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Así es cómo mi colegio permitía el abuso sexual hacia las alumnas

Creo que no hay una sola vez de las que un desconocido me ha metido mano en público en la que no me haya planteado si podría haber hecho algo para evitarlo.

Pero nunca si él podría haber hecho algo para evitarlo. Como decidir no tocarme en contra de mi voluntad, por ejemplo

Aunque fueron ellos los que tomaron la decisión de ir a por mi culo o pasarme la mano entre las piernas sin preguntarme, sin que yo quisiera, en mi cabeza le seguía dando vueltas a mi responsabilidad.

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¿Puedes culparme de verlo así? Piensa que fui a un colegio de monjas donde el uniforme era obligatorio. Y el de las niñas, por supuesto, era una falda de tablas.

Desde primaria hasta el último curso de secundaria corrías el riesgo de que alguno de tus compañeros tuviera la ocurrencia de levantarte la falda.

Y daba igual que fueras a quejarte a los profesores. El «son cosas de niños» le quitaba peso a su abuso.

Nosotras, en cambio, sentíamos la vergüenza por parte doble. Primero porque nos habían dejado, literalmente, en bragas.

Segundo porque era delante de toda la clase.

Y con una sensación de injusticia e impotencia de ver que nadie te ayuda, que nadie se lo toma en serio y que te toca aceptar algo desagradable. Eso se convierte en el día a día.

Dejaba el mismo sabor amargo que termina por convertirse en familiar cuando un grupo de desconocidos te grita obscenidades o pasa por delante de ti un hombre trajeado recién salido de trabajar, e invadiendo tu espacio personal, te dice que te lo quiere comer.

Pero tú te callas, porque por mucha vergüenza que pases, eso es más seguro que responder y que pueda reaccionar con violencia.

Para los profesores era una «trastada» sin ninguna maldad. Para nosotras el suplicio de que nuestra intimidad se viera expuesta.

Y ya ni te cuento de la pesadilla en que se convirtió cuando entramos en los años en los que nos venía la regla. Que pudieran ver las alas de la compresa era el culmen de la humillación.

Así que la solución del centro escolar, ante la creciente oleada de «subefaldas», fue la de aconsejarnos a las alumnas llevar pantalones cortos por encima de las bragas.

Si no queríamos quedarnos en ropa interior, teníamos que cambiar nosotras nuestra manera de vestirnos todos los días.

No se quedaba ahí. Quienes no llevaban este tipo de shorts y su ropa interior quedaba a la vista, eran consideradas unas «guarras».

Porque aún con la alternativa de los pantalones, preferían no llevarlos. Señal de que les gustaba que se lo hicieran y realmente querían quedarse en bragas.

Mi colegio nunca se planteó coger a los chicos de cada curso y enseñarles que lo que estaban haciendo estaba mal. Que debían respetarnos.

Lo que lograron fue que ellos pasaran todos sus años escolares aprendiendo que podían invadir la intimidad de sus compañeras mujeres sin que pasara nada.

Y nosotras la misma cantidad de años aprendiendo que era nuestra responsabilidad protegernos. Porque de no hacerlo el castigo sería ser humilladas con el estigma de disfrutar de aquel abuso.

Cuando cada día de los primeros años de tu vida aplicas el mensaje de que solo tú eres responsable de un abuso, ¿cómo no llegar a la edad adulta sintiéndonos nosotras culpables de que nos fuercen, nos silben, nos besen, nos violen o nos maten?

Y ¿cómo esperar que ellos respeten nuestro cuerpo, sin que nosotras les dejemos, cuando llevan accediendo a él desde siempre?

Duquesa Doslabios.
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