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La primera vez que me acosaron sexualmente

Tendría ocho o nueve años. Estaba en el metro con mi familia camino a un mercadillo y cuando iba a bajarme del vagón noté que me tocaban el culo.

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Al girarme, un hombre, ni muy joven ni muy mayor, retiraba el brazo y volvía a acomodarse en su asiento. «¿Qué pasa?» me preguntaron, y al contar lo que había sucedido mi padre y mi tío se giraron corriendo, pero el vagón había cerrado sus puertas.

El hombre nos miraba desde el interior del vagón, seguro, tranquilo, con una media sonrisa congelada en su cara. Esa estúpida media sonrisa que sé que, de haber sido de otra manera, mi padre le habría reventado.

Tenía ocho o nueve años y recuerdo pasarme el resto del día sintiéndome sucia y deprimida. También me sentí así los días siguientes y me siento así años más tarde recordándolo.

Me llevó mucho tiempo entender que desgraciadamente, hay una serie de hombres (porque nunca en mi vida me ha acosado sexualmente una mujer ni conozco a nadie que le haya sucedido) que consideran que tu cuerpo está a su libre disposición, ya sea para verlo, juzgarlo o incluso, en casos extremos, tocarlo.

A los diecisiete, yendo al colegio, un coche seguía mi camino. Recuerdo que se paró a mi lado varias veces y el hombre que lo conducía me miraba señalando el asiento del copiloto vacío.

Apuré el paso y en un semáforo un poco por delante de mí, se paró, se bajó del vehículo y abrió la puerta. Eché a correr en dirección contraria y cuando llegué al lugar donde esperaban mis amigas me eché a llorar sin poder contenerme. Fue de las veces que más miedo he pasado en mi vida.

Con el paso de los años he ido coleccionando muchos más momentos de acoso, como quien colecciona sellos, en una caja y a buen recaudo dentro de mi cerebro, donde nadie lo pueda ver y sea yo la única que pueda acceder a ello para procesarlo.

Tengo de todo: silbidos, piropos no deseados de desconocidos, miradas a mis piernas por parte de los que han sido vecinos por veinte años, tocamientos disimulados y tocamientos exagerados casi hasta dañinos que más que una caricia eran un agarre con rabia, siseos, seguimientos por la calle y gestos lascivos.

Me ha pasado de día, de noche, a las tres de la tarde, yendo sola, con amigas, con novio, en España, en otros países, saliendo de casa, en el pueblo de mi amiga, en una calle desolada, en un local lleno… Los he recibido de hombres jóvenes, adultos de todos los tipos, ancianos, de todas las etnias, con todos los acentos posibles y en cada situación he pensado y sentido lo mismo.

He pensado que no es justo que por ser mujer no se respete mi cuerpo, que es mío y sobre el que yo decido. No es justo que se me considere de una categoría inferior, como que estoy a disposición de lo que quiera decir o hacer el hombre de turno. No es justo porque soy mujer, sí, pero como mujer que soy, también soy persona y merezco el mismo trato respetuoso que yo les dispenso a ellos.

Duquesa Doslabios.