Viaje a la guerra Viaje a la guerra

Hernán Zin está de viaje por los lugares más violentos del siglo XXI.El horror de la guerra a través del testimonio de sus víctimas.

Archivo de agosto, 2012

Final de partida en Afganistán (vídeo)

Aquí un adelanto del trabajo que acabamos de terminar con Jon Sistiaga en Afganistán para el espacio documental que dirige en Canal Plus.

Un intento por tratar de mostrar lo absurdo del momento que se está viviendo en el país del Hindu Kush: si la guerra tiene ya fecha de caducidad, si las fuerzas internacionales terminará la retirada en 2014, si pocas dudan caben de que los talibanes moderados pasarán a formar parte del gobierno central en Kabul, ¿qué sentido tienen todas estas muertes de civiles y de soldados en tiempo de descuento?

Si la guerra es ya de por sí terriblemente absurda, más lo es aún en estas circunstancias, en este auténtico Catch 22.

¿La perspectiva narrativa para reflejar esta realidad? La de los hombres y mujeres que cada día se juegan la vida para desactivar bombas caseras. Esas bombas que son responsable del 80% de las bajas del ISAF. En Canal Plus, en octubre…

Los ojos de la guerra en Afganistán

Son muchas las transformaciones que han tenido lugar en la nación del Hindu Kush desde nuestra última visita. Una de las más evidentes es que el cielo de buena parte de las zonas conflictivas del país se ha poblado de zepelines de vigilancia. Según me cuenta Mónica Bernabé, con quien cenamos en la mítica Gandamack Lodge, un fenómeno que empezó a tener lugar en los meses previos a las elecciones de 2009.

Zepelín en base de EEUU a espaldas del antiguo Palacio Real de Kabul (Foto: Hernán Zin)

En la capital, destaca un dirigible que se encuentra detrás del Darul Aman, el antiguo y ruinoso palacio real de Kabul. Presencia esta que no evitó que en 2010 tuviera lugar allí un atentado con Toyota-bomba – el 90% de los coches en Afganistán son Toyoya de segunda mano, en su mayoría Corolla, al igual que en África oriental – que terminó con la vida de 19 personas entre las que se contaban seis soldados del ISAF.

Sin embargo, la descripción que los propios militares hacen del funcionamiento de estos artilugios es positiva. Avanzábamos con Jon Sistiaga – en una producción que podrán ver en octubre en su espacio de reportajes en Canal Plus – por la carretera que une las bases Lagman y Bullard en la provincia de Zabul, cuando el convoy militar en el que íbamos se detuvo debido a una bomba casera colocada junto a la carretera.

Nos sorprendió enormemente escuchar de unos de los oficiales rumanos que nos acompañaban que sabían de aquella bomba porque durante la noche las cámaras del zepelín habían seguido al vecino de un pueblo cercano que la había colocado esperando causar bajas entre las fuerzas de la Coalición.

– ¿Por qué no lo arrestan? – fue nuestra pregunta.

– Porque es un terrorista previsible y chapucero. Preferimos convivir con él por el momento a arrestarlo y que los talibanes y Al Qaeda manden a uno más eficiente en su lugar desde Pakistán.

Fue su respuesta, decididamente en la lógica Catch 22, o Gila si preferimos un símil más autóctono. Lo que deja claro que uno de los elementos más notables de la guerra, el absurdo, sigue vivo también en esta nueva clase de conflicto que predomina en el siglo XXI. El conflicto asimétrico, que ya no tiene lugar entre Estados sino entre grupos irregulares y fuerzas gubernamentales.

Dirigible sobre la base Lagman, en la provincia de Zabul (Foto: Hernán Zin)

Un escenario al que hace unos años bautizamos como el «Paradigma Gaza», pues fue en la paupérrima franja palestina en que se estrenaron, ensayaron y desarrollaron las estrategias e ingenios tecnológicos que hoy son la norma en casi toda trifulca armada: la presencia de aviones no tripulados de ataque, los dirigibles y las incursiones puntuales de fuerzas especiales.

Elementos estos que, además de ser cada día más habituales en buena parte del planeta, seguirán presenten en Afganistán cuando las tropas internacionales terminen la retirada en 2014.

El tirachinas de Emanuel contra los talibanes

Antes de partir hacia Afganistán escribí en estas páginas que sería interesante retratar la guerra a través de los amuletos que usan los soldados. Una forma indirecta – aprovechando la libertad narrativa que da un blog – de hablar de un elemento siempre presente cuando es la violencia la que prevalece: el miedo.

Gabriel, en la torreta del MRAP del 33 Batallón de Montaña Posada del Ejército de Rumanía, mientras patrulla el sur de Afganistán (Foto: Hernan Zin)

En la semana que llevamos aquí en el sur de Afganistán he retratado a numerosos militares junto a los objetos que emplean para tratar de mantener la templanza en los momentos difíciles. Objetos que, en la mayoría de los casos, están relacionados con gente a la que quieren.

Un resabio de ese pensamiento mágico que pervive en cada uno de nosotros, pero también una manera de tratar de hacer aflorar la propia entereza a través del recuerdo de aquellas personas para que las sabemos que somos importantes.

Los buenos soldados

Un amuleto destaca sobre todos los que he conocido en estos días: el que Gabriel lleva consigo en la torreta situada en lo alto de un vehículo blindado MRAP, junto a la ametralladora con la que espera enfrentarse a los talibanes de ser necesario.

Grabriel, de 32 años, pertenece al 33 Batallón de Montaña Posada, del ejército de Rumanía, que estuvo ya desplegado en Irak y en Afganistán en diversas misiones.

(Foto: Hernan Zin)

Un batallón de tipos duros, curtidos, disciplinados, que acompañan a los desactivadores de explosivos del Ejército de EEUU como escolta y protección en la zona norte de la provincia de Zabul, desde la base Bullard.

Amuleto compartido

Es la segunda jornada en la que salimos a rodar la desactivación de explosivos caseros. Pero hoy, a diferencia de ayer, me siento francamente mal.

No sé si es la falta de sueño, el frío polar con el que a los soldados estadounidenses les gusta programar el aire acondicionado de la tienda, el desayuno de prisa y corriendo en el comedor de campaña, la presión del chaleco antibalas sobre el pecho, el calor asfixiante del desierto… lo que sé es que apenas se cierra a mis espaldas la puerta del vehículo blindado MRAP, comienzo a sentir nauseas.

Como detener un convoy compuesto por medio centenar de soldados de EEUU, Rumanía y Afganistán que se dirige raudamente para tratar de neutralizar un explosivo colocado junto a la ruta – que podría matar a civiles -, no parece la mejor idea posible, el comandante me da la opción de subir a la torreta de la ametralladora y tomar un poco de aire hasta que me sienta mejor.

Es allí arriba, en ese momento tan lamentable de claudicación ante el malestar físico, donde conozco a Gabriel, que, para ser sincero, no me recibió con gesto compasivo, con un «uy, te sientes mal, qué putada, ponte aquí que te va a hacer bien». No, me miró con evidente indiferencia, que podría rayar en cierto velado y comprensible desprecio. Después de todo, si tenía que entrar en combate yo iba a ser un incordio.

En el nombre del hijo

Para no extenderme demasiado, sólo puedo decir que la misión sí se extendió demasiado, más de seis horas, pues después de desactivar el primer explosivo apareció otro, que estaba a mayor distancia aún de la base Bullard. Seis horas que se me hicieron eternas y en las que el malestar físico siguió agravándose.

Seis horas en la que Gabriel me terminó por contar, aprovechando las similitudes que hay entre el español y el rumano, que aquel tirachinas pertenece a su hijo, Emanuel, de nueve años de edad.

Un objeto que logró dar cierta humanidad a aquella situación tan terrible y tan delirante en la que docenas de personas estaban ahora jugándose la vida porque un tarado había colocado la noche anterior una bomba casera. Otra escena absurda de una guerra absurda con fecha de caducidad: 2014.

Un objeto que, si bien no hizo que dejara de sentirme mal físicamente, sí me abstrajo de esa realidad y me dio cierta paz de espíritu. Traté de imaginarme a Emanuel: la relación con su padre, la ausencia, los recuerdos, el instante en el que le dio el tirachinas. Y al menos por un rato, aquel amuleto también fue mío.

Kabul… a pesar de todo, Kabul

Kabul es una ciudad de niños harapientos que rebuscan en la basura; de mujeres atrapadas en burkas que recorren las aceras invisibles y livianas como fantasmas; de mendigos que levantan los brazos en las esquinas reclamando almas.

Niños vuelven de la escuela en la periferia de Kabul, entre tanques abandonados por los soviéticos (Foto: Hernán Zin)

Una urbe caótica, polvorienta, de tráfico crónicamente colapsado, donde el que lleva un arma tiene prioridad sobre el resto, ya sea un policía, un soldado afgano, un soldado de la OTAN, un guardia de seguridad de una embajada o un mercenario de alguna empresa militar privada. Así se estructura la pirámide social en esta parte del mundo, sobre fusiles, revólveres y granadas.

Una capital cada día más amurallada, de calles abruptamente mutiladas por muros de hormigón y alambres de espino, de garitas con somnolientos guardias de seguridad y de humvees del ejército afgano aparcados en las aceras con sus ametralladoras .50 listas para disparar.

Una urbe a la que de vez en cuando bajan algunos tarados adoctrinados en las madrasas de Paquistán y se meten en un hotel, en un restaurante, en un edificio público, para liarse a tiros y tratar de llevarse consigo la mayor cantidad de vidas posibles. Una excursión que suele terminar con estos mismos tarados volando por los aires y rodeados de cuerpos sin vida de inocentes.

Una ciudad por la que, a pesar de todo, quien escribe estas palabras siente un particular afecto. No en vano hace dos horas, al abandonar el nuevo aeropuerto y subirse al desvencijado taxi que lo llevaría al mítico hotel Gandamack, experimentó una cierta emoción. Todo amor es imperfecto, convive con limitaciones y miserias, y esta no iba a ser la excepción.

Ahora, por delante, 24 horas para redescubrir Kabul, para recorrer Chicken Street, el parque de Shahre Now, el antiguo palacio real, y disfrutar las vistas desde la colina de la televisión. Mañana a primera hora partimos hacia Kandahar, que es donde la guerra se manifiesta de forma más terrible e implacable.

A pocas horas del regreso a Afganistán

Finalmente, en un par de horas emprendemos el camino de regreso a Afganistán. Nuestro anterior desembarco en la nación del Hindu Kush tuvo lugar cuando comenzaba a quedar claro que se había prestado demasiada atención a Irak y que la guerra contra los talibanes, cada día más letales en sus incursiones, iría para largo. La desesperación ante la pérdida de soldados de la OTAN llevaba a abusar de los bombardeos con sus enormes cifras de víctimas civiles y el rechazo generalizado de la población local. Un panorama francamente sombrío.

Niños frente a Soldado de la 101 Aerotransportada en el Valle del Tagab. Junio 2008 (Foto: Hernán Zin)

Mañana volvemos en otro momento crucial: después de que Obama anunciara en 2009 la aplicación de una estrategia similar a la aplicada en Irak, basada en la multiplicación del número de soldados en el terreno y la protección de la población civil – una estrategia clásica de lucha contra grupos insurgentes -, el tiempo parece haberse acabado para las potencias occidentales, que están emprendiendo la retirada.

Decisión esta que lleva a una pregunta incómoda: si se sabe que habrá Gobierno compartido con los talibanes moderados, ¿qué sentido tienen todas estas vidas de soldados y civiles que se pierden a diario? ¿Todas estas muertes en tiempo de descuento, cuando ya el resultado de la partida es conocido?

Como novedad en este inminente desembarco en Afganistán, la compañía de Jon Sistiaga, con quien otra vez tengo la suerte de trabajar para Canal Plus.

Afganistán y una gran marcha contra el miedo

Ayer, cuando recibí la confirmación oficial del destino al que iré empotrado en Afganistán, tomé conciencia de que hay un tema del que apenas hemos hablado en estos seis años de Viaje a la guerra. Paradójicamente, una cuestión que está siempre presente cuando uno se acerca a la violencia y que tiene una íntima relación con esta clase de trabajo: el miedo.

Soldados de la 101 Aerotransportada en patrulla a pie en el valle del Tagab, Afganistán, tras aviso de bomba (Hernán Zin)

Pensé que casi no habíamos reflexionado en estas páginas sobre el miedo – cuando sí lo hemos hecho de forma prolija y exhaustiva de casi todo aspecto relacionado con la guerra – justamente en el momento en el que volvió a hacerse presente.

Porque apenas te llega el correo electrónico en el que te dan luz verde para irte empotrado a Afganistán, experimentas la alegría de ver que has conseguido tu objetivo, que tu reportaje avanza, prospera, al tiempo en que sientes un profundo miedo.

El miedo a ser alcanzado por un explosivo en la ruta y regresar a casa mutilado, para ser más exacto. El miedo a que tu existencia cambie de forma brutal para siempre, que se llene de dolor, de pérdida, de limitaciones. El miedo último a no volver a ver a la gente que quieres.

Lo que intento hacer en momentos como esos, para paliar el miedo, es poner mi vida en perspectiva. ¿Qué clase de existencia he llevado hasta el momento? ¿Ha sido plena, honesta, comprometida, generosa, divertida? ¿Estoy dispuesto a dejarla, a ponerla en juego por hacer lo que tanto quiero?

Vencer el miedo, cualquier clase de miedo, es uno de los grandes desafíos de nuestra vida. El miedo a la soledad, al fracaso, a la marginación. Y, sobre todo, ese miedo final, insoslayable, de saber que todo esto no es más que una experiencia efímera, con fecha de caducidad.

No a la histeria

Por eso estos días de naufragio colectivo en España resultan especialmente dolorosos y frustrantes. Si algo parece en alza, parece estar triunfando sobre nosotros como sociedad, es el maldito miedo. El miedo en su peor versión, esa que paraliza, enfría y desconcierta el alma.

En vez provocar en nosotros la rebelión, el desapego, de ayudarnos a poner todo en su justa perspectiva, el miedo se ha sobredimensionado y nos está ganando la batalla. No estamos comprendiendo que son en circunstancias como estas, en las que no tenemos nada que perder, en las que podemos ser verdaderamente libres y artífices de nuestro destino.

Entre todas las marchas y protestas que se están siendo convocadas en estos días, extraño una gran concentración, de miles de personas, para decir “no” al miedo. Una catarsis colectiva contra tanto titular de prensa histérico, contra tanto pesimismo. Si no fuera porque me voy a Afganistán, ya mismo estaría preparando las pancartas…