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Sexo, culpa y autoengaños

Este año la vuelta al trabajo está resultando especialmente dura, así que, para rebajar el síndrome postvacacional, unos cuantos compañeros quedamos a la salida del curro y fuimos a cenar. Entre copita y copita de vino la cosa se fue animando y la conversación, que fue subiendo de tono a medida que avanzaba la noche, derivó en un intenso debate en torno a una anécdota con la que aún sigo alucinando.

Una de mis compañeras contó que su prima veinteañera, universitaria y profundamente católica, tenía un novio con el que llevaba un par de años y con el que planeaba casarse cuando terminase la carrera. La chica, al parecer, se tomaba muy en serio el tema de su fe y, para ser consecuente, había decidido que quería llegar virgen al matrimonio, por lo que se negaba a practicar el coito con su futuro marido. Hasta ahí, todo en orden. Se puede estar o no de acuerdo, pensar que es o no una chorrada, pero, al fin y al cabo, es una decisión personal tan respetable como la que más. El surrealismo llegó cuando nos enteramos de que la susodicha permitía que su maromo, para aliviar calores, la penetrase por detrás tantas veces como fuera menester. Vamos, que follar era pecado pero se dejaba dar castamente por el culo.

Sexo, culpa y mentirasSalvando las distancias, en seguida me acordé de mi amiga Ana y nuestra última noche hace tres años en una islita croata llamada Lopud. De vuelta a nuestro apartamento tras una noche de fiesta paramos a tomar la última en un chiringuito cercano, y a los 15 minutos teníamos al lado a un grupo de maromos dispuestos a darnos palique y lo que hiciera falta.

Aunque nuestro inglés estaba bastante deteriorado a esas horas, Ana pronto pareció entenderse a las mil maravillas con uno de nuestros acompañantes gracias al más universal de los lenguajes. Que si te hablo al oído, que si me acaricias la espalda, que si te río todas las gracias aunque no pille ni una… Yo opté por retirarme y Ana y su Romeo se fueron de la mano caminito de la playa. A la mañana siguiente no tardé en acosarla a preguntas sobre los pormenores de su polvo playero, pero para mi decepción, “no hubo ninguno”.

Resulta que Ana, con un largo historial de desencuentros amorosos a sus espaldas, había quedado un poco maltrecha de su último lance y, cuando se vio tumbada en la arena con las tetas fuera, la lengua del croata golpeándole el paladar y dos de sus dedos dentro de la vagina, le dio por sentirse “culpable”. Así que siguió allí, con un calentón de no te menees pero sin bajarse la bragas porque, en algún lugar absurdo de su mente, una vocecita le decía que mientras no hubiera penetración era como si en realidad no estuvieran haciendo nada. Libre de pecado y a salvo del fornicio. De alguna forma, ella sentía que debía guardar una especie de luto por el gilipollas que le había pateado el corazón unas semanas antes.

La guinda la puso mi compañero Ángel. “Eso le pasa a mucha gente”, dijo, y contó que una íntima amiga suya estuvo seis meses colgadísima por un tipo del trabajo con el que quedaba dos veces por semanas para hacer de todo, pero con quien de ninguna manera podía follar porque él “no soportaba la idea de ponerle los cuernos a su novia”. ¿Pero se puede tener más jeta? Resumiendo, puedes sentarte en mi cara todo lo que quieras y hurgar en mi bragueta si te parece, pero de meter, nada, porque mientras no me cuele en tu agujerito todo estará en orden y seré un hombre de bien. Miedo me da preguntar, pero ¿alguien se identifica con uno de estos casos? ¿Dónde empieza y acaba el sexo? ¿De verdad hay distintos niveles o es como ponerle puertas al mar? Lo de los cuernos ya mejor lo hablamos otro día…