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Historia de un amor imposible

Se conocieron en lo que hoy se conoce como un afterwork. Sí, ya sabéis, esa suerte de bares a lo Ally McBeal en los que la gente, alguna gente, se va a tomar unas copas o lo que se tercie a la salida del trabajo. Ella no solía ir, pero ese había sido un día duro y necesitaba descargar tensiones. Además, tenía algo que celebrar profesionalmente hablando, algo por lo que había peleado duro y que le había supuesto mucho sacrificio personal. Le apetecía brindar por ello con sus compañeros, compartirlo.

GTRES

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Él no trabajaba por la zona, pero esa tarde había ido al mismo edificio de oficinas para cerrar un trato con un cliente. Una empresa distinta, tres plantas más arriba. El asunto se demoró más de lo previsto y al final acabó en el afterwork de al lado junto a un compañero y otros tantos de la empresa de su cliente. Iba por el segundo gin tonic cuando ella entró.

No sé quién habló primero a quién ni cómo fue el acercamiento, no me han dado los detalles. Lo que sí sé es que, casi sin saber cómo, acabaron el uno frente al otro, contándoselo todo. Quiénes eran, qué querían, qué les frustraba, qué les dolía. Todo lo que dieron de sí unas cuantas horas y otras tantas excusas. A ambos les esperaban en casa. Y lo que les aguardaba no era una vida gris y anodina, no; sino una vida con amor, con sus claros y sus oscuros, con sus pasiones y sus vacíos. La vida que habían elegido y a la que en ningún caso querían renunciar. Los dos tenían, además, un hijo pequeño de edad casi similar.

Fue solo un beso, al final. Y un largo abrazo. Llovía a cántaros en ese momento, cuando se despedían, pero no les importó. “Sé que al resto del mundo le parecerá una locura, pero quiero a esa mujer y sé que en otra vida sería mi alma gemela”, me dice él. En otra vida, afirma. Pero solo tiene una, ésta, y tuvo que elegir. Ella también eligió, y aunque ninguno se arrepiente, hablan y se escriben periódicamente para saber cómo están, para contarse y apoyarse en la distancia. Para, de alguna forma, seguir queriéndose. Viven en la misma ciudad, aunque no han vuelto a verse. Saben que no podrían soportarlo. Ya ha pasado un año. Y yo, cuando me lo cuenta, no puedo evitar acordarme de aquellas palabras en off de Nick Nolte en el final de El príncipe de las mareas: “Ojalá repartieran dos vidas a cada hombre, y a cada mujer”.