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Hernán Zin está de viaje por los lugares más violentos del siglo XXI.El horror de la guerra a través del testimonio de sus víctimas.

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Guerra en Líbano y Gaza: un laboratorio de nuevos armamentos 2

Bombas de uranio en Líbano

Hace dos semanas, el Comité sobre Riesgos de Radiación de la Unión Europea dio su veredicto sobre las muestras de tierra extraídas de los cráteres dejados por bombas israelíes en las ciudades libanesas de Al Tiri y Jiam (donde se encontraba la infame prisión en la que eran torturados los prisioneros libaneses durante los 22 años de ocupación de Israel). Los resultados señalaban «altos signos de radiación».

Análisis posteriores, en los laboratorios Harwell de Inglaterra, confirmaron la presencia de uranio en las muestras, según señala un reportaje publicado en The Independent por Robert Fisk.

Aún no se sabe qué clase de armamento era el que contenía uranio. Se especula con que se trate de una nueva munición que Israel habría probado por primera vez en territorio de Líbano. Hasta ahora, el Ejército hebreo no ha dado explicación alguna sobre estas conclusiones científicas.

Las fuerzas de Estados Unidos y Gran Bretaña utilizaron misiles con uranio durante la Primera Guerra del Golfo, en 1991. Cinco años más tarde, una plaga de cáncer se extendió por el sur de Irak.

El problema de este tipo de armamento es cuando impacta en superficies resistentes, como tanques o coches, que esparcen las partículas de uranio por el aire.

Esperar una respuesta satisfactoria por parte del Gobierno de Israel acerca de estas armas resulta ilusorio. Ya en 1982 negó haber empleado bombas de fósforo, lo que luego fue desmentido por las evidencias científicas y por los testimonios recogidos por periodistas de cuerpos sin vida que «se incendiaban» al llegar a la morgue.

Hasta ahora, se ha demostrado que empleó en Líbano bombas de racimo, bombas de fósforo, y ahora estas nuevas armas con uranio.

Israel podrá argumentar que no están prohibidas por la comunidad internacional. Es cierto, al ser armas de reciente desarrollo, aún no han sido proscritas. Pero no se puede ignorar que el tercer protocolo de la Convención de Ginebra prohíbe expresamente la utilización de material militar que pueda tener consecuencias a lo largo del tiempo en la población civil, como sucedió con las bombas de uranio en Irak en 1991 (que, para sorpresa de todos, volvieron a ser empleadas durante la invasión de 2003, aunque a menor escala).

Lo que sí va quedando claro es que las recientes guerras en Oriente Próximo no sólo han demostrado un desdén absoluto hacia los no combatientes, sino que fueron utilizadas como verdaderos campos de experimentación de nuevos armamentos.

Y la pregunta que me hago es si alguien pagará algún día por violar sistemáticamente las normas del Derecho Internacional Humanitario.

Catástrofe medioambiental tras la guerra en Líbano

Una guerra no termina cuando las tropas se repliegan y las partes enfrentadas firman acuerdos de paz. Sus consecuencias suelen ser tan terribles y devastadoras que perduran en el tiempo.

El horror de los combates pervive en el recuerdo de los muertos, en el dolor de los heridos, en la amenaza de las minas antipersona, en las infraestructuras que hay que volver a construir, en los negocios cerrados, en la destrucción del medio ambiente.

Durante el conflicto armado con Hezbolá, los aviones israelíes atacaron en dos ocasiones, los días 13 y 15 de julio, los cinco enormes tanques de almacenamiento de combustible de una central eléctrica situada en la localidad de El Jiye, a 40 kilómetros al sur de Beirut.

Más de 30 mil toneladas de fuel se esparcieron por el mar Mediterráneo cubriendo de negro 140 kilómetros de playas, en una imagen que recuerda al desastre del Prestige (77 mil toneladas de crudo) y al del Exxon Valdez (37.000 toneladas). La mancha de chapapote era de tales dimensiones que alcanzó las costas de Siria.

El bloqueo marítimo de Israel retrasó durante semanas el comienzo de las labores de limpieza por parte de los voluntarios, que hoy son llevadas a cabo por ONG locales y extranjeras.

Los expertos del Programa de Naciones Unidas para el Medio Ambiente estiman que litoral marítimo libanés tardará años en volver a la normalidad, en la que ya es considerada como la peor catástrofe ecológica de la historia de este país.

También están causando daño a la naturaleza los escapes tóxicos de las neveras destruidas en las casas de familia bajo las bombas, o de los equipamientos de algunas empresas, como la Maliban Glass Factory, en el valle del Bekaa, alcanzada por varios misiles. Esto sin contar el millón y medio de bombas de racimo, minas antipersona y diversa clase de armamento sin detonar esparcido por el sur del país.

Un vídeo que se filmó para ser presentado en la conferencia de donantes que tuvo lugar en Estocolmo para la reconstrucción de Líbano después de la guerra:

Los ecos del horror en el Sur de Líbano (vídeo)

Aunque hace dos meses que terminó la guerra entre Israel y Hezbolá, el sur de Líbano aún presenta un aspecto desolador. Hay pueblo enteros, como Bint Yebeil o Marjayoun, que no son más que una sucesión de ruinas, casas desmoronadas, aceras destruidas y coches quemados. En sus calles continúan latentes los ecos del horror de quienes perecieron bajo las bombas.

En los últimos años el número de civiles muertos en los enfrentamientos armados ha crecido exponencialmente. “Antes el 80% de las víctimas de los enfrentamientos eran militares y el 20% civiles. Hoy, el 80% de los muertos y heridos en los conflictos son no combatientes”, afirma el filósofo y arquitecto francés Paul Virilio.

La reciente contienda bélica en Líbano parece ser la cúspide de esta nueva forma de hacer la guerra en el siglo XXI, que no muestra respeto alguno por el bienestar y la seguridad de los inocentes, que ignora la Cuarta Convención de Ginebra, en lo que significa un verdadero retroceso moral y ético para la humanidad.

Reflejar la situación del sur de Líbano con fotografías, como suelo hacer, no resulta del todo eficiente. La cámara te obliga a centrarte en un objetivo. Y lo que vi allí fue una secuencia, que por momentos parecía interminable, de destrucción. Pasaban los minutos, el coche avanzaba, y las casas en ruinas no dejaban de aparecer, una tras otra.

Por eso he editado un pequeño vídeo con las herramientas de Windows de las imágenes que grabé allí. Creo que enseña mejor aquello de lo que fui testigo:

El Líbano y las malditas bombas de racimo (3)

El vecino nos guía hacia donde están las bombas de racimo. Lo seguimos en la camioneta de Bactec, que tiene el maletero cargado de explosivos, por lo que el conductor la lleva suavemente por la carretera. A ambos lados de la ruta: casas destruidas, bombardeadas, coches alcanzados por misiles. El desolador paisaje que impera en el sur de Líbano.

Al llegar, encontramos una docena de cabras muertas, quemadas. Un rebaño que se encontró con una mina. Miles de moscas vuelan sobre ellas. Huele a descomposición.

Por tercera vez en el mismo día me dicen que preste atención a dónde pongo los pies, que por nada del mundo retroceda, que, si sucede algún accidente, me quede en el lugar.

Aunque comienzo a sentirme como si mi madre y me abuela me hubiesen acompañado al viaje, en esta ocasión la advertencia parece más justificada que nunca. Ante nosotros se abre un paraje desolado, no revisado anteriormente por los artificieros, en el que sabemos que hay extendidas decenas de bombas de racimo.

La aprensión que sentía antes, ahora se transforma en una latente e incómoda sensación de miedo. Vuelve a mi mente la imagen de Khader Al Magary, el hombre sin brazos ni piernas que encontré en el hospital de Gaza hace un mes y medio. Su recuerdo me ha visitado en muchas ocasiones a lo largo de este tiempo.

Camino detrás de Simon Lovell, el líder del equipo, y de Wissam Jbeir, el médico. Avanzan con lentitud, analizando cada paso que dan. Yo intento hacer que mis pisadas coincidan con las suyas. Me llama la atención que no llevan protección alguna. Cuando acompañé a los artificieros de MAG en Camboya, tenían puestos al menos cascos con pantallas de metacrilato que les cubría la cabeza y el rostro, y chalecos antibala. Me pregunto si esta falta de cuidado responderá a que Bactec es una empresa privada.

Tras avanzar durante unos minutos damos con un proyectil lleno de bombas de racimo que no han llegado a detonar. Simon Lovell se acerca, lo examina. Toma nota en un cuaderno. Se trata del modelo M42, fabricado en los EEUU, que lleva 88 submuniciones en su interior. Fue disparado por un tanque israelí.

Después va dejando marcas donde encuentra las pequeñas bombas que lograron separarse de la unidad principal antes de que esta impactara contra el suelo.

Ali Hussein, el campesino que encontró el proyectil me dice: «¿A qué disparaban? Aquí no hay nada. Esto lo hicieron los israelíes para arruinarnos la vida. Sabían que íbamos a volver después de la guerra y que somos campesinos. Lo hicieron para matarnos, para matar a nuestros hijos, a nuestros animales».

Después de una mañana tan ajetreada, tras las huellas de los artificieros de Bactec, paro a almorzar en un pequeño restaurante. Como acaba de comenzar Ramadán, soy el único comensal. De beber me traen una botella de agua en la que UNICEF ha colocado imágenes de las distintas municiones que pueblan la superficie del sur de Líbano.

Me parece una excelente forma de educar a la población civil sobre los peligros de este armamento. No pasa un día sin que alguien sufra las consecuencias de tan mortífera presencia. Hasta ahora más de un centenar han resultado heridas y catorce han perdido la vida. La mayoría, niños.

Observo con detenimiento la botella. La variedad del armamento me resulta perturbadora. Tanta creatividad, tantos recursos, tanta inteligencia (fría, irresponsable, carente de emoción), puestos al servicio de mejorar, de perfeccionar hasta el extremo, los resultados de estos artilugios mortíferos.

La humanidad ha avanzado mucho en el desarrollo de sus herramientas, pero muy poco en la finalidad a la que las destina. Contamos con instrumentos propios de seres brillantes, geniales, evolucionados, pero en el uso que les damos seguimos aún en las cavernas, en la visión darwiniana de la vida. No sabemos ver al otro más que como antagonista, un enemigo. No hemos aprendido a cooperar, a llevar nuestra empatía más allá de los que nos rodean. Aún basamos nuestra existencia en la competencia, en la lucha. Tanto progreso tecnológico, científico, y tan escaso avance moral, ético, espiritual.

Recorro las zonas aledañas. Converso con los vecinos. Todos parecen tener alguna pieza de explosivo sin detonar en sus casas, en sus jardines, en sus campos.

Ibrahim Farhat, de 47 años de edad, padre de cinco hijos, vive del cultivo de tabaco. En el terreno que sucede a su casa me muestra más de treinta proyectiles. No puede trabajar. Está esperando, como tantos otros, a que el Ejército libanés, MAG o las empresas privadas lo vengan a liberar de la amenazadora presencia de estos objetos.

Ahora es un niño el que me detiene en la calle. Se llama Ali Najib Baidún. Tiene once años. Me conduce hasta la parte trasera de su vivienda, donde me muestra un proyectil.

Lo retrato así, absorto, en silencio, de cuclillas frente a la bomba, mientras comienza a atardecer. El sol se pierde detrás de las montañas que marcan la frontera con Israel.

La guerra entre Israel y Hezbolá ha terminado. Los medios ya casi no hablan de ella. Pero para los habitantes del sur de Líbano continúa. En sus carreteras, en sus casas, en sus patios, en sus cultivos, como siempre que aparecen las malditas bombas de racimo.

El Líbano y las malditas bombas de racimo (2)

Es la primera vez que, para realizar un reportaje, me piden que firme un escrito por el que afirmo que soy el único responsable de lo que me pueda suceder en caso de que pise una mina, una bomba de racimo, o de que sea afectado por la metralla de la munición activada no intencionalmente por otro de los miembros del grupo.

En 1994 acompañé a varios artificieros a desactivar minas antipersona en el norte de Camboya, y no tuve que rubricar documento alguno. Pertenecían a la ONG MAG (Mine Advisory Group). Supongo que la diferencia es que este equipo forma parte de una empresa privada, ya que las principales labores de desactivación y destrucción en el sur de Líbano las llevan a cabo dos compañías multinacionales: Bactec y Minetech. En esta corriente que parece estar imponiéndose en todo el mundo de dejar la posguerra en manos de organizaciones con ánimo de lucro.

El director del equipo al que me voy a sumar a lo largo del día se llama Simon Lovell. Tiene 42 años. Tres hijos. Y pasó a formar parte de la empresa privada desde que dejara la Real Armada Británica hace cuatro años.

– Ponte siempre detrás mío Hernán. Sigue mi pasos y fíjate dónde pisas. No te puedo garantizar que una submunición que esté hundida no pueda salir a la superficie – me dice mientras me muestra un trozo de metralla de una bomba de racimo, como para enfatizar su advertencia -. Si te pasa algo, quédate en el lugar, no te muevas, el doctor se hará cargo de todo. Y recuerda que esto es real, no es un escenario.

El grupo de trabajo de Bactec está formado por cinco personas: Simon Lovell, su director; un artificiero local, al que están entrenando; un guía de la comunidad designado por el mukhtar (alcalde) del pueblo; un conductor y un médico.

Wissam Jbeir, el médico, se acerca y me pregunta el grupo sanguineo al que pertenezco. Intento hacer memoria aunque sé que es en vano. “Lo siento, no lo sé”, le respondo sintiéndome bastante estúpido. «Bueno, tendrías que saberlo», insiste. “¿No lo tienes escrito en el pasaporte?» Recorro la primer página del pasaporte: nombre, apellido, fecha de nacimiento. Nada de grupo sanguíneo. Wissam me mira con desaprobación.

Cambiando rápidamente de tema, le pregunto qué lleva en la mochila. «Todo lo que te podamos necesitar. Desde primeros auxilios hasta material quirúrgico, morfina», me responde Wissam.

Nos ponemos en marcha. Avanzamos lentamente. Miro al suelo con atención, escrutando cada milímetro de tierra. No es una sensación agradable la que experimento. Y la presencia del médico, con su equipo listo para montar allí mismo un quirófano, aumenta mi desazón.

Mientras camino pienso en la historia que horas antes me contó Dalya Farran de tres niños que estaban jugando no muy lejos de aquí, en otra aldea próxima a la frontera con Israel. Uno de ellos cogió una bomba de racimo pensando que era un juguete. La explosión le destrozó parte del rostro y del estómago. Acompañado por sus dos amigos, que también estaban heridos, corrió hacia su casa sosteniéndose las visceras que le colgaban del vientre. Ahora se encuentra en Tiro, en el hospital, pues en el extremo sur de Líbano no ha quedado ni uno sólo centro médico operativo.

Llegamos hasta donde está señalada la primera bomba de racimo. Como bien me había comentado Dalya Farran, parece inofensiva, hasta tiene cierto atractivo, con su lazo blanco. Y no me sorprende que los niños las cojan o que los agricultores las pisen sin darse cuenta.

La empresa estadounidense que se dedica a la tan loable tarea de fabricar estos artefactos afirma que sólo un 3% de ellos falla. Osea, no explota al llegar al suelo. Pero en la práctica los expertos estiman que esta cifra asciende hasta el 15%.

Según Naciones Unidas, en el sur de Líbano entre el 30% y 40% de las pequeñas bombas que llevan los proyectiles no han detonado. Le pregunto a Simon cómo es posible.

– Hay dos posibilidades – me explica -. O se trataba de armamento viejo, en malas condiciones. O se tiro desde una altura que no les dio tiempo para que alcancen la velocidad necesaria que las hace explotar al alcanzar el suelo.

– Entonces, ¿el Ejército de Israel podría haber ordenado a sus aviones que las lanzara a baja altura para que se convirtieran en minas antipersona en lugar de estallar en el momento?

– Sólo puedo hablarte de la parte técnica. No de cuestiones políticas.

Dejamos al artificiero para que prepare la detonación, pues está prohibido hacer fotos de quienes manipulan los explosivos. La idea es que no se distribuyan imágenes del instante en que se recogen las bombas de racimo, para que los locales no tengan una idea equivocada de su poder destructivo.

Mientras volvemos pienso en los dueños y directivos de la compañía estadounidense que fabrica las bombas de racimos. Sus acciones en bolsa, sus lujosos coches de empresa, sus grupos de presión en el parlamento que intentan evitar una prohibición de esta clase de armamento. Ojalá estuvieran aquí para ver las consecuencias de lo que hacen. Ojalá sus amigos y familiares fueran testigos del dolor de los niños del sur de Líbano. Quizás serviría para que se replanteasen el sentido ético de su trabajo. Si vale la pena anteponer el rédito económico a todas estas vidas.

Buscamos un lugar seguro. Escucho al artificiero realizar la cuenta atrás a través de un walkie talkie. «Cinco, cuatro, tres, dos, uno…». La explosión es mucho más fuerte de lo que podría haber esperado. Los trozos de metralla se desperdigan violentamente entre los olivos.

El dueño de la casa, entres cuyos cultivos se encontraron las bombas de racimo, se llama Maruán Abu Taam. Tiene 32 años. Es constructor de profesión. Junto a su mujer y sus hijos se quedó durante toda la guerra. No se animó a partir hacia el norte pues recibió la noticia de que varios convoyes de civiles fueron atacados por la aviación israelí cuando huían hacia Beirut, aunque el gobierno de Tel Aviv había asegurado que no les haría daño. (La última crónica que Robert Fisk publicó el sábado sobre esta clase de incidentes es desgarradora).

«No entendemos por qué nos hicieron esto antes de irse», afirma. «Si te digo que los israelíes son animales es poco, son mucho más que eso. Los primeros días después de la guerra, mi hijo salía a jugar al campo. Aún no sabíamos que las bombas estaban allí. Gracias a dios no le pasó nada».

Maruán se muestra muy agradecido con los miembros de Bactec, que en pocas horas han limpiado su casa de explosivos. Cuando nos estamos por marchar, un campesino local se acerca y nos dice que acaba de encontrar varias bombas de racimo en el páramo al que suele llevar a pastar a sus cabras.

Simon habla con los miembros de su equipo. Deciden que es mejor no perder tiempo. Rápidamente partimos hacia allí.

Continúa…

El Líbano y las malditas bombas de racimo (1)

Antes de salir del sur de Líbano, tras 22 años de ocupación, el Ejército de Israel dejó a sus espaldas 400 mil minas antipersona diseminadas en los campos, entre las casas, en los caminos.

Seis años más tarde, apenas 67 mil de esas minas fueron desactivadas, por lo que hay extensas zonas de la frontera sur de Líbano en las que ningún campesino se atreve, aunque antes eran el centro de su actividad cotidiana.

Este desprecio por la Convención de Ottawa, firmada en 1997, que limita el uso y producción de minas antipersona, ha dejado discapacitados a miles de libaneses. Rajid, con quien suelo coincidir en un restaurante próximo a la playa de Tiro (en el me detengo a almorzar cada día cuando voy de Beirut hacia el sur del país), es uno de ellos. Un hombre sensible, gran conversador, que conoce en profundidad la historia de Líbano. Y al que le gusta tirarse a dormir la siesta en la arena.

Las tropas israelíes abandonaron el Líbano de forma unilateral, sin llegar a acuerdo alguno con el gobierno de Beirut, en el año 2000. Y volvieron a entrar después de que el pasado 12 de julio Hezbolá secuestrara a dos de sus soldados, Ehud Goldwasser y Eldad Regev, esperando poder canjearlos, como ya sucedió en el 2004, por los prisioneros libaneses que Israel tiene en sus cárceles.

Una vez más, al retirarse, los militares del Estado hebreo dejaron el terreno sembrado de artefactos explosivos que, en su momento, quizás estaban destinados a detener a los milicianos chiíes, pero que tienen y tendrán a sus principales víctimas entre la población civil.

Para empezar a sumergirme en este tema tan complejo y doloroso, me acerco a la oficina de Naciones Unidas desde la que se coordinan las acciones de los diversos grupos que trabajan para retirar la munición.

Lo que más sorprende, y que ha generado duras críticas de la comunidad internacional, y también dentro de Israel, es que el 90% de las bombas de racimo que ahora anegan el suelo del sur de Líbano fueron lanzadas durante los últimos tres días de combate, cuando ya se sabía que iba a entrar en vigor la resolución 1701 de Naciones Unidas.

Como en tantas otras ocasiones, el Ejército de Israel, que se llama a sí mismo «el más moral del mundo», negó los hechos. Y organizaciones de Derechos Humanos como Amnistía Internacional, demostraron sobre el terreno que sí se había utilizado de forma masiva y deliberada esta clase de armamento.

Y la prueba irrefutable la dio, una vez más, el periódico Haaretz. En sus páginas apareció el testimonio de un comandante de la unidad de MLRS (Sistema de Lanzamiento Masivo de Proyectiles), que afirmó que el ejército había lanzado 1.800 cohetes esparciendo 1,2 millones de bombas de racimo. «Lo que hicimos allí fue una locura, algo monstruoso», declaró.

Las bombas de racimo suelen tener el tamaño de un lata de refresco o de una pila grande. Llevan una lazo blanco en un extremo, por una cuestión de aerodinámica, por lo que resultan muy atractivas, sobre todo para los niños, que las confunden con juguetes o botes de perfume y las cogen. Por otra parte, sus pequeñas dimensiones hacen que resulten difíciles de descrubir a primera vista y que mucha gente las pise o se las lleve por delante.

En menos de un mes han muerto 14 personas en el sur de Líbano, y más de cien han resultado heridas. La mayoría, niños.

Hace dos semanas, cuando ya hablamos de las bombas de racimo, un participante del blog dijo que negaba la veracidad de la noticia porque le resultaba imposible imaginar cómo en 72 horas los F16 israelíes podían lanzar más de un millón de bombas.

La respuesta está en que se lanzan tanto desde aviones como desde tanques y cañones. Van colocadas dentro de proyectiles más grandes que, al explotar, las dejan caer. Y, como confesó un soldado israelí a la prensa, cuando lanzó esta clase de proyectiles, en la versión de artillería de 155 mm, le ordenaron «inundar» el área a la que estaba disparando, sin señalarle ningún blanco en concreto.

El misil que emplean los aviones es el modelo M77, que tiene 644 bombas en su interior y que llega a medir más de dos metros de altura. Está fabricado en los Estados Unidos.

La artillería, principalmente, el modelo M42, que lleva 88 bombas. También Made in USA. Sólo el modelo M85, que lo usan los tanques y cañones, es producido en Israel. Se trata de una versión mejorada del M42.

Dalya Farran, responsable de prensa del Centro de Coordinación de la Labor contra las Minas del Sur de Líbano, me recibe en su oficina. Lo primero que hace es comentarme las normas que deberé seguir a lo largo del día, cuando estemos en el terreno junto a los artificieros que trabajan desactivando las bombas de racimo.

«Avanza de forma lenta. No dejes de mirar en todo momento al suelo. Sigue de cerca al líder del grupo. Y, cuando vayas a sacar alguna fotografía, no retrocedas, no vuelvas hacia atrás. Un error te puede costar la vida».

Después me muestra en un mapa el lugar al que iremos. Y la localización de las bombas de racimo que han ido encontrando desde que terminó la guerra.

«Tenemos detectadas 532 zonas. Y encontramos unas treinta nuevas cada día», me dice. «Trabajamos a toda prisa porque miles de persona están regresando a sus hogares después de la guerra. Y las bombas han caído dentro de las casas, en los patios, en las aceras. Los niños la recogen porque parecen inofensivas, pero su metralla es mortal, puede llegar a veinte metros a la redonda».

«Además, los agricultores intentan salvar sus cosechas, tras una ausencia tan prolongada, así que se lanzan a los campos pensando que podrán evitar las bombas, pero resultan muy difíciles de distinguir en la tierra, por su tamaño y por su color oscuro. Para peor, ahora que llueve, el agua las mueve de un lugar a otro».

Continúa…

La acreditación de prensa de Hezbolá

Se suele decir que Hezbolá tiene tanto poder que conforma una suerte de estado dentro del propio Estado libanés.

Quizás por eso no me sorprendo cuando un colega de la agencia Magnum, que trabaja en la región desde hace más de veinte años, me comenta durante el desayuno, en el restaurante del hotel, que si quiero asistir al multitudinario evento que hoy organiza Hezbolá para celebrar “la victoria en la guerra contra Israel” necesito una acreditación de su oficina de prensa.

– ¿Y la credencial que me entregó el gobierno libanés? – le pregunto.

– Les da lo mismo. Ellos tienen sus propios carnés para la prensa.

Fadi me pasa a buscar y rápidamente partimos hacia el sur de Beirut. Llevo conmigo dos fotocopias del pasaporte, de la identificación de 20 Minutos y cuatro fotografías. Requisitos indispensables para inscribirse como periodista en Hezbolá (por más extraño que esto pueda sonar).

Cruzamos el puente destruido por la aviación israelí, que marca el comienzo del suburbio de Dahiyeh, y nos adentramos en lo que muchos aquí llaman Hezbolandia.

A pesar de ser viernes, día de descanso para los musulmanes, las obras continúan. Las excavadoras retiran los restos de los edificios que luego son llevados por camiones a las afueras de la ciudad.

Es tal la magnitud del trabajo que, según me comenta Juan Miguel Muñoz, corresponsal de El País en Jerusalén, desde las montañas que rodean Beirut se distingue con claridad Dahiyeh por la nube de polvo en la que está constantemente inmersa.

Unas obras que son también prueba del poderío de esta organización, ya que las financia con sus propios recursos. Y que dejan en muy mal lugar al Gobierno del primer ministro Fuad Siniora, que hasta el momento poco ha hecho por ayudar económicamente a las víctimas de la guerra.

En las calles se percibe un ambiente festivo, como el que precede a un partido de fútbol. Coches con banderas amarillas, que van de un lado a otro haciendo sonar sus bocinas. Vendedores ambulantes que ofrecen tanto cintas con grabaciones de Hassán Nasralá, como camisetas, lazos, pegatinas y escudos con el logo de Hezbolá.

Hombres, mujeres y niños caminan sonrientes, blandiendo las insignias del Partido de Dios. Según el Daily Star, el principal periódico en inglés de Líbano, se espera que cientos de miles de personas de todo el país asistan al acto.

La pregunta que todos nos hacemos es si Hassán Nasralá se animará a venir. Ayer mismo, en el Canal 10 de la televisión israelí, el primer ministro Ehud Olmert volvió a decir – por cierto, sin ruborizarse, pues el asesinato selectivo es una de las bases de la política de “defensa” de su país –que, apenas tengan oportunidad, asesinarán al líder de Hezbolá.

Si Nasralá acude a la celebración, será su primera aparición en público desde que comenzara la guerra el pasado 12 de julio. Sólo espero que las amenazas del premier israelí no se lleven a cabo. No exclusivamente por los que estaremos también en la ceremonia, sino por la frágil estabilidad que parece haberse alcanzado en la región. ¿Cómo reaccionarían sus seguidores si este hombre, que se ha vuelto un símbolo de la lucha contra la intervención extrajera en Líbano, muriera asesinado? ¿Cuál sería la respuesta de los regímenes chiíes de Siria e Irán?

No nos resulta sencillo encontrar la oficina de prensa de Hezbolá. Como los edificios de la organización desaparecieron bajo los misiles israelíes, la han tenido que volver a montar y nadie parece saber exactamente donde está. Finalmente, tras media docena de preguntas, la localizamos.

No hay luz, el ascensor no funciona, así que subimos por las escaleras. Al llegar descubro a media docena de periodistas que hacen cola con los formularios de acreditación en la mano. Entre ellos encuentro a una buena amiga, Verónica Balderas, corresponsal de la CNN en español. Muy curioso descubrir a un medio de prensa norteamericano pidiendo una credencial de prensa a Hezbolá, organización considerada terrorista por los Estados Unidos.

Una vez que entregamos nuestros documentos nos llevan en un autobús hacia la sala de prensa que han improvisado junto al parque en que tendrá lugar el evento. Antes de llegar, nos sacan todos los equipos y, a cambio, nos da un número. No volveré a ver mis cámaras fotográficas hasta más tarde, pues los miembros de la seguridad de Hassán Nasralá las revisarán de forma exhaustiva para prevenir así un posible atentado.

Debemos ser unos trescientos periodistas de todo el mundo los que aguardamos a que nos den el pase de prensa. Están los enviados especiales de El País (cinco personas, sin contar a Maruja Torres, que no ha venido), El Mundo, el ABC, la Cadena Ser. Para hacer la espera más amena, jóvenes voluntarios de Hezbolá nos ofrecen frutas y bebidas. Ellos también llevan credenciales que los identifican.

Finalmente, y tras varias horas, me dan el bendito pase de prensa. Frente a una ventanilla entrego con cierta preocupación el número correspondiente a mis cámaras de fotos. Un hombre vestido con una americana negra sale con mis equipos. Pero no me los da. Los lleva en la mano hasta que, tras pasar varios puestos de control, en los que otros hombres vestidos de negro me revisan una y otra vez, alcanzamos el palco de prensa. A nuestras espaladas, cientos de miles de personas aguardan a que comience el acto, mientras una banda en vivo entona los distintos himnos de la organización.

Tengo la costumbre de guardar los artículos que publico, por esa extraña adicción que desarrollamos muchos periodistas a ver nuestro nombre en letras de molde. Y también las credenciales de prensa. La de Hezbolá, sin dudas, es la más pintoresca e inesperada de todas las que he ido recogiendo a lo largo de los años.

Beirut Zona Cero

«Este era el abrigo que tenía puesto mi mujer el día en que la llevé al hospital para que diera a luz a nuestro primer hijo», me dice Hassán Houssa blandiendo en el aire una chaqueta cubierta de polvo que acaba de recoger del suelo.

«Hace dos horas que estoy aquí, buscando entre los escombros de nuestra casa, y lo único que encontré fue este abrigo y algunas fotos. Todo lo que teníamos ha desaparecido. Mi librería, mis papeles, el ordenador con los archivos. Tenía unos diccionarios invalorables del siglo XIX».

«Los misiles israelíes destruyeron mi historia personal, borraron en un segundo todas aquellas cosas que daban constancia de mis cincuenta años de vida. Los muebles, la nevera, la lavadora, los puedes volver a comprar, pero todos esos recuerdos son irremplazables, se han ido para siempre».

Hassan trabaja desde hace 17 años en un banco, aunque estudió literatura inglesa en la Universidad de Beirut, ya que su gran pasión son los libros. Cuando comenzaron los ataques, cogió a su mujer y a sus hijos y partió con lo puesto rumbo a la casa de sus suegros.

Le pregunto cómo explica lo que ha sucedido. “Nada en especial, como puedes ver. El nuevo Oriente Medio del presidente Bush», me responde en un impecable inglés. «Irak en guerra civil, los talibanes de regreso en Afganistán, Líbano destruido. Mi más sincera enhorabuena al señor Bush y a todos los que lo apoyan”.

Suena de fondo una bocina. «Es mi esposa, que me ha venido a buscar, ella no quiso acercarse, le da mucha pena», me dice Hassán. Cuando me doy vuelta descubro al volante a una mujer vestida al mejor estilo occidental. Algo sorprendente para una familia chií que vive en el epicentro del distrito del sur de Beirut dominado por Hezbolá. Más aún teniendo en cuenta que Hassan me ha dicho que son partidarios de la organización y que él, personalmente, siente una gran admiración hacia Nasralá, su líder máximo, pues «ha devuelto la dignidad a los libaneses».

Pero como ya escribí en alguna ocasión, y como llevo meses descubriendo, la realidad del universo musulmán tiene muchos más matices, es mucho más compleja, de lo que nos animamos a admitir.

Hassan le muestra a su mujer el abrigo que ha podido rescatar de entre los escombros. Ella lo mira en silencio, sonriente, emocionada.

Sigo caminando por las calles de Dahiyeh. Observo edificios destruidos, coches aplastados, aceras rotas, incompletas, puentes fracturados, partidos en dos.

Durante la guerra, los F16 israelíes descargaron cientos de toneladas de bombas en esta parte de la ciudad. La justificación esgrimida en aquel momento era que intentaban destruir el búnker en el que se encontraba Hassán Nasralá.

Sin embargo, al ver la magnitud de la destrucción, que en cierta medida resuena a la zona cero de Nueva York aunque en una extensión mucho mayor, rápidamente se deduce que lo que aquí se ha llevado a cabo ha sido una operación de castigo colectivo, carente de freno o discriminación, destinada a golpear a la población civil, como la que aún hoy continúa en la franja de Gaza.

De otro modo, resulta imposible explicar que 198 edificios hayan sido alcanzados por misiles en esta sucesión de barrios de mayoría chií, matando a cientos de personas y dejando a miles sin hogar.

Avanzo en silencio, conmovido ante semejante escenario. Las montañas de escombros, los trozos de hormigón que cuelgan de las pocas estructuras que lograron sobrevivir a los misiles, los zapatos, abrigos, libros y fotos que aún permanecen esparcidos entre las viviendas.

Continúa…

Primeros vislumbres de Beirut

Llevo apenas unas horas en Beirut. Y, como en todo desembarco en un lugar desconocido, mi primera percepción de la ciudad es primordialmente sensorial. Observo con atención la arquitectura, los coches y el aspecto de sus habitantes.

Hoy en día, con la globalización, a menos que se trate de un país muy pobre, los aeropuertos suelen ser todos muy parecidos. En esta ocasión, el aeropuerto de Beirut posee en sí mismo una historia, pues hace apenas una semana que está abierto, desde que Israel levantara el bloqueo, y aún no funciona al cien por cien de sus capacidades.

Entre la muchedumbre que se agolpa frente a la puerta de salida de pasajeros, encuentro a personas con flores, globos y cajas de bombones que vienen a recibir a familiares y amigos que buscaron refugio fuera del país tras el comienzo de la guerra (aunque la gran mayoría regresó por tierra desde Siria).

Después, el primer recordatorio del terrible dolor que vivió esta urbe de 1,2 millones de habitantes a lo largo de los últimos meses. Los carteles pagados por Hezbolá en los que se ve a sus combatientes haciendo frente al Ejército Israelí de Defensa (IDF), que creo una vez más, después de la experiencia en Gaza, que debería ser rebautizado para sacar de su nombre de una vez por todas la palabra “defensa”. Mucho tiempo ha pasado ya desde la guerra de Yom Kippur.

Entre las imágenes que se suceden a ambos lados de la autopista del aeropuerto, una foto tomada por mi buen amigo Ángel Palacios. Magnífico periodista venezolano que cubrió el conflicto para Telesur, y que me ayudó en buena medida a preparar este viaje. El lema que acompaña a los carteles de Hezbolá, escrito en árabe, inglés y francés, hace referencia al carácter religioso de la organización, y al éxito que en teoría consiguió frente a Israel: “La victoria divina”.

La primera característica evidente de esta ciudad es que se extiende tanto sobre el mar como sobre las colinas que lo rodean, ciñéndose sus edificaciones a la escarpada geografía de la región. Según los historiadores, los primeros asentamientos en esta zona datan de la Edad de Piedra. Y el nombre original de la urbe, Birit, sugiere que aquí había varios pozos de agua dulce (en árabe moderno bir significa todavía pozo).

La autopista del aeropuerto conduce al mar Mediterráneo. Ese mar que fue testigo del arribo y la partida de buena parte de los pueblos y culturas que habitaron esta parte del mundo. Desde los fenicios, pasando por Alejandro Magno, los romanos – en cuya Escuela de Derecho beirutí se desarrollo el Derecho Justiniano, base del sistema legal occidental -, los árabes entre los años 635 y 1100, los cruzados de la mano Balduino I de Jerusalén, los musulmanes nuevamente con Saladino, los otomanos…

Me deslumbra Beirut por su belleza, por su intensidad y colorido. El antiguo centro de la ciudad, destruido en la primera guerra del Líbano y vuelto a construir durante los últimos años. El paseo marítimo, La Corniche, con su aire colonial.

Y también sus contrastes, la modernidad de las áreas cristianas, que poco si diferencian de Occidente. Y la actitud más sobria, austera y conservadora de los barrios musulmanes chiíes. El lujo y confort de algunos edificios, de los Mercedes Benz y los BMW último modelo, frente a la miseria de algunas zonas, con sus humildes casas de una planta y sus coches viejos y destartalados.

La luz se va y apenas tengo tiempo de visitar uno de los lugares que venía con la intención de ver. El hotel Saint George, frente al que tan brutalmente fue asesinado Rafik Hariri y que fue el detonante de la Revolución de los Cedros. Aunque ha pasado un año y medio del atentado, el sitio aún continúa cercado.

Mi guía en el Líbano es Fadi Merhi. Al que he bautizado cariñosamente El Fari, aunque mide un metro noventa y pesa unos 136 kilos. Hasta ahora, lo que más me gusta de este joven cristiano, de 25 años, es el afecto que tiene por su ciudad. Para él, todo lo de aquí es lo mejor. «Tenemos la mejor comida de Oriente Medio», me dice. «Las mujeres más atractivas, los clubes más liberales, la mejor marcha, las mejores playas». Y, al recorrer la Rue Monot, con su sucesión de bares, en los que se aparcan coches deportivos, y frente a los que caminan gente extraordinariamente guapa, no tengo más que darle la razón.

Fadi me parece una buena metáfora de este Beirut que estoy empezando a descubrir. Por una parte es un joven divertido, apasionado, amante de la buena vida y las fiestas, pero que también tiene un pasado trágico, marcado por la guerra.

«Mi familia tenía tres casas en las montañas del Chouf. Llevábamos una muy buena vida. Pero en menos de un año lo perdimos todo, en 1982. Los druzos mataron a varios de mi tíos, destruyeron nuestras casas, y terminamos viviendo en nuestro coche, en las calles de Beirut», me dice. «Vivimos en nuestro viejo Buick exactamente un año, siete meses y cuatro días. El objetivo de esa guerra, que se conoce como la Guerra de las Montañas, era expulsar a todos los critianos».

«Después no dieron una casa destruida, que reconstruímos entre todos. Recuerdo que, al principio, dormíamos a la intemperie, entre las ruinas. Pero inclusive esa casa fue bombardeada en 1983, por lo que lo volvimos a perderlo todo nuevamente».

«Mi padre era un hombre con mucho dinero, y tuvo que dedicarse a tapizar muebles y a trabajar como guardia nocturno en un edificio. Empleos que aún tiene, a los 53 años edad. Mi madre vendía flores en la calle, pero ahora lo ha dejado porque está enferma».

«El único que pudo estudiar fue mi hermano, que ahora es dentista. Yo tuve que dejar la escuela a los doce años, para trabajar en el mercado, cargando cajas».

– ¿Sientes odio hacia los musulmanes por lo que os hicieron?

– Antes que cristiano, soy libanés. Y no tengo odio hacia los musulmanes, ya sean chiíes o druzos. Si ellos me respetan yo los respeto. No tiene sentido odiarlos. Además, los jóvenes de este país tenemos otra mentalidad, queremos vivir en paz, viajar por el mundo, ser felices. Son los adultos los que se odian. Y, sobre todo, los líderes, que juegan con la gente, que la enfrentan.

– ¿Y qué esperas del futuro? ¿Crees que se alcanzará la paz?

– No lo sé, parece que la situación está mal. Lo único que te puedo decir es que no se puede vivir en un país que cada cinco años es destruido. Esto tiene que terminar algún día.

Rumbo al Líbano: encuentro digital

Ya ha comenzado mi cuenta atrás particular antes de tomar al avión que me llevará a Turquía y, desde allí, los autobuses que me conducirán a Beirut.

Ya comienzo a sentir los nervios, las dudas, la excitación. Como siempre, lo que más me preocupa es hacer las cosas bien, dar con las historias correctas. Hay mucho de azar en esta profesión: estar en el momento adecuado en el lugar adecuado.

Ya voy llenando carpetas de recortes, de mapas, de artículos que he bajado de Internet. Será mis lecturas principalmente a lo largo de los desplazamientos, en sus tiempos muertos. Hace un rato llegó lo que más esperaba, el libro Pity the Nation de Robert Fisk sobre el Líbano. Me lo mandaron por DHL desde Inglaterra. Pocas sensaciones hay más estimulantes y satisfactorias que conseguir un libro buscado durante largo tiempo. Atesorarlo, sentirlo en las manos.

A las cinco comienza un encuentro virtual con los lectores en 20 Minutos. El responsable de la versión digital del periódico me sugirió que os invitara a participar, y así lo hago. Por mi parte, como antes del viaje a Gaza, una excelente oportunidad para repensar los objetivos en voz alta, para conocer vuestras iniquietudes y reflexiones. Esa interacción que tanto me ha dado desde que comenzamos esta aventura hace ya más de tres meses.

Os mando un fuerte abrazo!! HZ