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De perderle el miedo al sexo con la luz encendida

Yo era de esas, de las que buscan cualquier excusa para, apurando el minuto de antes, levantarme de la cama y bajar un poco las persianas.

Era de las que veía la luz como enemiga, nunca como aliada.

PEXELS

Como una chivata traicionera que señalaba mis hoyuelos de los muslos. Que se cebaba en las estrías de mi cadera.

Siempre la iluminación, bien natural o artificial, era quien decía a la otra persona que todavía quedaba algún pelo sin depilar, una pedicura pendiente de repasar, el pecho en un ángulo poco favorecedor, la tripa algo más hinchada por la cercanía de la menstruación…

Yo era de esas que buscaba la oscuridad solo para tener una cosa por segura, ya no sería posible ver que no era perfecta. Que mi cuerpo no era como el de las revistas.

Así que las persianas se bajaban, las cortinas se corrían (a diferencia de mí en ese momento de mi vida), la lámpara se apagaba y ya sentía que podía moverme en penumbras sin sentirme atenazada por el miedo de todas las inseguridades que la falta de ropa dejaba a la vista.

Y hablo en pasado porque aquella era, pero no soy.

Porque descubrí que el problema no estaba en la claridad en la habitación, que lo tenía mi punto de vista y que me estaba impidiendo algo tan bueno como disfrutar de un buen sexo.

Hice el ejercicio de aprender a mirarme diferente reflejada en el espejo antes de meterme en la ducha. De acariciarme el pecho, pequeño y desigual, pero mío y suave al tacto.

De apreciar las irregularidades de los pezones, de recorrer las pequeñas estrías blancas que lo recorren en algunas zonas.

También me reeduqué sobre la odiada piel de naranja dándole tregua, dejándole estar y viéndola de otra manera. Como mía y no algo ajeno de lo que deshacerse.

La vi como lo que es, un cambio de relieve que no cambia nada. Algo que no me impedía disfrutar cuando recibía un cachete certero.

La recorrí con la yema de los dedos, la estrujé clavándole las uñas, la solté, la manoseé y me gustaron todas las sensaciones. Disfruté de mí.

De repente, aquel físico en el que bajo la luz conseguía sacarle defectos constantes, me pareció precioso. Me sentí bien con aquel reflejo por primera vez.

Pero sobre todo, tenía la urgencia de exprimirlo a cualquier hora y momento. De echar un polvo a primera hora de la mañana sin pensar en los rayos que se colaran por la ventana. De no ponerle límites de tiempo o iluminación al sexo.

Y vaya si lo hice. Y lo sigo haciendo.

Duquesa Doslabios.
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