El nutricionista de la general El nutricionista de la general

"El hombre es el único animal que come sin tener hambre, que bebe sin tener sed, y que habla sin tener nada que decir". Mark Twain

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¿Qué hay para comer mamá?

Que hay para comer mamáIba a empezar diciendo que gran parte de mi infancia la recuerdo con mi madre en la cocina. Pero no sería del todo cierto.

Toda la vida que viví con mis padres la recuerdo con mi madre en la cocina. Así es mucho más preciso. Incluso ahora que hace más de 12 años que “volamos del nido”, mi madre sigue pasando una gran parte de su tiempo en ella, lo sé porque me consta. Hablamos a menudo, casi a diario. La vida en torno a una cocina. Y todo lo que lleva aparejado, comprar, preparar, guardar, conservar, cocinar, servir, recoger, etcétera. Y sin estudios de cocina, ni de dietética, ni de nutrición… nada de eso. Sin embargo, nadie se quejó. Ni se queja. Más al contrario, mi madre cocina como los ángeles, y el menú siempre fue y es lo que hoy podríamos llamar “los que sabemos” como equilibrado. De veras que recuerdo como si fuera hoy el más o menos largo camino del colegio a casa con una pregunta entre los dientes amartillada para sin casi decir un qué tal estás o un simple hola, soltarla a bocajarro, con más hambre que malicia. Eso seguro, malicia ninguna, quizá poca consideración… y mucho hambre. ¿Qué hay para comer mamá?

Como decía, la minuta diaria era variada y suculenta. Las especialidades muchas, aunque recuerdo con filial añoranza sus alubias rojas, su ensaladilla rusa (mis amigos de adolescencia “se pegaban” para venir a mi casa a comer esa ensaladilla), su gratén de patatas con pimientos rojos (plato sencillo pero pesado de preparar), su fricandó (ay, ay, ay ese fricandó), aquellos chipirones (los de verdad, ni calamares, ni gaitas) en su tinta con arroz, sus celestiales pochas (aun me recuerdan mis padres como me debí de poner a base de pochas con la tierna edad de un año), su sopa de arroz (capaz de resucitar a un muerto), aquel gazpacho ligero, muy ligero en consistencia pero de sabor contundente (no he vuelto a probar un gazpacho que se le parezca ni de lejos) y qué decir de su menestra (de las de verdad, claro), sus pimientos rellenos, su chicharro al horno, etcétera. Y todo ello por no hablar de mi plato estrella, bueno, en realidad el plato estrella de mi madre, ese que a día de hoy me sigue preparando para el día de mi cumpleaños (a pesar del asco que le da el hacerlo): los riñones al jerez con arroz. Mis mejores y mayores halagos delante de un plato los he proferido delante de los riñones al jerez con arroz de mi madre.

No se puede olvidar que de casta le vino al parecer a la “galga”. Su madre, mi abuela, era parecida… qué se podría decir de aquella carne rellena con huevo duro y aceitunas (y qué salsa, por Dios qué salsa) que preparaba mi abuela, sus sopas de ajo, sus albóndigas (del diámetro de una moneda de euro) aquella vinagreta que preparaba para acompañar una humilde ensalada de patata y remolacha, ¿puede tener algún “misterio” una vinagreta? Está claro que sí. Recuerdo también con especial delectación el helado de limón que preparaba mi abuela en verano. Ya ves.

Volviendo a la santa de mi madre, a esas madres en general me refiero, y a aquellas abuelas. El momento de la comida era uno más entre tantos otros en los que había que alimentar las hambrientas bocas de mis hermanos y mía… y de mi padre, claro. El desayuno, preparar el almuerzo para el colegio siempre bocatas, sin tonterías de galletas en envases monodosis ni zumitos. Bocata de embutido, bocata de mantequilla con miel o de mantequilla con azúcar, de fiambre y hasta bocatas de sardinas. Luego la merienda, más bocata, vasos de leche y algunos yogures o algo de fruta. Y más tarde la cena, también de cuchara; purés de verduras, de lentejas, coliflor al horno, berza, purrusalda, merluza a la romana, anchoas fritas, huevo pasado por agua, etcétera. Los postres, siempre fruta fresca y evidentemente de temporada. Entonces en los supermercados y mercados no había fruta que no fuera de temporada. Hoy sí, parece un contrasentido, pero la hay. A pesar de ello en casa de mis padres (y en la nuestra) la fruta sigue siendo de temporada. De la temporada buena, de la de aquí, me refiero.

Ya ves, y sin estudios de Nutrición Humana y Dietética y sin pasar por el Basque Culinary Center ni por un curso de tecnificación en el Bulli.

La condena de mi madre “a cocinas” (por “a galeras”) tiene sus claroscuros. Tiene que ser muy duro estar entregado en cuerpo y alma a estas cuestiones (además de a otras labores domésticas). La parte buena, que la tiene, es que nuestra satisfacción ha sido siempre lo suficientemente patente como para saberse recompensada por la inversión realizada. Hoy me pregunto si suficientemente recompensada. No, nunca creo que se pueda obtener una recompensa por tanto. Y digo tanto porque en todos esas recetas y bocatas había algo más que una simple buena planificación y cocinado. Había eso que queda cuando el mero cumplimiento de los compromisos se volatiliza. Había y hay amor, cariño, interés, preocupación… eso que solo unos padres, y no digamos una madre, puede añadir a un guiso o a un simple bocadillo.

Hoy, en general cocinamos menos y comemos peor. Tenemos menos recursos domésticos y por supuesto culinarios. Bebemos leches con omega tres, potajes  “de la abuela” enlatados y pizzas “caseras” termoselladas… sabemos más y sin embargo la comida nos sabe menos.

Pues te voy a decir una cosa más mamá. Hay otra cosa más de la que puedes sentirte satisfecha y orgullosa. Y mucho. Esa dedicación y buen hacer ha propiciado que hoy en nuestra casa, en la de tus nietas, se cocine más de lo que estoy seguro se cocina en la media de hogares similares al nuestro. Las razones que así se haga son básicamente dos. Puedes pensar que tu imagen me ha inspirado o bien que el temor de llegar a perder lo que una vez tuve me ha empujado a “tener” que cocinar. Posiblemente todo haya influido, pero tú mejor que nadie sabes que si se cocina por ese tipo de obligación las cosas no terminan sabiendo igual. El caso es que me gusta cocinar. Y me gusta responder a tus nietas cuando hoy son ellas las que me preguntan que qué hay para comer mientras les gotea el colmillo.

Por cierto, hemos de quedar y me tienes que poner al día con muchos de esos secretos que a menudo tanto te consulto por teléfono cuando me enfrento a una nueva receta de las tuyas, de las de casa, de las de siempre.

Gracias mamá. Muchas, pero que muchas gracias.