Viaje a la guerra Viaje a la guerra

Hernán Zin está de viaje por los lugares más violentos del siglo XXI.El horror de la guerra a través del testimonio de sus víctimas.

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Los pulmones del desierto

Retomo la narración donde la ha dejado mi buen amigo José Ángel Esteban, en esta suerte de historia a cuatro manos que estamos entretejiendo desde el Sáhara. Los ecos de la antigua Villa Cisneros, el anochecer en el desierto y las pequeñas manos de Lala en la penumbra.

Supongo que ha sido la sucesión de viajes la que ha que mi cuerpo se descompense y que me cueste tanto dormir a pesar del cansancio. Sin embargo, debo confesar que ayer a la noche me lo tomé con calma, y hasta como un regalo, ya que mientras la familia dormía en la jaima silenciosamente cogí una manta, salí y me tiré sobre la arena a observar las estrellas, fascinado, una vez más, carente de palabras, ante la profusión y diversidad de luces que poblaban el firmamento.

Una ducha rápida – un cubo lleno de agua y una jarra – en la breve habitación de adobe que sirve como baño a la familia con la que vivo. Un desayuno basado en pan casero, de gusto ligeramente ácido, un poco de mantequilla, café con leche de cabra. Y después, aprovechando que es temprano y que el calor aún no aprieta, una larga y reconfortante caminata hacia la casa del doctor Brahim Maatala, que ayer se ofreció a hablarme de la situación sanitaria en el Sáhara.

Como muchos otros saharauis, Brahim estudió en Cuba. Llegó allí cuando tenía 15 años de edad y se quedó durante más de una década hasta graduarse de médico. A lo largo de ese tiempo no vio a su familia.

Regresó al Sáhara en el año 2005. Es uno de los cuatro médicos que hay en el campamento de Dajla (que cuenta con 28 mil habitantes). El hospital presenta un aspecto cuidado. Y, como hoy es viernes, no se percibe demasiado ajetreo. Ibrahim pasa consulta cuatro días por semana. Ve a unas cincuenta personas por jornada.

«Las principales enfermedades son diabetes, hipertensión arterial, alergia ocular, bronquitis asmática, gastroenteritis y anemia», me dice en su castellano de entonación árabe-caribeña. «Males relacionados con la dureza del lugar en el que vivimos».

Según me explica: el polvo que impera en el desierto, que todo lo cubre y complica y transforma, es el que afecta a los pulmones. El polvo y el sol son los que dañan la vista de gran parte de los saharauis. La alta presencia de metales en el agua es la que produce hipertensión. La poca calidad de esta última, que se saca de pozos y que se almacena en lugares a la intemperie, favorece la difusión de parásitos. También la magra dieta de este pueblo empujado al exilio, que vive en base a harina, verduras y carne de camello o cabra, se encuentra directamente relacionada con la anemia que prevalece en esta parte del mundo.

Avanzo al terreno personal y le pregunto a Ibrahim por el regreso al Sáhara después de Cuba: ¿le costó el cambio? ¿Le fue difícil pasar del mar, la libertad sexual y la multitud de oportunidades, al desierto, la férrea moral del islam y la ausencia absoluta de perspectivas profesionales?

«Siempre supe que iba a volver. Aquí está mi familia. ¿Qué hay mejor que la familia? Este es mi país. Debo mucho a esta gente, que es mi gente, por eso regresé apenas terminé la carrera. Claro que me enamoré en Cuba y que la vida era muy distinta, pero tenía que venir aquí para luchar por lo que es mío y de todos los saharauis».

Una enfermera nos interrumpe. Acaba de llegar un paciente con una aguda crisis respiratoria. Abre la boca, le cuesta respirar. Ibrahim lo revisa y ordena el ingreso. Otra muestra de la dura vida en el desierto, no sólo como consecuencia del tedio, de la falta de perspectivas de progreso, sino por su efecto en el físico, en la salud.

José Ángel Esteban, que llega más tarde al hospital escuchará otra versión, descubrirá otra forma de entender el impacto sobre la salud de este lugar en el que la tierra es aún más vasta que el cielo…