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Amores interrumpidos, amores eternos

Había oído hablar de él toda mi vida, desde que tenía uso de razón. Pepe Cabello, el pintor. El gran y único amor de mi tía Paca. Tardé años en oírselo nombrar a ella, que vivía aparentemente ajena a los comentarios y chismorreos que sobre su vida y su pasado hacían familiares y amigos. Siempre a sus espaldas, eso sí: “Pobre, tan buena y tan sola”, “ha sido incapaz de rehacer su vida desde entonces”, “si no hubiera sido tan cabezota…” Mi curiosidad crecía cada día, pero siempre que preguntaba me respondieron con evasivas. Al fin y al cabo, yo solo era una niña.

Paca era mi tía “la solterona”. Tía abuela, en realidad, pero se ve que su condición de no-casada la convertía a nuestros ojos en una especie de tía universal que siempre estaba cuando la necesitábamos, capaz de cuidar de todo y a todos. Era extremadamente cariñosa, detallista y poseía una alegría contagiosa; todo le hacía gracia. Pero un día, mientras paseábamos las dos por la Plaza Alta, la de las palomas, se le heló la sonrisa en la cara. Tardé en darme cuenta porque me había acercado un momento al quiosco a por pipas, y hasta que no me di la vuelta no vi a aquel hombre, del brazo de una señora, parado frente a mi tía. Para cuando los alcancé, la conversación ya estaba iniciada.

—Hace ya seis meses que regresé. Que regresamos —dijo él, mirando fugazmente a la que a todas vistas era su mujer—. La jubilación, ya sabes… Es raro que no nos hayamos encontrado antes, esta es una ciudad pequeña”.

—Uy, ya no tanto… ha crecido mucho, no es la que era. Te habrá costado reconocerla…

—Está distinta, sí, pero en esencia sigue siendo la misma. Algunas cosas no cambian nunca.

A mi tía le temblaba ligeramente la barbilla y él me miró.

—¿Tu hija?

—No, mi sobrina —aclaró ella, y aunque sonreía, o al menos lo intentaba, no pudo evitar que se le ensombreciera el rostro. Tenía los ojos acuosos.

Se hizo un silencio demasiado largo —incluso una niña podía darse cuenta de eso—, hasta que la mujer que colgaba del brazo del hombre, visiblemente incómoda, carraspeó. Por un momento creí que iba a decir algo, pero no dijo nada. Ahora pienso que quizás estaba invitando a su marido a presentarla, pero aquello no sucedió. Solo miradas y más silencio incómodo.

—Bueno, me alegro de verte, Pepe, que disfrutéis del regreso —dijo mi tía mientras tiraba de mi mano—. Tenemos que irnos.

Él hizo un gesto con la cabeza a modo de despedida y la mujer sonrió, educada. Ya caminaban hacia la Calle Ancha, cuando se volvió.

—Paca…

Ella se dio la vuelta, expectante.

—Me ha gustado mucho volver a verte.

Cuando se es muy joven se tiende a creer, por error, que el amor no es cosa de mayores. No es un pensamiento consciente, es algo interiorizado, que sale sin querer. Uno cree que sus calores y anhelos, sus vaivenes y navajazos son patrimonio exclusivo de la juventud. Cuando se es muy joven nadie se imagina a un señor o una señora de 60 años temblando por la cercanía de otra persona, o con el corazón a mil, o simplemente hecho trizas por lo que fue, por lo que ya no, por lo que pudo haber sido. Cuando se es muy joven, a menudo, se está equivocado.

Aquella tarde Paca y yo anduvimos de vuelta a su casa. Ni ella ni yo dijimos una palabra, aunque juraría que le vi alguna que otra lágrima. Casi podía tocar su tristeza.

Años después, cuando mi tía enfermó, le conté a mi madre aquel episodio de la plaza y lo triste que había visto a la tía. Entonces ella me contó que ese debía de ser Pepe Cabello, su amor de juventud y el único novio que había tenido. Al parecer estaban muy enamorados e iban a casarse. Pero en aquellos años España no era un buen lugar para el amor… Como muchos otros, en esos tiempos de oscuridad y represión Paca y Pepe necesitaban de una carabina para poder verse. Sí, una de esas señoras mayores que acompañaban a las chicas jóvenes en sus citas para asegurarse de que no hacían nada indecente. En su caso, una prima de ella bastante mayor, Luisa, que a su vez arrastraba la amargura de un amor truncado por ser él más joven que ella. Luisa, a la que prohibieron casarse con ese hombre. Luisa, que se quedó para vestir santos. Luisa, que si no se casaba ella no se casaba nadie.

Y así, hizo todo lo posible por boicotear aquella relación. Si querían estar juntos, tenían que ir a donde ella quisiera y hacer lo que a ella le diera la gana. Si protestaban, se negaba a acompañarles y ya no había cita. Un día, en plena semana santa, Pepe pidió a su novia que fueran al balcón que había preparado su familia para ver la procesión. Luisa se negó, y el hombre ya no pudo más. “Estoy harto de que tu prima nos mangonee. Si no vienes esto se termina, Paca. O ella o yo”. Algo así debió de decirle. Pero Pepe no entendía que no se trataba de él o Luisa, sino de él y todo un régimen. ¿Cómo iba ella sola a poder dinamitarlo? Dolor, orgullo, llantos… y Luisa malmetiendo. Al final se canceló la boda y Pepe se fue de la ciudad, que por aquel entonces era más bien un pueblo.

Ignoro si volvieron a verse. Mi tía murió a los 66 años de un cáncer. Pepe, su Pepe, solo la sobrevivió un par de meses, aquejado del mismo mal. Están enterrados en el mismo cementerio, a no demasiados metros de distancia. Cerca, pero sin tocarse… como cuando estaban vivos.

Y en su casa, bajo la cama, una vieja lata llena de fotos.

PACA Y PEPE

PACA Y PEPE

Sexo en el coche, ¿un clásico por necesidad?

No sé quién pasó más vergüenza, si ellos o yo. Volvía de una noche de cena y copas con amigos por la Latina, y como tuve que esperar un buen rato para poder conducir, se me hizo bastante tarde. Llovía a cántaros, así que entré corriendo al aparcamiento de la Plaza de la Cebada. Me disponía a abrir la puerta para entrar en el coche cuando los vi. Estaban, ahí, en un escarabajo negro justo al lado, acometiéndose semidesnudos. Me quedé quieta, boquiabierta, durante no sé cuantos segundos. Entonces la chica abrió los ojos, giró la cabeza y me miró. Grita ella, yo doy un respingo, el tío me mira con cara de susto primero y de cabreo después, y justo cuando empiezo a hacer el gesto de pedir perdón con las manos mientras me meto a toda prisa en el coche, aparece a lo lejos el vigilante con cara de pocos amigos. Arranco y me piro. No está mal para terminar la noche.

sexo en el coche

GTRES

Luego, ya de camino a casa, me pongo a pensar. ¿No tendrían mejor sitio? Porque la garita del vigilante estaba llena de cámaras, y además de la pillada, qué incomodidad… que no eran precisamente quinceañeros. ¿O es que era tanta la urgencia? Me pregunté cuándo fue la última vez que yo lo hice en un coche y no pude evitar sonreír. Fue hace años, en verano, en un camino de tierra cerca de la playa. El episodio me recuerda bastante a aquella canción de Extremoduro, Que sonrisa tan rara. Disimula/que ha parado la guardia civil/dónde coño he puesto el pantalón/destrozaron nuestra intimidad/pa pedir la documentación… Pues más o menos igual.

Y así, echando la vista atrás, no pude menos que sentir hacia los coches una gran gratitud. No por ese momento en particular, sino por tantos otros en los que la ecuación juventud + falta de casa y de dinero convierte a cualquier vehículo de cuatro ruedas en tu mejor aliado. Mío, y de tantos otros. Y aunque muchas veces requiera poner a prueba el ingenio y la audacia, ¿cuántos deberían sentirse agradecidos por haber tenido en su día un coche a mano? “Dios bendiga al simca mil”, decía un amigo hace años. Nadie lo explicó mejor que los Inhumanos.

Pues eso, que a falta de pan, buenas son tortas. Aunque, ahora que puedo pagarme un alquiler, va a ser que me quedo con el pan.