Llevo apenas unas horas en Beirut. Y, como en todo desembarco en un lugar desconocido, mi primera percepción de la ciudad es primordialmente sensorial. Observo con atención la arquitectura, los coches y el aspecto de sus habitantes.
Hoy en día, con la globalización, a menos que se trate de un país muy pobre, los aeropuertos suelen ser todos muy parecidos. En esta ocasión, el aeropuerto de Beirut posee en sí mismo una historia, pues hace apenas una semana que está abierto, desde que Israel levantara el bloqueo, y aún no funciona al cien por cien de sus capacidades.
Entre la muchedumbre que se agolpa frente a la puerta de salida de pasajeros, encuentro a personas con flores, globos y cajas de bombones que vienen a recibir a familiares y amigos que buscaron refugio fuera del país tras el comienzo de la guerra (aunque la gran mayoría regresó por tierra desde Siria).
Después, el primer recordatorio del terrible dolor que vivió esta urbe de 1,2 millones de habitantes a lo largo de los últimos meses. Los carteles pagados por Hezbolá en los que se ve a sus combatientes haciendo frente al Ejército Israelí de Defensa (IDF), que creo una vez más, después de la experiencia en Gaza, que debería ser rebautizado para sacar de su nombre de una vez por todas la palabra “defensa”. Mucho tiempo ha pasado ya desde la guerra de Yom Kippur.
Entre las imágenes que se suceden a ambos lados de la autopista del aeropuerto, una foto tomada por mi buen amigo Ángel Palacios. Magnífico periodista venezolano que cubrió el conflicto para Telesur, y que me ayudó en buena medida a preparar este viaje. El lema que acompaña a los carteles de Hezbolá, escrito en árabe, inglés y francés, hace referencia al carácter religioso de la organización, y al éxito que en teoría consiguió frente a Israel: “La victoria divina”.
La primera característica evidente de esta ciudad es que se extiende tanto sobre el mar como sobre las colinas que lo rodean, ciñéndose sus edificaciones a la escarpada geografía de la región. Según los historiadores, los primeros asentamientos en esta zona datan de la Edad de Piedra. Y el nombre original de la urbe, Birit, sugiere que aquí había varios pozos de agua dulce (en árabe moderno bir significa todavía pozo).
La autopista del aeropuerto conduce al mar Mediterráneo. Ese mar que fue testigo del arribo y la partida de buena parte de los pueblos y culturas que habitaron esta parte del mundo. Desde los fenicios, pasando por Alejandro Magno, los romanos – en cuya Escuela de Derecho beirutí se desarrollo el Derecho Justiniano, base del sistema legal occidental -, los árabes entre los años 635 y 1100, los cruzados de la mano Balduino I de Jerusalén, los musulmanes nuevamente con Saladino, los otomanos…
Me deslumbra Beirut por su belleza, por su intensidad y colorido. El antiguo centro de la ciudad, destruido en la primera guerra del Líbano y vuelto a construir durante los últimos años. El paseo marítimo, La Corniche, con su aire colonial.
Y también sus contrastes, la modernidad de las áreas cristianas, que poco si diferencian de Occidente. Y la actitud más sobria, austera y conservadora de los barrios musulmanes chiíes. El lujo y confort de algunos edificios, de los Mercedes Benz y los BMW último modelo, frente a la miseria de algunas zonas, con sus humildes casas de una planta y sus coches viejos y destartalados.
La luz se va y apenas tengo tiempo de visitar uno de los lugares que venía con la intención de ver. El hotel Saint George, frente al que tan brutalmente fue asesinado Rafik Hariri y que fue el detonante de la Revolución de los Cedros. Aunque ha pasado un año y medio del atentado, el sitio aún continúa cercado.
Mi guía en el Líbano es Fadi Merhi. Al que he bautizado cariñosamente El Fari, aunque mide un metro noventa y pesa unos 136 kilos. Hasta ahora, lo que más me gusta de este joven cristiano, de 25 años, es el afecto que tiene por su ciudad. Para él, todo lo de aquí es lo mejor. «Tenemos la mejor comida de Oriente Medio», me dice. «Las mujeres más atractivas, los clubes más liberales, la mejor marcha, las mejores playas». Y, al recorrer la Rue Monot, con su sucesión de bares, en los que se aparcan coches deportivos, y frente a los que caminan gente extraordinariamente guapa, no tengo más que darle la razón.
Fadi me parece una buena metáfora de este Beirut que estoy empezando a descubrir. Por una parte es un joven divertido, apasionado, amante de la buena vida y las fiestas, pero que también tiene un pasado trágico, marcado por la guerra.
«Mi familia tenía tres casas en las montañas del Chouf. Llevábamos una muy buena vida. Pero en menos de un año lo perdimos todo, en 1982. Los druzos mataron a varios de mi tíos, destruyeron nuestras casas, y terminamos viviendo en nuestro coche, en las calles de Beirut», me dice. «Vivimos en nuestro viejo Buick exactamente un año, siete meses y cuatro días. El objetivo de esa guerra, que se conoce como la Guerra de las Montañas, era expulsar a todos los critianos».
«Después no dieron una casa destruida, que reconstruímos entre todos. Recuerdo que, al principio, dormíamos a la intemperie, entre las ruinas. Pero inclusive esa casa fue bombardeada en 1983, por lo que lo volvimos a perderlo todo nuevamente».
«Mi padre era un hombre con mucho dinero, y tuvo que dedicarse a tapizar muebles y a trabajar como guardia nocturno en un edificio. Empleos que aún tiene, a los 53 años edad. Mi madre vendía flores en la calle, pero ahora lo ha dejado porque está enferma».
«El único que pudo estudiar fue mi hermano, que ahora es dentista. Yo tuve que dejar la escuela a los doce años, para trabajar en el mercado, cargando cajas».
– ¿Sientes odio hacia los musulmanes por lo que os hicieron?
– Antes que cristiano, soy libanés. Y no tengo odio hacia los musulmanes, ya sean chiíes o druzos. Si ellos me respetan yo los respeto. No tiene sentido odiarlos. Además, los jóvenes de este país tenemos otra mentalidad, queremos vivir en paz, viajar por el mundo, ser felices. Son los adultos los que se odian. Y, sobre todo, los líderes, que juegan con la gente, que la enfrentan.
– ¿Y qué esperas del futuro? ¿Crees que se alcanzará la paz?
– No lo sé, parece que la situación está mal. Lo único que te puedo decir es que no se puede vivir en un país que cada cinco años es destruido. Esto tiene que terminar algún día.