Viaje a la guerra Viaje a la guerra

Hernán Zin está de viaje por los lugares más violentos del siglo XXI.El horror de la guerra a través del testimonio de sus víctimas.

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Good Morning Sudán!!! (tiros, muertes y magnífica música en esta segunda semana de viaje)

Lady Liberty se coloca los auriculares, se acerca el micrófono a la boca, respira hondo y dice: Good Morning Sudan. Acto seguido pincha una canción de un grupo de hip hop de un campo de refugiados del norte de Kenia. Un tema poderoso, estructurado sobre una base rítmica compleja e inteligente, con uno de esos estribillos pegadizos que horas más tarde te descubres tarareando.

La música es extraordinaria. Esa canción y las que la suceden. Pero a Lady Liberty le falta fuerza. No sé por qué esperaba que, al frente a primera radio FM del Sur de Sudán, resultase enfática, rotunda, incontestablemente apasionada, y despertase a los oyentes del letargo de la guerra con un buen Good Moooooorning Sudan!!!!

Esta ha sido una semana de contrastes. Comenzó con un prolongado tiroteo el domingo por la noche. Sentado en la penumbra de la terraza del campamento podía ver al otro lado del Nilo Blanco los fogonazos de los Kalashnikov en su estúpido diálogo. Como medida de precaución nos habían ordenado apagar todas las luces.

Los demás huéspedes del campamento, desde asesores legales que han venido de Estados Unidos a ayudar al gobierno a redactar las normas básicas del país, hasta expertos en desactivar minas, médicos, enfermeros, miembros de Naciones Unidas y periodistas, aventuraban teorías. Justo, al otro lado del río, está el campamento de una empresa rusa que realiza exploraciones en busca de petróleo.

David, un ex militar estadounidense que luchó en Irak, y que ahora trabaja para una empresa de seguridad, afirmó con su acento sureño de vocales masticadas como chicles: “Seguramente algún sudanés que no estaba contento con el sueldo fue a casa, cogió el Kalashnikov y volvió a buscar lo suyo. Escucha, esos disparos son de alguien que no sabe utilizar el arma, los del sudanés cabreado. Esos, que suenan profesionales, son los de los guardas de las empresa”.

Me fui a dormir con una extraña sensación. Es la primera vez que intento conciliar el sueño bajo la ahogada furia de las balas. Ante todo, experimenté una profunda soledad. Me sentí más lejos que nunca de mi familia, de mis amigos, de mi casa en Madrid. Tuve ganas de estar ya de vuelta.

Como aquí hay un solo periódico, el Juba Post, que sale una vez por semana, resulta difícil estar al día con las noticias. Lady Liberty no pasa información en su radio. Sí tiene un espacio al mejor estilo Gemma Nierga en la Cadena Ser en el que hablan los niños. Muy simpático, entrañable, pero tampoco es lo que esperaba en Radio Liberty.

Finalmente, el lunes por la tarde supimos, por miembros de Naciones Unidas, que el tiroteo había sido entre tropas del gobierno del sur de Sudán y miembros del LRA (el ejército de Joseph Konny). En total habían muerto nueve personas. Lo extraño del asunto es que, al mismo tiempo, Konny estaba reunido en las afueras de Juba, en un lugar secreto en la selva, con la comisión junto a la que negocia un hipotético acuerdo de paz. El hombre al que había soñado con ver no se animó a venir a Juba, se mantuvo en la distancia, mientras sus hombres mataban a nueve personas en el tiroteo. Todos campesinos inocentes.

El martes hubo una reunión en el restaurante de la terraza de nuestro hotel de altos jefes militares del SPLA. Era una cena que llevaba semanas programada. Sin embargo, varios huéspedes del campamento se fueron a quejar al director, un australiano con aspecto hombre de las cavernas. “Es una provocación traer a toda esta gente del ejército. Si las tropas del LRA lo saben, van a empezar a disparar desde el otro lado del río”, afirmó Amy, que trabaja también para una multinacional especializada en seguridad.

Por mi parte, al ver que la terraza de nuestro campamento se llenaba de un centenar de hombres con toda clase de uniformes y armas, cogí mi cámara y, con cierto disimulo, me puse a hacer fotos. El director del campamento vino furioso a verme: “Uno de los generales dice que tu cámara lo está poniendo nervioso”. A lo que yo le respondí: “Y a mí me está poniendo nervioso tener que cenar rodeado de pistolas, rifles y lanzagranadas”.

Después, con mi buen amigo Sergio, nos reíamos. Tienes a más de cien soldados armados hasta los dientes, y aparece un tipo con una Canon colgada del hombro y se sienten incómodos, desconcertados. Ya sabéis militares del mundo: dejad las armas y coged cámaras de fotos. Volveréis loco al enemigo.

Un apunte final sobre las empresas en Sudán. Le mando un correo electrónico a una buena amiga periodista en Londres, colaboradora de The Guardian. Le pregunto por ciertas compañías que están operando aquí, que son parte del negocio de la posguerra. “Son las mismas que están en todas las guerras: Irak, Bosnia, Afganistán. Algunas tienen un historial muy oscuro de corrupción”, me responde.

Hablado con David, el vaquero que trabaja para una empresa americana de seguridad. Me dice que la posguerra ahora la gestiona empresas privadas porque son más eficientes. “A los funcionarios no los pueden echar. A nosotros sí. Si no hacemos bien nuestro trabajo, estamos en la calle”, me explica.

Pero mi amiga del periódico es terminante: “Me parece inmoral que la gente que empieza la guerra sea la que luego se haga rica con el negocio de la reconstrucción, como Dick Cheney y Halliburton en Irak”.

Lady Liberty está por finalizar su programa. Lleva media hora hablando sin parar. Quiero escuchar más música pero no tengo oportunidad. Malcom Webb, mi amigo periodista inglés, me explica que también a él le gustaría que Lady Liberty le diera más marcha al asunto. “Pero así es el estilo aquí, es una cuestión cultural, hablan muchísimo ya que no tienen prisas”, me comenta. Uno de los aspectos más positivos de la radio es que pasa anuncios de personas perdidas, lo que resulta muy útil en esta sociedad fragmentada y atomizada por la guerra.

Malcom tiene 24 años, y lleva meses trabajado como becario, primero en el norte de Uganda, en una radio de los karamajong – un grupo de indígenas que van semidesnudos y armados – y ahora en Sudán, al frente de la programación de Liberty, la primera FM del sur. A pesar de su corta edad, un viajero avezado, que se mueve en transporte público, más allá de los peligros. Y un periodista de raza, apasionado, curioso, excelente narrador de historias, de los que hacen la profesión a pie de calle, junto a la gente. Toda una inspiración.

Tú, esclavo

Los árabes nunca la llamaban por su nombre. Cuando querían dirigirse a ella le decían: Hoy, habit (que en el árabe de Sudán quiere decir: Tú, esclavo). Y ella, por miedo a recibir una paliza, o a que la privasen de su escasa ración diaria de comida, bajaba la cabeza y hacía todo lo que le pedían. Su nombre es Selua. Y ahora que la guerra ha terminado, y que los árabes se han ido, lo repite en voz alta, orgullosa, demorándose en cada letra: S-e-l-u-a.

Selua llegó a Juba, bastión musulmán en el Sur, huyendo de los combates en su aldea natal. Y se alojó en la choza de una parientes lejanos, junto a un cuartel de las tropas del Norte. Una noche, dos soldados, que seguramente la habían visto durante el día, entraron por la fuerza, la cogieron diciendo que era una espía de las tropas del Sur y la llevaron al cuartel. Allí fue violada por cinco hombres. En esos momentos Selua tenía 16 años.

Al día siguiente otro militar la sacó de la choza y la llevó al cuartel. Y así, noche tras noche, durante diez años, hasta el pasado mes de noviembre, cuando las tropas árabes comenzaron a salir de Juba tras la firma de la paz entre el Norte y el Sur.

También las vecinas de Selua eran arrancadas de sus chozas. Y miles de mujeres jóvenes en toda la ciudad. “¿Qué íbamos a hacer? ¿A quién íbamos a protestar? Si los que mandaban en esta ciudad eran los que nos violaban”, señala Selua, explicando que también hubo casos de mujeres casadas que eran vejadas cada noche, cuyos maridos debían permanecer en silencio, sin protestar, si no querían ser asesinados.

También durante el día, la vida de Selua resultaba sumamente difícil. Cuando iba a hacer cola para conseguir la comida que llegaba a Juba en avión desde el Norte, los soldados le pegaban, la empujaban, la maltrataban, como a tantas otras mujeres. Si la llamaban, Hoy, habit, debía acercarse, con actitud humilde y hacer caso a todo lo que le indicaran. Ante todo, sabía que no debía mirarlos a los ojos. Eso los sacaba de quicio y provocaba su ira. Solían agredir a las mujeres con el filo de sus machetes. Y, en casos extremos, pegarles un tiro allí mismo con el Kalashnikov. Se imponían a la población civil, que los superaba numéricamente, mediante el terror.

“Para una vida como la que yo tuve, mejor no vivir”, afirma Selua, cuyo cuerpo está cubierto de marcas por las enfermedades sexuales que padece. “Al menos ahora tengo comida, y quizás algún día olvide todo lo que sufrí, me case y tenga hijos. Hace un año no me habría animado a mirarte a los ojos, estaba tan delgada y enferma que no parecía un ser humano”.

Hoy Selua tiene una pequeña tienda de paja y adobe en la que vende té a los transeúntes en Juba. De las historias que he conocido en estas dos semanas en el sur de Sudán, la suya es la que más me ha conmovido.

Un ejército de niños

Se llamaba el Ejército Rojo. Estaba compuesto por niños. Pequeños que habían perdido a sus familiares durante los ataques de las tropas del Norte de Sudán, o que se habían separado de ellos durante la huída, y que eran reclutados por las milicias del SPLA en su larga lucha por liberar al Sur del país del yugo de la administración de Jartum.

Solían ser hijos de campesinos humildes. Iban descalzos; pasaban hambre, frío. Algunos no llegaban a los doce años de edad. El arma que se les asignaban era el AK 47, ya que es un fusil pequeño y liviano. Luchaban porque lo habían perdido todo y ahora su familia era el ejército.

Angelo Lakú Yanga

Durante la guerra, Juba era el bastión de las fuerzas árabes en el Sur del país. Por esta razón, los africanos de la ciudad vivían sometidos a constantes abusos y vejaciones. Cuando las autoridades del Norte decidieron que toda la educación se haría en árabe y tendría como centro el Corán, los jóvenes negros, mayoritariamente cristianos, salieron a protestar. Angelo Lakú Yanga, de trece años, terminó en la cárcel.

Al abandonar la prisión, su madre le dijo que debía dejar la ciudad, pues su vida corría peligro (los soldados árabes habían matado a su padre). Y él así lo hizo. Cruzó durante la noche el puente sobre el Nilo Blanco y partió rumbo a los campamentos de refugiados en Uganda. Pero en el camino se encontró con las tropas del SPLA que lo sumaron a sus filas.

Combatió durante tres años. Participó en la famosa escaramuza en que el SPLA venció a los tanques enviados por Saddam Hussein para ayudar al ejército del Norte. Carros de combate que todavía están allí, en las afueras de Yei, destruidos, oxidados, cubiertos por la vegetación.

Después se fue a un campo de refugiados en Uganda, donde encontraría a su madre y a sus siete hermanos, que habían terminado huyendo también de la represión en Juba. Recibió educación en la escuela de una misión italiana. Más tarde estudió Administración de Empresas con una beca del gobierno ugandés en Kampala.

Hoy tiene 26 años y trabaja en la primera radio FM del sur de Sudán. Es el encargado de programación. “No me arrepiento de haber sido niño soldado. Peleé por la libertad de mi gente”, afirma Angelo, que pertenece a la tribu bari, originaria de Juba. “Y ahora que somos libres, que hemos alcanzado nuestro objetivo, no podemos bajar la guardia y debemos comenzar a luchar contra la pobreza”.

David Alen Deng

David pertenece a los dinka, el grupo étnico que predomina en el sur de Sudán. Se crió en una apacible aldea, entre chozas de paja y adobe. Sus padres eran campesinos que no sabían leer ni escribir. Un día el ejército del Norte invadió la aldea. Tenía cinco años y sobrevivió porque tuvo tiempo de refugiarse en la jungla. El resto de su familia murió.

Unos vecinos lo llevaron hasta el campo de refugiados de Kakuma, en el norte de Kenia. Allí, años más tarde, sería entrenado para formar parte del Ejército Rojo, que en su momento de esplendor tuvo más de 30 mil niños.

“El corazón de los niños no tiene misericordia, por eso son tan buenos soldados”, dice David, que peleó hasta que un impacto de metralla lo obligó a volver a Karkuma. “Yo sé que no voy a llegar a viejo porque he sufrido tanto, he pasado tanta hambre en la guerra, tanto dolor, que mi cuerpo se ha resentido y no podré vivir demasiado”.

Ahora David es empleado de Naciones Unidas en Juba. Tiene 27 años. Gana 300 euros al mes. Y espera que su país alcance definitivamente la paz.

Daniel Bior Ajíh

Mientras que las tropas del SPLA se dedicaban a atacar las instalaciones e infraestructuras de los árabes, estos, como estrategia, aterrorizaban y masacraban a la población negra, acusándola de colaborar con los rebeldes.

Durante los primeros años de la segunda guerra entre el Norte y el Sur, que comenzó en 1983 y terminó en 2005, los generales del SPLA vieron que los jóvenes negros, segregados por los árabes, no podían acceder a educación. Entonces organizaron un programa que consistía en coger a los más brillantes de las aldeas para llevarlos a Etiopía, donde asistirían a la escuela. A los militares les preocupaba no tener jóvenes cualificados que pudieran sacar adelante el país cuando lograran la independencia.

Daniel fue uno de los niños elegidos. Tenía diez años. Lo llevaron a Etiopía. La educación también incluía formación militar. La caída del régimen comunista de Mengistu en Etiopía, aliado del SPLA, los obligó a buscar refugio en los campos de refugiaos en Kenia en 1991. Desde allí caminaba hasta el sur de Sudán con los demás niños soldados para entrar en combate.

Alto, supera los dos metros, Daniel acaba de llegar a Juba en busca de trabajo. “Di mi infancia por la libertad del país”, señala con orgullo. “Y lo volvería a hacer. Pero ahora voy a trabajar por la paz, porque no me gustaría que mis hijos pasasen por lo que yo pasé”.

La guerra del fútbol (o cómo ver el Mundial en Sudán y no morir en el intento)

No suelo seguir demasiado el fútbol. Ni entiendo los nacionalismos acérrimos viviendo en un mundo tan maravillosamente diverso como el nuestro. Pero sí me apasiona el Mundial. Me gusta el fascinante encuentro de culturas que genera, el enfrentamiento en igualdad de condiciones (como no sucede quizás en ningún otro ámbito), y el lenguaje universal al que da vida.

Para alguien que está siempre en la ruta como yo, poder decir ¡Maradona! y tener la capacidad arrancar una sonrisa, un guiño de complicidad, a un militar chino en el Tíbet, a un vendedor ambulante en Irán o a un minero en Potosí, es todo un lujo, una excelente excusa para romper el hielo y comenzar una conversación. ¡Maradona!

Debo admitir que me entusiasmaba, mientras preparaba el viaje, saber que iba a pasar el Mundial en Sudán. Vislumbraba que iba a ser algo especial. Y así es. Continúa el hambre, la miseria, la violencia, pero al menos durante un par de dos horas al día la gente se olvida de sus diferencias y se centra en el televisor o la radio para seguir los partidos.

El primer encuentro lo vi en un chiringuito que montaron en una aldea. La mitad de la concurrencia estaba borracha, y no tenía la más mínima de dónde quedaba ni qué era “Cosarrica”, pero celebraban los goles con decidida pasión. Como Sudán no participa en la competición, al igual que en muchos otros países en los que he visto la Copa del Mundo como Bangladesh y la India, los locales se dividen los equipos, eligen aquellos por los que van a hacer fuerza, y entre la multitud había bastantes seguidores de Cosarrica.

En Juba, que tiene 200 mil habitantes, los televisores no superan el centenar. Por eso, debíamos ser unos doscientos los que bregábamos por ver el partido en un aparato de unas quince pulgadas, en blanco y negro, y con la señal saturada de niebla. Y, como en la ciudad no hay corriente eléctrica, era imposible escuchar palabra alguna de los comentaristas, pues el traqueteo del generador a gasolina resultaba ensordecedor. Para peor, apenas terminó la primera parte del encuentro, la señal se fue y nos quedamos, apelmazados en el tórrido calor de Sudán, esperando a que volviera (cosa que no sucedió).

El segundo partido lo vi en el campamento en el que vivo, rodeado de empleados africanos de Naciones Unidas, ONG y empresas multinacionales que llegan aquí por el negocio de la posguerra. Como era el único blanco del grupo, y todos hacían fuerza por Costa de Marfil, celebré los goles de Argentina con bastante disimulo. Y, eso sí, me alegré cuando al final marcó Costa de Marfil, país que también está luchando por salir de una brutal guerra, y cuyos bandos enfrentados, según los cables de prensa, parecen haber hecho un alto el fuego para ver el Mundial.

El tercer partido lo vi en un lugar infame: el Freedom Hotel. Un antro en el que confluyen ex combatientes, traficantes de coches y prostitutas, situado en el centro de Juba. Llegué allí de la mano de Malcom, un joven periodistas inglés de 24 años, becario de una radio local y aventurero como pocos, de quien os hablaré más esta semana.

Debo confesar que, al principio, fue una experiencia sumamente interesante. El dueño me dio permiso para sacar fotos, así que me despaché a gusto. Después nos mostró en la entrada los coches robados en Uganda que los traficantes traen aquí para vender: Mercedes Benz, Toyota Land Cruiser. Seminuevos. Y a un precio muy tentador…

Estábamos viendo el partido cuando se acercó a nuestra mesa Emmanuelle, un chico delgado y alto. Lo primero que nos dijo, tambaleándose de lo borracho que estaba, fue “Cómprame una cerveza”. A lo que Malcom, curtido en estas historias a pesar de su corta edad, le respondió sonriente: “Cómpratela tú”.

Emmanuelle, en lugar de aceptar deportivamente nuestro despeje defensivo, insistió. Durante unos diez minutos se quedó allí de pie, mirándonos fijamente, repitiendo una y otra vez: “Cómprame una cerveza”. A lo que Malcom respondía: “Cómpratela tú”. Una conversación muy interesante.

Finalmente, Emmanuelle decidió chutar a portería y afirmó: “Soy soldado del SPLA. Yo liberé este país. Iba en un tanque y fui yo quien saqué a los árabes de aquí, así que cómprame una cerveza”. A lo que Malcom, con pasmosa sangre fría: “Y yo soy periodista, trabajo en una radio, y la cerveza te la compras tú”.

Jóvenes como Emmanuelle, soldados sin educación que se han criado en la selva, con un AK 47 en las manos desde que son niños, hay muchísimos en Juba. Y debo confesar que son mi peor preocupación cuando salgo a sacar fotos. Están tan orgullosos de lo que han hecho, de haber dado su juventud para liberar este país, que se sienten con derecho a todo. Con sus gafas Ray Ban negras, sus pañuelos alrededor de la cabeza, sus vaqueros y sus botas de combates, son los reyes de la fiesta, y no se cortan ante nada, menos a ante un periodista blanco.

Finalmente, el dueño del local, que también se llama Emmanuelle, intercede, le regala una cerveza y el chico de va. “Son los niños de John Garang, hay que ser pacientes con ellos”, nos explica. “Cuando vine iban descalzos, con sus pantalones cortos y sus rifles. Ahora han mejorado. Al menos van vestidos. Y esperamos que con el tiempo vayan encontrando su lugar en la sociedad.

Al rato Emmanuelle, el joven soldado, regresa. Pienso en seguir la estrategia de Malcom: sonriente pero terminante en mi respuesta, para no cabrearlo y que vuelva borracho con su AK 47, pero para demostrarle también cierta autoridad. “Una foto”, me dice metiendo la mano en el bolso en que tengo la cámara. Por un momento creo que se quiere llevar la cámara, y me digo, esto va a terminar muy mal. Pero no, sólo quiere una fotografía conmigo. Y así nos retratamos. Yo con cara de pocos amigos, y él, feliz. Una vez más ha conseguido lo que quería.

(Intenté lo de Maradona, pero Emmanuelle es demasiado joven. Aviso para viajeros: ¡No funciona con jóvenes que se han criado luchando en la selva y que nunca han visto un Mundial!).

El largo camino hacia la paz en Sudán

Se suele afirmar que la guerra de Sudán tiene como origen la religión: los musulmanes del Norte luchan contra los cristianos del Sur. Pero no es así. La razón principal del conflicto armado en Sudán es el abuso que los habitantes del Sur del país sufren desde hace siglos por parte de los del Norte.

La gente del Norte de Sudán se llama a si misma árabe, aunque tiene la piel oscura. La del Sur se considera a sí misma africana, y tiene una complexión similar a la que prima en toda el África subsahariana. Los árabes, además de saquear los recursos naturales del Sur, mucho más rico que el Norte, capturaban a los africanos y los hacían esclavos.

Los británicos, que dominaron Sudán hasta 1955, planeaban dividirlo en dos, pero los árabes consiguieron que siguiera siendo un solo Estado, del que tomaron las riendas inmediatamente. Los habitantes del Sur no tardaron en comprender que esto perpetuaría el expolio y el subdesarrollo que padecían, y tomaron las armas para luchar contra el Norte en una guerra que duraría 17 años.

La segunda guerra, que comenzó en 1983, tuvo como factor añadido la lucha por el petróleo que se encontró en el Sur. Como consecuencia de esta guerra murieron dos millones de personas y cuatro millones se tuvieron que exilar. La paz se firmó en enero de 2005. Esta establece que los beneficios del petróleo serán para el Sur, y que en el año 2011 tendrá lugar un referéndum para saber si los habitantes del Sur quieren tener su propio Estado.

Hoy cumplo una semana en Juba. La elegí como punto de partida para sumergirme en la realidad de la guerra de Sudán, porque es desde aquí que se dirigirán los esfuerzos por pacificar el Sur del país, por tratar de sacarlo de la miseria. Aquí confluyen las expectativas y los sueños de millones de personas.

Lo primero que notas al entrar a Juba es la destrucción que aún prevalece en sus calles. Casas derruidas. Coches quemados. Montañas de basura por doquier. Las consecuencias de la guerra se hacen evidentes a cada momento. La paz es aún demasiado reciente. Hace apenas seis meses que las tropas del Sur pudieron entrar a esta ciudad.

Como consecuencia de la paz, cientos de miles de personas están regresando al país. Naciones Unidas estima que el 80% de la población se tuvo que desplazar en algún momento. En medio año, Juba ha pasado de tener 70 mil habitantes a más de 200 mil, principalmente personas que llegan en busca de una oportunidad de trabajo. A la falta de agua y luz eléctrica, a la destrucción y ausencia de infraestructura, se suma ahora la sobrepoblación. Hace unos meses hubo un brote de cólera que mató a cientos de personas.

Otro aspecto que llama la atención de Juba es la enorme cantidad de armas. En cada esquina, en cada calle, en cada casa, encuentras un arma. Esto hace que la situación sea muy inestable. Por la noche se escuchan disparos (ayer, hasta las dos de la mañana, junto a nuestro campamento, por lo que, mientras veíamos el Mundial, repentinamente se apagaron todas las luces).

También el alcohol, prohibido durante la dominación árabe – Juba fue su bastión en el Sur hasta noviembre de 2005 -, causa estragos entre los ex combatientes que ahora tienen poco que hacer y caminan por las calles armados. Esto dificulta bastante mi trabajo. En más de una ocasión alguno me ha visto sacando fotos y se me ha acercado desafiante, ante lo que no tuve más que guardar la cámara e irme.

John Garang, el militar del Sur que dirigió la insurrección en 1983, es una suerte de Dios para la gente del Sur. Al frente de Ejército Popular de Liberación de Sudán (SPLA) luchó contra el Norte, al principio con el apoyo del régimen comunista de Etiopía. Educado en Estados Unidos, consiguió un doctorado en Economía. Su foto esta por todas partes. Junto al parlamento, un decrépito edificio cuyos baños no funcionan, está su mausoleo. Entre cabras y soldados armados, los niños van allí y le rinden tributo de rodillas, con las manos unidas como si fueran a rezar.

Juba padeció durante la guerra grandes hambrunas, pues estuvo sitiada por las tropas del SPLA. Una mujer a la que entrevisto me dice: “Hace seis meses no me hubiera animado a hablar contigo porque estaba tan delgada que no parecía una persona. Con la paz comemos todos los días. Hemos recuperado la dignidad”.

En Juba apenas hay edificios de ladrillos. Lo que priman son los tukuls (chozas de paja y adobe). En su interior, en los patios que los unen, se descubre otra realidad. Los niños que juegan sonrientes. Ese Sudán que algún día, si todo salen bien, podrá vivir en paz.

En estos momentos, los desafíos son numerosos y difíciles de superar, por lo que mucha gente espera que en cualquier instante vuelva la violencia. En primer lugar, que el Norte cumpla su palabra y se retire finalmente del Sur. En segundo, que pase los beneficios del petróleo al Sur.

Por otra parte, Sudán, el país más grande de África, tiene 15 etnias distintas y más de cien idiomas. En el Sur, ahora que el Norte no es más el enemigo, están comenzando peleas entre las distintas tribus. Principalmente los dinka contra la nuer. Muchos expertos afirman que las luchas internas harán naufragar el proceso de paz en el Sur. Lo principal ahora es desarmar a la población y desmovilizar a las milicias (especialmente a los jóvenes soldados) para crear un ejército profesional.

Pero el mayor desafío es la pobreza. Esa es la guerra que se tiene que librar. La gente quiere escuelas – el 80% de la población es analfabeta-, hospitales, carreteras. Es algo que espera del gobierno del SPLA/SPLM. El mayor riesgo es la corrupción. Ya se puede ver a los generales y ministros, la mayoría de los cuales vive en chozas, paseando por la única carretera asfaltada de Juba en grandes coches japoneses. Para hacer más difícil aún la lucha contra la pobreza, miles y miles de personas llegan cada día desde Kenia, Uganda y Congo, donde se habían refugiado durante la guerra.

En definitiva, el peregrinaje hacia la paz acaba de comenzar. Será largo y complicado. Dependerá de la honestidad y eficiencia de los líderes de este país.

La guerra contra las bacterias

Mis defensas, un poco mermadas por la mala alimentación, el cansancio y el estrés, luchan contra lo que supongo que debe ser alguna bacteria que se metió en mi interior a través del agua o la comida. Ahora es mi cuerpo el campo de batalla.

Me paso todo el día con vómitos y fiebre en la cama, tiritando, rogando que no sea malaria. Para peor, es la jornada más calurosa desde que he llegado, por lo que la tienda es una suerte de horno, de infierno entre tres mugrientas lonas.

Esta mañana ya me he levantado mejor. De algún modo es lógico, ante un ambiente tan distinto, tu cuerpo se rebela, intenta rechazar los microorganismos que en él pululan. Sólo espero que tras la batalla de ayer hayan firmado un armisticio y que me dejen hacer mi trabajo en paz.

Tengo una serie de historias muy interesantes para el blog. Estuve hablando con empleados de las empresas privadas estadounidenses y australianas que gestionan la reconstrucción tras la guerra. Un negocio muy suculento. También conocí a un par de personajes sumamente peculiares, pastores evangelistas, iluminados, que vienen aquí con ideas delirantes. Los «freaks» que atrae la guerra. Y, finalmente, lo que más me interesa, describir el lugar en el que me encuentro, reconstruirlo en el blog, explicar las causas de la guerra y sus consecuencias aquí, en el sur de Sudán.

Espero esta tarde poder empezar a trabajar nuevamente. Por la noche me espera el Mundial. Como aquí no hay electricidad ni televisión ni nada, iré a un cuartel militar a verlo en una pantalla gigante. Se espera que buena parte de las 200 mil personas que viven en Juba vayan a verlo también. Que gane el mejor.

Joseph Kony: el mal en estado puro

Joseph Kony es para los africanos la personificación del mal. Desde sus escondites en la selva, lleva veinte años dirigiendo el Ejército de Resistencia del Señor (conocido por su acrónimo en inglés: LRA).

Un grupo de fanáticos que busca imponer los Diez Mandamientos a través del terror. Para ello secuestra a niñas, a las que hace esclavas sexuales. A niños, que convierte en parte de su ejército (se estima que tiene unos dos mil menores soldados). Y mutila, viola y mata a los campesinos que encuentra en su camino en el norte de Uganda y sur de Sudán. Su seña de identidad es cortarle los labios y las orejas.

En los últimos tiempos, Kony, que se dice que tiene treinta esposas, vive sus momentos más bajos. Antes recibía ayuda del gobierno del norte de Sudán, para desestabilizar la región. Pero tras el acuerdo de paz firmado entre el norte y sur de este país devastado por décadas de guerra, el LRA se ha quedado sin apoyo, por lo que se ha visto obligado a mover sus bases a la República Democrática del Congo. Las fuentes con las que he podido hablar aquí en Juba dicen que Kony y sus hombres están hambrientos y desesperados.

Quizás por eso aceptó tener una reunión en marzo con las autoridades del sur de Sudán. Quizás por eso se espera que hoy o mañana venga aquí, a Juba, para negociar la paz. La pregunta que todo el mundo se hace es si merece la pena perdonar a este hombre, responsable de 120 mil muertos y 2 millones de desplazados – campesinos que han huido del terror del LRA -, con tal de que terminen con sus brutales ataques a la población civil.

Supongo que es la pregunta que surge en todo proceso de paz. Y que mucha gente se hace ahora en España con respecto a ETA. Lo que sí parece inevitable es la orden de busca y captura contra Kony y sus comandantes del tribunal de la Haya. Con el precedente de Charles Taylor, el brutal dictador de Liberia, lo más probable es que Kony termine pagando por sus crímenes, tarde o temprano, no importa lo que acuerde con el gobierno del sur de Sudán.

Si Kony viene aquí, será un hecho histórico. La primera vez que sale de la selva, que se muestra a plena luz del día. Como periodista, estoy muy entusiasmado, aunque es un hombre por el que siento un profundo desprecio. Según dicen aquí: el mal en estado puro.

(Las fotos las conseguí tras una rocambolesca sucesión de encuentros y desencuentros. Un amigo de un amigo que conoce a alguien que se entrevistó con Kony en marzo para preparar su llegada a Juba. Son de las pocas imágenes que hay de este hombre sobre el que tan poco se sabe. Me dicen que nunca han sido publicadas. Kony es el de la boina azul).

Recorriendo los campos de desplazados en las afueras de Juba, conozco a Karen, una pequeña niña que llegó con su familia huyendo de la violencia del LRA. En la última foto está con su abuelo. Si Kony se anima hoy a dar la cara en Juba, sería una cruel ironía: víctimas y victimarios en las mismas calles, en la misma ciudad.

Arriba las manos: el negocio de la guerra

Finalmente estoy en Sudán. Tras cuatro días de tránsito desde Madrid, lo he logrado. Y debo confesar que me embarga una profunda emoción.

El avión realizó un aterrizaje limpio, en línea recta, pues, de momento, la situación sigue estable tras el acuerdo de paz firmado entre el Norte y el Sur del país. A ambos lados de la pista se suceden las baterías antiaéreas y los coches y aviones de Naciones Unidas, Cruz Roja y otras organizaciones humanitarias.

Más allá de la emoción, no tardo en notar que alguien se está haciendo rico aquí, en Juba, la capital del Sur de Sudán, como consecuencia de la guerra. Y no me refiero a los políticos que alentaron el enfrentamiento para controlar las zonas petrolíferas, ni a los traficantes de armas o los generales corruptos que se las compran. Sino las empresas que, al mejor estilo Halliburton en Irak, han montado la infraestructura que sirve de base para los miembros de las agencias humanitarias y los periodistas.

. Pasaje Nairobi – Juba: 750 euros por un vuelo que dura menos de una hora. Por semejante precio esperaba como mínimo una gran comida, pero me tuve que conformar con un vaso de agua y dos insípidas galletas envueltas en plástico.

. Alojamiento: 100 euros la noche en una tienda situada a orillas del Nilo. El único hotel de Juba está tomado por los militares, así que no queda más opción que dormir en alguno de los cinco campamentos montados por empresas privadas.

. Transporte: 150 euros al día por un 4 x 4 con chofer. Como consecuencia de la guerra, casi no existe transporte público. Las distancias son demasiado grandes para caminar, aunque me lo estoy pensando.

. Comunicación: 1 euro cada diez minutos de navegación por Internet en los campamentos. Aquí no hay red de telefonía móvil. Sólo funcionan los aparatos satelitales. Pregunto a un amigo de Naciones Unidas cuánto cuesta comunicarse con uno de esos teléfonos. Se ríe.

Para todo lo demás, nada de VISA. Ni tampoco euros o dinares sudaneses. Sólo los dólares sirven aquí, en sus versiones posteriores a 2003, las demás tampoco las aceptan.

En definitiva, si decides conocer el sur de Sudán, asolado por décadas de guerra, ten la certeza de que alguien se estará forrando a tu costa.

(Olvidaba el visado: 75 euros por dos semanas. Para peor, le pedí al militar encargado de migraciones que me pusiera el sello en un papel aparte, pero no me hizo caso, ya que mis próximos destinos son Palestina e Israel, y en este último país no puedes entrar si tienes el sello de una nación árabe en tu pasaporte. Más aún si es de Sudán. Supongo que tendré que pedir un pasaporte nuevo. ¿Cuánto cuesta?).