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Pasiones que dejan huella

Hay pasiones que marcan, que no se olvidan. Tatuajes emocionales que llevamos ocultos en los pliegues del alma y de la vida, grabados a fuego a golpe de besos y piel que un día fue nuestra y cuyo recuerdo aún hoy, años después, nos estremece. Casi siempre por dentro, pero a veces también por fuera.

Estas pasiones, por definición, no suelen durar mucho. Y menos mal, porque de otra forma, no sobreviviríamos. Es imposible vivir mucho tiempo en esos niveles de intensidad, de ansiedad, de deseo. Sí, ese que hace que te duela el cuerpo de las ganas, de la necesidad extrema de mezclarte con el otro y perderte en su olor, en su cuerpo. Deseo del que provoca mono. Ese deseo.

TangoEstas pasiones, por las razones que sean, suelen ir unidas a circunstancias que las dificultan. Amores imposibles, casi siempre. O al menos eso es lo que se cuentan a sí mismos algunos de sus protagonistas cuando les falta el coraje y la valentía para intentar que dejen de serlo. Imposibles, digo.

El consuelo es que, al no ser sometidas a las erosiones y estragos del paso del tiempo, estas pasiones quedan suspendidas, grabadas intactas en la gelatina de la memoria. Y en momentos de necesidad y vacío, los afortunados que hayan tenido la suerte de experimentarlas pueden al menos mirarse al espejo y decir: “Yo he sentido, yo he amado, yo he vivido”. Porque vivir no es solo que el corazón te bombee y te mande oxígeno al cerebro. Para vivir, hace falta mucho más.

Hoy, mientras buscaba algo para leer entre los libros de mis estanterías, me tropecé con uno que creía olvidado, una selección de letras de tangos de 1.897 a 1.981. Un regalo. Al abrirlo, me arrojó a la cara sin compasión una vieja dedicatoria. Alguien, hace años, me la escribió cuando estuvo de viaje en Buenos Aires. “El tango es belleza, es intensidad, es seducción. El tango es compenetración, es conexión, es unión. Vos sos tango. Tú y yo fuimos tango”.

Cerré el libro y me estremecí.