejera, constituyó un referente sin el cual quizás no hubiese llegado al final.

Coloco el ordenador, la impresora, los apuntes (cada uno de los bártulos de mi despacho ambulante) y experimento, frente a esta mesa desordenada, sensaciones contrapuestas, de vértigo, de naufragio, de excitación. Por una parte deseos de hacer otra cosa en lugar de escribir el libro, de mandar todo a la mierda y aprovechar este magnífico día de sol y salir a la calle. La perturbadora certeza de que la vida se esconde en otra parte.

Por otra: la perentoria necesidad de ponerme a trabajar, de forjar y enlazar las historias sobre las que hemos estado reflexionando a lo largo de estas semanas, de enfrentarme a la verdad y comprobar si el proyecto de novela sobre los muros que nos dividen es viable, si se trata de un disparate o de un acierto.

Un viaje por partida doble

Doce horas de vuelo, tranquilas, apacibles, en las que devoré un libro que os recomiendo fervorosamente. Qué gran sensación descubrir una obra que te conmueve, que te cambia la visión del mundo. Hacía años que no me sucedía. Justifica tantas lecturas frustradas, tantos títulos mediocres, encontrar una obra maestra.

Y, como todo descubrimiento, este tuvo algo de azaroso, de fortuito. Estaba buscando el último premio Goncourt, del que tan bien me han hablado, pero por equivocación, en las prisas del embarque, cogí el más reciente premio Pullitzer entre varios otros libros.

Recién me di cuenta de la equivocación en el avión, cuando estaba a miles de metros de altura, y cuando ya la trama me había atrapado de forma tal que no podía dejarla, que debía llegar hasta el final así tuviera que molestar a los vecinos con la luz de lectura (mientras estos intentaban ver no sé que pésima película – perdón por los prejuicios – en la que Michelle Pfeiffer, que lanzaba rayos a través de los dedos, aparecía por momentos anciana y bellísima, y por momentos joven y bellísima).

A riesgo de parecer exagerado, afirmo que el libro en cuestión tiene la categoría de un clásico universal, la primera gran obra engendrada en el siglo XXI. Y en cierta medida agradezco que su hallazgo fuera fortuito, pues la historia rectora podría parecer realmente simple, trillada, algo así como un encuentro entre Mad Max y Stephen King. En un mundo devastado, en el que pocas cosas quedan en pie, un padre y su hijo viajan por la carretera, huyendo del frío y de los caníbales, en busca del mar. Las claves están en la poderosa prosa de su autor, Cormac Mc Carthy, y en los diálogos entre padre e hijo.

Ayer volé sobre los contornos de África, surqué el Atlántico, me sumergí a la altura de las Guyanas en este gran continente americano. Pero fue un viaje por partida doble, pues parte de mí estaba en un tiempo imaginario, junto a los protagonistas de La carretera, en un periplo que es una metáfora de nuestros tiempos, del capitalismo salvaje, de la guerra, de la destrucción del medio ambiente, de la incomunicación entre los hombres. Y un consejo queridos amigos, dejad lo que estéis haciendo, romped la hucha, compradlo, robadlo o lo que sea. Y leedlo, leedlo, leedlo…

Entre muros

Desembargo en Buenos Aires, un poco confundido, sin saber bien en qué plano de la realidad estoy. Aún laten en mí las voces de esa obra que acabo de terminar de leer y ante la cual me siento pequeño e insignificante y me pregunto si vale la pena que escriba una palabra.

Es de noche. El perfil de Buenos Aires despunta tras la autopista Richieri. Ciudad de luces, de pasión, de brutales contrastes. Y los muros que dividen a América Latina se hacen patentes, emergen, allí donde miro. Los guardias de seguridad en los edificios y los cartoneros que hurgan en la basura. Los coches de lujo y los niños que piden en las esquinas.

Un territorio de muros intangibles pero omnipresentes, que condicionan la vida de todos. Los que no tienen para comer y los que tienen miedo de que los atraquen, los secuestren y los despojen a punta de pistola de sus privilegios. Aunque hace un día de sol radiante, aunque parte de mí sigue en la carretera junto a Cormac McCarthy, me pongo a escribir…