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Amistad, amor… y traición

Eran tres parejas jóvenes, de treinta y pocos, y parecían muy amigos. Puede que estuvieran de celebración o, simplemente, que hubieran salido a cenar solo por el placer de disfrutar de su compañía mutua. Resultaba obvio que no era la primera vez.

Entre el ruido de ambiente propio de un restaurante en Malasaña (Madrid) un sábado por la noche era difícil alcanzar a entender nada de lo que hablaban, pero saltaba a la vista que lo estaban pasando en grande. Bromas, anécdotas, carcajadas… Desprendían complicidad y buen rollo, con risas que sobresalían del resto y contagiaban a todos los presentes. Parecían felices.

copas y amigosReconozco, que, desde mi mesa, alguna vez los miré con envidia. Podría decir que era de “la buena”, pero ¿realmente eso existe? Yo estaba allí porque mi amigo Nacho es uno de los camareros y, cada vez que puede, se tira el rollo y nos hace suculentos descuentos a los amigos más pobres. Era él quien atendía a la mesa del amor y la diversión.

El caso es que terminamos la cena, pagamos y nos fuimos al garito de al lado a tomar una copa mientras esperábamos a que Nacho terminase su turno. Al salir dediqué una última mirada al grupo de amigos, que allí seguía, a lo suyo. Pude ver a una de las chicas con lágrimas en los ojos de la risa, mientras otra chocaba la palma de la mano con el chico que tenía enfrente, en plan equipo.

Una hora y media después, cuando apareció Nacho, sacó algo del bolsillo del abrigo que nos dejó a cuadros. Un posavasos. “Lo he encontrado al recoger la mesa de esos seis”, dijo. En el reverso podía leerse: “Llámame luego, cuando Laura esté dormida. A la hora de siempre. Me muero de ganas de ti”.

Crónica de una infidelidad anunciada

Por primera vez en años, vuelve a sentir vértigo. No, mareos no; no hablo de ese vértigo. Hablo del otro, del que se te agarra a la boca del estómago y hace que te tiemblen las rodillas. Ayer la vi a la salida del cine. Le brillaban los ojos y no paraba de sonreír. Lo hacía casi compulsivamente, como una adolescente. Entonces lo supe.

Cada vez tiene más cerca la frontera de los 40 y siente que se le pasa el arroz. Lleva con su marido desde el instituto. Un tipo majete, sí, hasta atractivo, y no es un mal padre para sus hijas. Eso sí, quienes les conocen saben que es en ella en quien recae el peso de la responsabilidad. Es ella quien organiza horarios, la que pone normas, la que marca los límites y hace el trabajo sucio; ella quien las arropa, les pone un espejo delante y las obliga a hacerse las preguntas adecuadas.

CamaHace años que siente que tiene que suplicarle para que la toque. Ha probado de todo: viajes que él casi siempre cancela, escapadas pretendidamente románticas, ropa sexy, dietas milagro… Nada. Él no la mira, no la siente, no la ve. Ella se rebela, le explica, le reprocha… pero al otro lado no se mueve nada. Y ahí sigue, levantándose cada mañana, preparando colacaos y tirando del carro de un matrimonio en el que solo ella parece ponerle ganas. Lo quiere, lleva toda la vida con él. No quiere hacerle daño… pero siente que su vida se consume y el reloj no perdona.

Y ahí, en medio de ese lugar de hastío y frustración, se encuentra de repente con alguien que hace que vuelva a sentirse ilusionada. No ha pasado gran cosa, en realidad. Bueno, según como se mire. Unos cuantos mails, otros tantos mensajes y algún encuentro fugaz, pero a juzgar por su cara y su sonrisa, bien podrían ser como las alas de la mariposa que aletean en Zurich y provocan un terremoto al otro lado del mundo.

Es fácil juzgar y dar lecciones desde el otro lado de la frontera; cuando uno no se ha visto en una situación similar o simplemente, no se han tenido opciones. Porque es muy fácil mantenerse fiel cuando se es feliz y nadie te pone por delante la oportunidad. Y no hablo de echar un polvo intrascendente…

Ella no lo tiene fácil. A un lado el abismo, el vértigo, el miedo, el fuego, las dudas; la línea que ya no podrá descruzar. Al otro, lo seguro, lo cotidiano, lo conocido… pero también una cama fría y un desierto de certidumbres.

No seré yo quien la juzgue. No seré yo.

Sexo, culpa y autoengaños

Este año la vuelta al trabajo está resultando especialmente dura, así que, para rebajar el síndrome postvacacional, unos cuantos compañeros quedamos a la salida del curro y fuimos a cenar. Entre copita y copita de vino la cosa se fue animando y la conversación, que fue subiendo de tono a medida que avanzaba la noche, derivó en un intenso debate en torno a una anécdota con la que aún sigo alucinando.

Una de mis compañeras contó que su prima veinteañera, universitaria y profundamente católica, tenía un novio con el que llevaba un par de años y con el que planeaba casarse cuando terminase la carrera. La chica, al parecer, se tomaba muy en serio el tema de su fe y, para ser consecuente, había decidido que quería llegar virgen al matrimonio, por lo que se negaba a practicar el coito con su futuro marido. Hasta ahí, todo en orden. Se puede estar o no de acuerdo, pensar que es o no una chorrada, pero, al fin y al cabo, es una decisión personal tan respetable como la que más. El surrealismo llegó cuando nos enteramos de que la susodicha permitía que su maromo, para aliviar calores, la penetrase por detrás tantas veces como fuera menester. Vamos, que follar era pecado pero se dejaba dar castamente por el culo.

Sexo, culpa y mentirasSalvando las distancias, en seguida me acordé de mi amiga Ana y nuestra última noche hace tres años en una islita croata llamada Lopud. De vuelta a nuestro apartamento tras una noche de fiesta paramos a tomar la última en un chiringuito cercano, y a los 15 minutos teníamos al lado a un grupo de maromos dispuestos a darnos palique y lo que hiciera falta.

Aunque nuestro inglés estaba bastante deteriorado a esas horas, Ana pronto pareció entenderse a las mil maravillas con uno de nuestros acompañantes gracias al más universal de los lenguajes. Que si te hablo al oído, que si me acaricias la espalda, que si te río todas las gracias aunque no pille ni una… Yo opté por retirarme y Ana y su Romeo se fueron de la mano caminito de la playa. A la mañana siguiente no tardé en acosarla a preguntas sobre los pormenores de su polvo playero, pero para mi decepción, “no hubo ninguno”.

Resulta que Ana, con un largo historial de desencuentros amorosos a sus espaldas, había quedado un poco maltrecha de su último lance y, cuando se vio tumbada en la arena con las tetas fuera, la lengua del croata golpeándole el paladar y dos de sus dedos dentro de la vagina, le dio por sentirse “culpable”. Así que siguió allí, con un calentón de no te menees pero sin bajarse la bragas porque, en algún lugar absurdo de su mente, una vocecita le decía que mientras no hubiera penetración era como si en realidad no estuvieran haciendo nada. Libre de pecado y a salvo del fornicio. De alguna forma, ella sentía que debía guardar una especie de luto por el gilipollas que le había pateado el corazón unas semanas antes.

La guinda la puso mi compañero Ángel. “Eso le pasa a mucha gente”, dijo, y contó que una íntima amiga suya estuvo seis meses colgadísima por un tipo del trabajo con el que quedaba dos veces por semanas para hacer de todo, pero con quien de ninguna manera podía follar porque él “no soportaba la idea de ponerle los cuernos a su novia”. ¿Pero se puede tener más jeta? Resumiendo, puedes sentarte en mi cara todo lo que quieras y hurgar en mi bragueta si te parece, pero de meter, nada, porque mientras no me cuele en tu agujerito todo estará en orden y seré un hombre de bien. Miedo me da preguntar, pero ¿alguien se identifica con uno de estos casos? ¿Dónde empieza y acaba el sexo? ¿De verdad hay distintos niveles o es como ponerle puertas al mar? Lo de los cuernos ya mejor lo hablamos otro día…