Viaje a la guerra Viaje a la guerra

Hernán Zin está de viaje por los lugares más violentos del siglo XXI.El horror de la guerra a través del testimonio de sus víctimas.

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Desayuno en la jaima (despedida del Sáhara)

El desayuno está listo. Y a la jaima llegan vecinos, amigos e invitados eventuales como Mohamed, el joven profesor de escuela que me hace de traductor, y Sidbeihn, el responsable del todoterreno con el que me muevo por el desierto. Este último, antiguo conductor de tanques durante la guerra, se pone a preparar el té. Con enorme paciencia pasa la bebida de vaso en vaso hasta que coge el tono, el nivel de espuma y el calor justo para ser servida.

El ritual del té parece marcar el generoso ritmo de la vida social en el Sáhara. Apenas entras a una jaima lo primero que hacen es sacar el paño que cubre los vasos de cristal, avivar las llamas de fuego y comenzar a prepararlo. Suelen ser tres rondas. Dicen que la primera es de gusto amargo como la vida. La segunda, dulce como el amor. Y la tercera, suave como la muerte.

Dentro del ajuar saharaui, los utensilios del té constituyen la parte más apreciada y nunca se abandonan. Sidbeihn me muestra cristales de acacia – ese árbol de lánguidas ramas que se encuentra en toda la geografía del continente africano – y me dice que se los coloca no por el sabor sino porque sirven de antídoto para las picaduras de escorpiones.

Al mismo tiempo por la jaima circula un cuenco blanco con un líquido agrio y espumoso en su interior, leche de camella, que familiares, amigos, vecinos y visitantes eventuales comparten mientras el pan y la mantequilla se despliegan sobre las alfombras.

La convesación sigue irrefrenable. El turno de preparar el té le ha tocado a Fatimetu, una de las jóvenes de la familia, que con elegancia distribuye los vasos sobre la bandeja. Más gente entra y sale de la jaima. No hay prisas. Y todo el que aparece es bienvenido con esta hospitalidad tan propia de los habitantes del desierto por antonomasia, el pueblo saharaui, y que aún perdura en la cultura árabe como lo he comprobado en los cientos de tés, cafés e invitaciones a comer que me han hecho a lo largo del último año desde Gaza hasta Líbano.

Otra de las costumbres a las que hemos renunciado en el mundo rico: tener las puertas de casa siempre abiertas a las visitas, mantener estrechos vínculos con quienes nos rodean. Quizás sea porque nos han convencido de que no necesitamos a nadie, de que solos somos menos vulnerables, estamos más tranquilos y seguros, respondiendo así al ideal «individualista» sobre el que se asienta nuestra sociedad.

Quizás se deba a las prisas con las que vivimos, con estos trabajos que nos arrancan de casa al alba y nos devuelven exhaustos al atardecer. O a que nuestros vehículos de esparcimiento, como la televisión o la videoconsola, resultan sumamente alienantes. O a que los fantásticos micropisos que pasamos pagando cuarenta años nos obligan a tener que turnarnos para poder entrar al salón si cometemos la torpeza de invitar a más de un par de amigos al unísono.

Lo cierto es que hemos llegado al extremo de no saber cómo se llama la persona que vive en la puerta contigua, no nos interesa, y ni siquiera nos planteamos que tal vez algún día podamos llegar a necesitar su ayuda o su compañía. Una sociedad que se cree en la cúspide del desarrollo humano, que se considera un referente de valores para el resto del mundo, pero en la que todos los días salen noticias en los periódicos de ancianos que pasaron días muertos en sus casas sin que nadie se hubiese enterado, y en la que muchos de ellos transitan los últimos años de sus vidas en asilos, escindidos irreparablemente del afecto de sus hijos y nietos, como objetos incómodos, carentes de utilidad, en este parte del planeta en que la juventud parece ser otro de los bienes supremos.

Una realidad que nos convierte en un pueblo en extremo volátil, manipulable, ya que carecemos de las voz de la experiencia, del legado añejo de nuestros mayores, en franca contraposición a esa comunidad ideal, verdadera cima de la fraternidad y la justicia, que describía Tomás Moro en su Utopía.

Después del desayuno encuentro a Mahmud recostado contra el colchón en el que paso las noches. Como hoy es viernes no va a la escuela. «¿Qué quieres?», le pregunto al atisbar que algo espera de mí, aunque no sé bien qué. «¿El Ipod?», le digo señalando la mochila. «No», me responde meciendo la cabeza.

Una pausa en la que esboza una pícara sonrisa. «¿Entonces?», insisto. Y, sin pudor, extiende la mano hacia mi cámara de fotos. «Mira que la uso para trabajar, ten cuidado», le digo. Aunque ya es tarde, se la ha colgado alrededor del cuello y comienza a retratar a su familia y amigos. A partir de ahora las fotos del blog serán autoría de Mahmud que, os lo adelanto, es todo un talento, un incipiente Henri Cartier-Bresson del desierto…

Continúa…