Viaje a la guerra Viaje a la guerra

Hernán Zin está de viaje por los lugares más violentos del siglo XXI.El horror de la guerra a través del testimonio de sus víctimas.

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De Afganistán al Congo: donde los relojes corren en sentido contrario

Las calles de Bukavu están tan plagadas de baches que cada desplazamiento se hace lento, tortuoso. Los edificios que las rodean, en ruinas y cubiertos de suciedad, hablan a través de sus fisonomías modernistas de tiempos pretéritos, de aquellos años de la colonización belga en que esta era considerada la ciudad más bella de África.

El mundo avanza, progresa, a trompicones, no pocas veces de forma injusta, autodestructiva en su relación con el medio ambiente, pero avanza. Sin embargo, hay sitios en los que ni siquiera se da este proceso, en los que las agujas de los relojes corren en la dirección contraria.

En este sentido ha sido muy curioso enlazar dos destinos: Afganistán y el Congo. Pues en ambos lugares uno tiene la sensación de que en términos generales todo ha ido a peor, de que las condiciones de vida son ahora mucho más duras que hace cincuenta años o cien años.

Basta ver, a grandes rasgos, los niveles de malnutrición, de mortalidad infantil, de una y otra época. Uno de los efectos más perversos de la guerra: su capacidad para detener, para anclar en el odio y la violencia, los avances personales y colectivos.

Kabul

“Kabul es una ciudad que crece rápidamente, donde altos edificios modernos se empujan frente a ajetreados bazares y grandes avenidas llenas con un flujo brillante de turbantes, jóvenes vestidos de forma alegre, niñas de escuela con minifaldas, y una multitud de caras atractivas…”, escribió en 1977 Nancy Dupree, en el libro A Historical Guide to Afghanistan.

Primero fue la invasión rusa, luego la guerra civil entre los muyahidines, y finalmente el régimen represor de los talibanes, los que convirtieron a la capital afgana en un lugar miserable, en una sucesión de edificios en ruinas que parecían más los restos de una excavación arqueológica que el andamiaje de una urbe de cinco millones de habitantes.

Con la invasión de 2001, la ciudad ha tomado la típica fisonomía de los lugares donde desembarcan las fuerzas de EEUU. Aunque buena parte de la arquitectura ha sido reconstruida, ahora sus calles están atiborradas de muros de cemento, atenazadas por el miedo a un atentado bomba.

Todo un símbolo, al igual que Bagdad, del choque entre el integrismo de los noeconservadores y el de los extremistas islámicos (mucho más parecido en su discurso centrado en Dios, y en su pensamiento monolítico y sin fisuras, de lo que podría parecer a primer vista).

Los niveles de pobreza en Kabul siguen siendo apabullantes. Niños que trabajan, mujeres que mendigan, aunque ahora, en medio de la paranoia y las sirenas de los todoterreno en los que se mueven militares y diplomáticos con la protección de los hombres de empresas privadas como Dyncorp.

Los relojes han vuelto hacia atrás en la capital del país del Hindu Kush, no se ven minifaldas sino burkas. Otra historia es la de la población rural, que siempre ha vivido en una suerte de medioevo, saltando de trifulca local en trifulca local, de guerra en guerra.

Bukavu

Las fotos del antiguo Bukavu también hablan de un regreso al pasado. Muestran una ciudad de arquitectura Art Decó bien propia de los años treinta y cuarenta (líneas curvas, estructuras tubulares y motivos náuticos).

Una urbe limpia, ordenada, de calles asfaltadas, cuando era conocida como Costermansville y constituía el centro administrativo de la colonia belga en los Kivus.

Repaso las imágenes amarillentas, marchistas de antaño. Busco los mismo edificios. Y hoy los encuentro tapizados de suciedad, con cartones a modo de cristales en las ventanas, atiborrados de familias que luchan por subsistir.

En el pasado, los turistas viajaban desde Europa para disfrutar de la belleza del lago Kivu. Se movían en trenes en los que gozaban de los mismos lujos que en la metrópoli. En la urbe había electricidad, agua corriente, hospitales. Hoy, apenas hay unas pocas horas de corriente al día y los centros de salud resultan casi inexistentes.

Claro que en aquellos momentos la población autóctona no gozaba de ninguno de estos privilegios (hasta tenía prohibido el acceso a ciertas zonas). Es más, los colonizadores belgas la oprimían de forma brutal e inhumana, hasta tal punto que perpetraron un genocidio que costó diez millones de vida.

Después, cuando todo podría haber cambiado, llegó Mobutu Sese Seko, aliado de Occidente en la guerra fría, y máximo de dirigente de una cleptocracia despiadada.

Cuando él salió del poder, para morir en Marruecos en 1997, comenzó la guerra, que ha causado cinco millones de muertes. Al tiempo en que los relojes en Bukavu seguían atrasando, continuaban avanzando en la dirección contraria.