Solemos ver a las minas antipersona como un conjunto uniforme, pero lo cierto es que se presentan y actúan de formas muy distintas, dependiendo del modelo y del procedimiento según el cual son activadas.
El abanico de variedades resulta vasto y complejo. Toda una muestra de la creatividad humana, de su maravillosa capacidad para superarse en la gestación, como suele suceder tan a menudo, de objetos perversos.
Eso sí, un patrón une a las minas: cada una de ellas se comporta básicamente de la misma manera cobarde, sorda, indiscriminada. Sigue allí, cebándose con la población civil, cuando los conflictos han terminado.
Las víctimas
En el caso de Salem, la metralla se expandió de tal forma que no sólo le arrancó la pierna, sino que le causó daños irreparables en la vista, por lo que su vida cambió radicalmente, se quedó mermada a perpetuidad.
Salem, de 64 años, es uno de los cientos de pacientes cuya reinserción social coordina Alberto Cairo, que lleva 18 años en el país, a través de los centros de la Cruz Roja Internacional.
Otras casos se suceden en las salas de rehabilitación, en la consulta médica, como el de Amral, un miembro de la comunidad nómada kuchi, que perdió la primera pierna en 2001 y la segunda en 2006. Ambas como consecuencia de las minas antipersona.
Pero lo que más conmueven son los niños, que no faltan, que caminan sobre sus prótesis asidos a las paralelas que les sirven de apoyo y guía, así como el consejo y cuidado de los fisioterapeutas, para tratar de progresar, de llevar una existencia lo más normal posible.
Los esfuerzos
Uno de los aspectos que sorprende del centro de la Cruz Roja en Kabul – que tiene cinco réplicas en Mazar i Sharif, Herat, Jalalabad, Glbahar y Faizabad, en las que desde 1987 han atendido a 60.153 pacientes – es que todos los empleados locales son víctimas de minas antipersona.
A pesar de los cortes de luz, del calor insoportable, modelan las piezas de metal, de plástico, dan forma a las prótesis. Cuentan sus historias, en medio del ruido de las máquinas, igual de terribles que aquellas a los que intentan ayudar.
Por último, vale la pena recalcar del esfuerzo de Alberto Cairo y su equipo, que también otorgan microcréditos para que los mutilados puedan comenzar negocios, puedan salir adelante a pesar de todo.
Como conclusión, y a muy grandes rasgos, quizás la realidad podría dividirse en dos grupos. Por un lado está el esfuerzo de la gente que construye, que salva, y que tantas veces da la impresión de recibir escaso rédito económico y social (aunque seguramente no sea así en lo personal).
Y, en la acera contraria, la infatigable labor de quienes articulan el andamiaje de la industria de la «defensa», como eufemísticamente la llaman, a través de la fabricación de armas, de las empresas militares privadas.
Quizás sea por la actual situación de Afganistán, que resulta desgarradora, sumida en la miseria, la violencia y la injusticia, y que lleva a no observar con buenos ojos la tarea realizada en estos siete años tanto por la coalición internacional como por los políticos locales, la que hace que, al menos quién escribe estas palabras, albergue la lóbrega sensación de que los que marcan el rumbo de nuestra realidad no son los primeros, los Alberto Cairo del mundo, sino los otros, los que dan vida al fabuloso negocio de la guerra.