Sería injusto que proyectase sombra alguna sobre la belleza y la generosidad de Nairobi, ciudad por la que paso en numerosas ocasiones a lo largo del año y por la que siento un profundo afecto.
Después de estar en Congo, Sudán o Somalia, recoger las maletas en el aeropuerto Jomo Kenyatta, volver a cargar la tarjeta Safaricom del móvil en la tienda de revistas que vende los números de The Economist con una semana de atraso y tratar de que el taxista de turno me cobre mil doscientos chelines en vez de dos mil, tiene siempre el sabor de un regreso a casa. Las acacias de ramas como manos abiertas hacia el cielo, que flanquean Mombasa Road rumbo al centro de la ciudad, reverberan a bienvenida.
Después llegan los zumos de frutas de la tercera planta del Ya Ya Centre, las compras en el supermercado Nakumat del Sarit Centre o del Westgate, las cenas con los amigos en alguno de los tantos buenos restaurantes de Westlands, las posteriores copas en el Black Diamond, Havanna y Red Tape, y, por supuesto, los partidos del Barça el sábado o el domingo en la primera planta del Gypsys o en el más colorido Simmers, plato de nyama choma con patas fritas de por medio (previo pedido de que cambien de cadena y saquen la omnipresente Premier League).
Posibilidades de esparcimiento, descanso y encuentro con amigos que poco valor tendrían si no estuvieran acompañadas por la cercanía, la simpleza en el trato y la buena predisposición que sin excepción han mostrado los habitantes de la ciudad hacia el muzungu que escribe estas palabras. No recuerdo roce ni incidente alguno desde que la empezara a frecuentar hace más de un lustro. Algo inusual en una ciudad de semejantes dimensiones.
Planeta slum
Pero Nairobi tiene otra cara. Y no me refiero a los insufribles atascos ni a los habituales cortes de luz, sino a que, como tantas otras urbes de los países en desarrollo, ofrece una suerte de compendio, de resumen, de las abismales diferencias sociales que avergüenzan a nuestro mundo.
Una calle, un terreno baldío, un muro y un par de askaris de uniformes apolillados y miradas somnolientas, separan a los ricos de los pobres. Korogocho, como se dice en kiswajili: “hombro con hombro”.
El 40% de los habitantes de Nairobi reside ven barrios de chabolas. El más grande de estos asentamientos es Kibera, en el que rodé el documental Villas Miseria a lo largo de tres años. Las historias de Patrick Kimawachi, Kunja, Sharon y Phoebe que aparecieron por primera vez en las páginas de este blog en 2006. También conocimos Mathare, territorio kikuyu, ni tan vasto ni populoso como Kibera pero sí convulso en los tiempos que estaba dominado por la secta de los munghiki.
Hace uno meses tuve la posibilidad de acercarme a otro barrio de chabolas, llamado justamente Korogocho. Así viven sus 200 mil habitantes, hacinados, hombro con hombro. Lo que más impresiona al entrar es la montaña de basura que se eleva a un costado: Dandora, el mayor vertedero de Nairobi. Y las sombras de las mujeres que escarban entre la basura.
Las mismas osamentas rendidas a la inmundicia, a los desechos, que plasmamos en estas páginas en La Chureca de Managua y en las periferias de Recife y Dhaka. Otra seña de identidad de la parte más relegada del mundo.
El objetivo de la visita era realizar un reportaje a un grupo de mujeres que han decidido rebelarse contra la violencia sexual (en la imagen). Su extraordinario trabajo, en la próxima entrada.
Foto: HZ.