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Hernán Zin está de viaje por los lugares más violentos del siglo XXI.El horror de la guerra a través del testimonio de sus víctimas.

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La muerte de Sadam y una lección: sólo los dictadores amigos se salvan

Washington lo alentó a luchar contra Irán en una guerra de ocho años que terminó con la vida de un millón y medio de personas. En aquellos años, Donald Rumsfeld sacudió muchas veces su cándida mano de dictador, y le dio las armas químicas que, dos décadas más tarde, lo acusó de tener.

No importaba la brutalidad del líder totalitario, lo crucial era golpear como fuera a Teherán, ya que EEUU consideraba a Irán y al régimen islámico de los ayatolá la encarnación viva del mal, en esa visión tan maniquea del mundo que, de cara a las masas estadounidenses, lo presenta como una película de Hollywood en la que están los «héroes» y los «villanos», los que «luchan por la libertad» y los que intentan “destruir la civilización”.

Claro que Washington nunca entonó el mea culpa por haber sacado del poder en 1953 al líder nacionalista Mohammad Mosaddeq, que había sido elegido democráticamente, para restituir al Sha Reza Pahlevi que, con puño de acero reprimió y torturó a su propia gente a través de la policía política SAVAK y del apoyo militar de los EEUU.

Mohammad Mosaddeq había cometido el imperdonable error de querer nacionalizar los campos de petróleo, así que tenía que irse. Un gesto poco considerado por su parte: olvidar que nuestra civilización libre e igualitaria se basa justamente en el consumo desaforado de hidrocarburos.

Y los iraníes sufrieron 25 años más de represión hasta que la revolución islámica derrocó al sha (para imponer otro régimen totalitario, aunque con base teológica). Pero nadie pidió cuentas a Washington por su apoyo a la dictadura monárquica, ya que Reza Pahlevi había sido vendido a la opinión pública occidental como un hombre moderado, uno de los nuestros.

Sadam Husein, Augusto Pinochet, Rafael Videla, Mobutu Sese Seko… la lista de dictadores promocionados por Washington es extensa, lóbrega y hedionda. Y la lección parece inequívoca: puedes masacrar a tu gente, violar los derechos humanos, pero nunca te opongas a los designios de EEUU.

El ejemplo de Israel, en este sentido, resulta acertado. Un país que termina con la vida de dos mil civiles en cuatro meses, que ha montado un verdadero parque temático sobre el apartheid para que los palestinos aprendan historia y para que el resto de la humanidad la olvide (¿o era un parque temático sobre el gueto de Varsovia?, creo que no me fijé bien al entrar a Gaza y Cisjordania), pero que, como se trata de un amigo, todo se le perdona. Además, es formalmente una democracia, aunque niegue cualquier derecho a cuatro millones de palestinos.

Pero la hipocresía de Occidente tiene un límite. Al menos no se juzgó a Sadam por la invasión de Irán, ya que hubiese sido tirar piedras contra nuestro propio tejado. En primer lugar porque hubiese salido a la luz el apoyo de EEUU. En segundo lugar, porque no se puede sentar el precedente de juzgar a alguien por una invasión. Sino, qué será en el futuro de Bush, Blair y Aznar (que se pasea por los platós de televisión, sonriente, distendido, seduciendo a las presentadoras), que han provocado indirectamente más de 600 mil muertes con la aventura militar en Irak.

Tampoco se lo juzgó por Abu Graib. No vaya a ser que más adelante se lleve al banquillo a los líderes occidentales por haber caído en la tentación de crear su propio Abu Graib y no sólo en Irak, sino en Guantánamo y en las cárceles secretas de cuya existencia poco sabemos.

La muerte de Sadam Husein será recibida con alegría por los chiíes y kurdos que padecieron la brutalidad del régimen. Y es lógico. Pero millones de musulmanes la verán, con toda razón, como otro capítulo de la nefasta injerencia de Occidente en Oriente Próximo, al que condenó desde el principio al dividirlo en base a sus propios intereses, y no el de sus habitantes, tras la descolonización. Y al que sigue desestabilizando con sus constantes intervenciones, su hipocresía y su mala memoria.

Justo ahora que comienzan en el mundo islámico las celebraciones del Eid al-Adha, la fiesta del sacrificio y el perdón, comprobarán que para el dictador amigo caído en desgracia no hubo atisbo alguno de piedad.

Donald Rumsfeld, acusado ante la justicia por las torturas en Abu Grhaib

Tras los atentados del 11 de septiembre de 2001, Michael Ratner se convirtió en una de las voces más lúcidas y críticas del sistema judicial estadounidense.

Aunque su oficina se encuentra en el barrio chino de Nueva York, lo que hizo que fuera testigo directo de la barbarie de los ataques terroristas contra las Torres Gemelas,en todo momento se opuso a la reacción de patriotismo desmesurado, sin autocrítica ni fisuras, que se apoderó de la política de los Estados Unidos y de sus medios de comunicación. Una reacción que parece haber entrado en declive tras la victoria demócrata de la semana pasada.

«Si traicionamos los valores sobre los que se asienta nuestro sistema de vida, hemos perdido la batalla«, me dijo en marzo de 2005, en su despacho de Manhattan. Esa misma semana, el semanario Newsweek había publicado un polémico reportaje sobre las vejaciones por parte de los soldados estadounidenses a los detenidos en Guantánamo.

Michael Ratner lleva treinta años luchando por los derechos humanos en los Estados Unidos. Comenzó defendiendo a los ciudadanos que se oponían a la guerra de Vietnam. Después se dedicó a denunciar los abusos de sus país en América Central (demandando a Ronald Reagan por su apoyo a los contra).

Fue el primer abogado estadounidense en defender a los presos en Guantánamo. Una decisión que lo llevó a recibir amenazas, insultos y duras críticas por parte de muchos de sus colegas. Pero él estaba convencido de que, más allá de lo que hubieran hecho, los detenidos merecían saber por qué estaban siendo privados de su libertad; tenían derecho a recibir un tratamiento digno.

Hacerlos prisioneros sin respetar la Convención de Ginebra, negándoles asistencia legal alguna, fue un grave error, que nos devolvió a los tiempos anteriores a la Carta Magna, cuando el señor feudal decidía sobre el destino de sus súbditos sin darles la oportunidad de compadecer ante un tribunal o defenderse. Hizo que George Bush se convirtiera en un dictador equiparable a Pinochet”, me explicó.

En primer lugar, Ratner se opone a la tortura de los detenidos porque afirma que degrada a la sociedad que la practica, que mina su base moral. En segundo, porque no garantiza que las confesiones conseguidas de esta forma sirvan como evidencia en un juicio. Pero lo más importante es el profundo daño que infringe a la persona que la padece. En muchos casos, como ya se ha demostrado, a hombres arrestados por equivocación que, tras haber estado detenidos durante años, fueron liberados sin recibir explicación alguna.

“En Irak las tropas norteamericanas ofrecían recompensas a quienes entregaran a un miembro de Al Qaeda o a un talibán. Fue así como cientos de hombres inocentes, delatados por mero afán de lucro, por envidias o por viejas disputas, llegaron a Guantánamo. Muchos eran apenas adolescentes, otros eran ancianos pastores que nunca habían empuñado un arma. Todos padecieron terribles vejaciones”.

A medida que pasaba el tiempo, y que se demostraban como falsas las tesis que sustentaron la invasión de Irak, y salían a la luz los casos de torturas a detenidos en Guantánamo y Abu Grhaib, diversos estudios jurídicos y asociaciones de derechos humanos comenzaron a sumarse a la labor emprendida por Ratner al frente de la organización que preside: el Centro por los Derechos Constitucionales. Tanto es así que hoy son más de cuatrocientos los abogados que defienden a los presos musulmanes en prisiones norteamericanas.

Ratner estuvo en Guantánamo en 1992. Viajó a la base militar norteamericana para defender a un grupo de refugiados haitianos a los que el gobierno de los Estados Unidos no había dejado entrar a su territorio por estar enfermos de sida. El lugar le pareció un “auténtico infierno”, en el que los hombres, mujeres y niño rechazados por la administración norteamericana no tenían forma alguna de escapar del tremendo calor.

Mañana, Ratner presenta, junto al fiscal Wolfgang Kaleck y varias organizaciones de derechos humanos, una demanda contra el antiguo secretario de Defensa de los Estados Unidos, Donald Rumsfeld, por la tortura de doce iraquíes en Guantánamo y Abu Grhaib.

Es la segunda vez que lo intenta. En 2004, los jueces alemanes le dijeron que debían esperar a ver si la justicia estadounidense se hacía cargo del caso. Dos años han pasado sin que eso sucediera. Pero lo que es más importante aún, Donald Rumsfeld ha dejado su cargo, por lo que no cuenta con inmunidad.

La idea, según manifiesta Ratner, es tratar de conseguir una condena que mande una señal clara al mundo en contra de las torturas y las detenciones ilegales. Pero, sobre todo, contra la impunidad. Para que los gobernantes sepan que corren el riesgo de ser juzgados si caen en la tentación de violar los derechos humanos.