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Amor prohibido: mujeres obsesionadas con sacerdotes

Cuando me lo contaron, no me lo creí. Pensé “bah, la típica historia exagerada hasta el extremo en el que el único ápice de verdad es casi casual”. Pero un día, en lugar de oírselo al “amigo de un amigo”, se lo escuché de su propia boca al que se supone que era su íntimo y confidente desde la más tierna infancia, su compañero inseparable desde que compartieran vecindario y colegio en tierras murcianas.

El tipo no quería abrir la boca, pero presionado por un amigo común y aliviado por el anonimato y el convencimiento de que yo nunca la conocería en persona, acabó accediendo a contarme la historia de su mejor amiga. La muchacha, que hoy tiene unos 30 años, es hija de cura. Resulta que su madre se enamoró del párroco del pueblo y, entre confesión y confesión, logró que el hombre colgara los hábitos y se casara con ella. O puede que fuera al revés, quién sabe, que fuera él quien le comiera la oreja tras la misa y la mujer perdiera los papeles por el hombre de carne y hueso que se ocultaba tras la sotana.

FOTOGRAMA DE EL PÁJARO ESPINO

FOTOGRAMA DE EL PÁJARO ESPINO

El caso es que se casaron y comieron perdices hasta que, cuando la hija que tuvieron contaba con solo dos años, el pobre exsacerdote, que por lo visto era bastante mayor, falleció. Hasta ahí vale, tampoco es que resulte muy excepcional la cosa. Pero el asunto empieza a complicarse cuando la triste viuda acude en busca de consuelo a moquear el hombro de un seminarista. Es que debía de ser muy espiritual, la pobre… Y de nuevo surgió el amor, porque el tipo en cuestión nunca llegó a ordenarse sacerdote y la viuda volvió a cambiar de estado civil. De esta forma, nuestra protagonista pasó a ser una hija de cura criada por un seminarista.

Se ve que la impronta de estos hombres debió de impresionarla, así como la pasión de su madre por las sotanas, porque según cuenta su amigo, ella está obsesionada con ellos y es incapaz de fijarse en un hombre que no tenga en su vida un alzacuellos. Se mudó a Madrid, donde vive y trabaja desde hace años. Y él, su gran amigo, su apoyo incondicional, solo le conoce relaciones y amistades con jóvenes curas o que van camino de serlo. Al parecer los va encadenando. Relaciones estrechas, supuestamente amistosas, pero turbias y extrañas hasta que un día, el tipo se quita de en medio, se evapora, y a los pocos meses aparece con otro. Van con ella al cine, al teatro, a cenar, a fiestas, de copas… Son curas modernos, nada que ver con el viejo párroco que la engendró. En ocasiones se quedan a dormir en su casa. ¿Tienen relaciones sexuales? Nadie lo sabe, pero su amigo apuesta por ello. Él cree que la cosa dura hasta que ellos se ven obligados a elegir… y eligen. De momento, nunca a ella.

Contra todo pronóstico, he acabado por conocerla, por eso me he animado a hablaros de ella, con permiso del amigo. Fue este fin de semana, en una fiesta en la que acabé de forma un tanto forzada. Me moría de curiosidad, lo admito. Supongo que esperaba encontrar una especie de monjita sin hábito, una chica tímida y poca cosa, pero he de confesar que quedé muy sorprendida. Por supuesto, ella no sabe que estoy al tanto de su historia y no pude preguntarle nada, pero ahí estaba, una mujer atractiva, resuelta y extrovertida, y pegado a ella, como una sombra, un joven curita. Él sí que estaba como fuera de su sitio, descolocado. Educado y amable, sí, pero distante. Pensé que iba a marcharse en cualquier momento, pero ahí aguantó, estoico, hasta que un par de horas después ella cogió su chaqueta y ambos salieron por la puerta. Eran las 2 de la madrugada.

¿Un reto? ¿Obsesión? ¿Pasión por lo prohibido? No dejo de darle vueltas. Mientras tanto, me han entrado unas ganas locas de volver a ver El pájaro espino.