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¿Seremos capaces de querernos como nuestros abuelos?

Empiezo la semana con el regusto más amargo, el de un adiós que no esperaba tener que dar hasta dentro de muchos años. Pero el coronavirus ha trastocado los planes de vida de mi abuela.

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Si ya de por sí ha sido dura la distancia física, que no ha permitido que nadie de mi familia pudiera estar con ella, he intentado reducirla vía telefónica buscando y ofreciendo ese apoyo que tanto necesitábamos en aquel momento.

No podía faltar en la lista de llamadas el nombre de su marido, mi abuelo.

Aquella no fue una conversación larga, pero había algo que tenía que decirle, además de que le quiero. Quería darle las gracias.

Gracias porque llevaba años cuidando de ella. Por ser quien controlaba las pastillas que debía tomar, por cocinar, por avisar en el caso de que se cayera, respirara mal, de que algo fuera de lo habitual pasara.

Si algo sé es que para él no ha sido fácil. Vivir con una persona que tiene alzhéimer te obliga a sacar una paciencia y una fuerza que ni sabías que tenías.

Y con esto no digo que fuera una relación de película. Sé que hubo momentos difíciles y retos a los que no muchos matrimonios han tenido que enfrentarse.

Con todo, mi abuelo estuvo ahí. A veces con más energía, otras rezongando, pero siempre ahí, hasta el final.

Exactamente igual que mi otro abuelo, convirtiéndose para mí en dos grandes ejemplos de que el amor va mucho más allá de subir las fotos juntos a una red social.

Es ese amor cotidiano que se construye, más resistente que ningún otro, en las alegrías y penas del día a día.

En compartir la cita del telediario de las 9, en ir del brazo a ese pasito tan lento de quien se adapta a la poca movilidad de la otra persona, en quedarse al pie de la camilla cuando uno de los dos pasaba por el hospital.

Así que de esta pérdida saco en claro que, dentro de lo devastador que ha sido, he tenido suerte.

He podido ver durante muchos años cómo se querían. Más o menos cariñosos -quizás hasta a su manera-, pero sin dar nunca la espalda a la otra persona, la mayor lección de amor que podrían enseñarme.

Duquesa Doslabios.

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Hoy se casa mi amor platónico (y no es conmigo)

Hoy se casa mi amor platónico. Joder, si eso no te da perspectiva, no sé qué te la puede dar en esta vida. Se casa y yo estoy a más de mil kilómetros del altar, física y figuradamente.

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Que se casen tus primas, tus amigas, tu círculo íntimo -ese que va cayendo poco a poco como las fichas de un dominó-, lo ves hasta normal.

Pero cuando se casa tu amor platónico, que además te enteras de refilón y casi sin querer, son palabras mayores. Es inevitable que piense en la frase de «lo hace hasta el más tonto».

No porque le falten luces ni mucho menos, al contrario, sino porque, en ese momento, te das cuenta de que ahora sí que se está casando todo el mundo.

¿Y yo? Aquí.

Bien, eso seguro.

Más que bien, diría. Sin prisa por anillo ni nadie que me la meta (hablo de la prisa, por suerte, lo otro ya es otro tema).

Pero lejos del altar del ‘sí, quiero’ del que se sentaba a mi lado en clase. Y lejos del mío propio que, ni siquiera sé si existirá en un futuro o no. Lejísimos.

En la distancia se pueden ver mejor las cosas y apreciarlas en toda su magnitud. Por algo subimos montañas y no nos conformamos con mirar el paisaje desde abajo.

En su cumbre, él la verá a ella, de blanco y con velo. Porque sí, ella siempre me pareció la típica novia que se casaría con velo.

Desde mi cima, el paisaje de mi vida, igual de bonito y espectacular por mucho que no lleve votos matrimoniales de por medio.

Se casa mi amor platónico, yo, no lo tengo en mente ni de lejos y me siento bien por el camino que ha tomado cada uno. Y por el que vamos a seguir recorriendo, aunque lleven a destinos totalmente separados.

No voy a hablaros de que no estábamos destinados, del hilo rojo, del sino predeterminado. Voy a hablaros de la alegría que es ver que se casa hasta tu amor platónico y no entras en bucle ni agobios, porque has comprendido que tu felicidad está en otra parte.

Y a mi amor platónico y a su pareja, aunque no me lean, les deseo exactamente la misma. Que estoy segura de que la tendrán.

Duquesa Doslabios.

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Ojos que no ven o por qué deberías bloquear a tu ex de las redes sociales

Hoy en día, bloquear a alguien de una red social es casi tan grave como salirse de un grupo de Whatsapp, la pena capital del siglo XXI.

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Por lo general, al terminar una relación, hay un punto de inflexión en nuestra personalidad digital. Esas alegres imágenes en Instagram del viaje a Cuenca ya no parecen brillar igual. Pero sabes que, en el fondo, hay algo que te frena a la hora de borrarlas y luego bloquear a tu expareja.

Y es que se nos tacha de actuar bajo el despecho, el resentimiento o la inmadurez, sentimientos que en la era donde todo viene acompañado de etiquetas como #goodvibes están muy mal vistos.

Sin embargo, cuando tenemos necesidad de hacerlo, es el momento de dar un paso al frente y pulsar la opción «dejar de seguir» o eliminar de mi lista de amigos.

Bloquear a alguien con quien hemos tenido una relación, puede ser hasta terapéutico según los expertos en la materia.

Por mucho que sepamos que esa relación ha terminado, en ocasiones mantenemos la costumbre de meternos en su perfil.

Nos fijamos en cada detalle de la foto que sube -qué sitio es, si es el mismo al que nos llevó aquella vez-, cotilleando quién es la persona que le ha dejado ese comentario lleno de emoticonos enigmáticos.

Tirar del hilo lleva incluso a analizar también esa cuenta, descubriendo que tiene una hermana que va a clase de inglés con tu compañera del master y preguntándote si podrías averiguar más. Una bola de nieve que va creciendo a cada link.

Si el dolor todavía está ahí, ver imágenes de la otra persona puede hacer todavía más dura la separación. ¿Por qué torturarse de esa manera? ¿No es mejor evitar que, cada dos por tres, salgan sus stories de fiesta?

¿Por qué estar cómodos en la incomodidad o añadir una infelicidad innecesaria a nuestras vidas? ¿O es que después de una ruptura nos volvemos un poco masoquistas?

Bloquear y hacer que desaparezca (al menos de tu mundo digital) ayuda a seguir adelante y a poder superarlo al ritmo de cada uno.

Cuando hemos tenido una relación abusiva esta es, sin duda, una de las manera de salir de ella. Cortando todo y de golpe, evitando dejar resquicios por los que pueda volver a entrar un discurso manipulador o victimista. Romper el vínculo emocional y acompañarlo del físico, mental y social.

No es algo obligatorio en todas las separaciones, por supuesto. Una de las excepciones a la opción de bloquear se da cuando el amor se ha acabado pero queréis probar lo de ser amigos.

Para todo lo demás, ya lo dice el refranero: “Ojos que no ven, corazón que no siente”, sobre todo en la era de Instagram.

Duquesa Doslabios.

¿Podemos terminar ya con la costumbre de tirar el ramo en las bodas?

Tengo una teoría respecto a las novias que disfrutan con la experiencia de poner a todas sus invitadas (solteras) en un corro en medio de la pista de baile a ver quién es la que agarra el ramo: tienen un punto sádico.

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Por mucho que, según la tradición, signifique suerte o que será la próxima en casarse, se ha ido pervirtiendo su significado y hay un placer interno y oscuro en reunir a tus amigas como un rebaño y someterlas a lo que viene a ser una humillación pública de ver cómo se pegan por ser la siguiente, por vivir lo que está pasando la novia en ese momento.

Como invitada, es una experiencia que me parece horrible más que divertida. Para empezar, ¿por qué tenemos que ponernos las mujeres? Lo único que se consigue es dar la imagen de lo desesperadas que estamos por casarnos, la historia de que solo el altar va a convertirnos en mujeres, y luego madres, claro, nuestros dos objetivos en la vida que son las únicas vivencias que la llenan de significado.

Quizás no quiero el ramo, quizás no quiero participar en ese espectáculo. A lo mejor estoy muy bien en un noviazgo en el que los únicos votos que recitamos en alto son las facturas, a ver cuánto nos toca pagar a cada uno este mes. O igual estoy soltera y ESTOY BIEN. Sorprendentemente, puedes ir a una boda y no necesariamente estar soñando con casarte.

Enfrentarnos por un ramo es crear una competición entre nosotras (con sus correspondientes envidias por no haber sido quien lo ha cogido). La historia de que las mujeres somos nuestras peores enemigas, ¡hasta en una boda! Incluso en un momento de felicidad como es que unos amigos o familiares contraigan matrimonio, tienes que dejar de disfrutar para arrimarte al grupo de las que van a saltar hacia el bouquet.

Y no se te ocurra decirle que no a esa novia cuando te plantea la idea de tirar el ramo, porque es su boda y se hace lo que quiere, aunque tú no quieras participar, da igual. «It’s my party and I’ll cry if I want to«, te dirá. Ella quiere que te pongas en el grupo y hagas el amago, que lo finjas (palabras textuales que me dijo una amiga en su fiesta), que tampoco es tan complicado. Y todo para darle un extraño tipo de satisfacción. ¿No os resulta una escena macabra?

Es aún más indignante cuando buscas vídeos del estilo en Internet y son los más reproducidos los que incluyen caídas, resbalones o peleas entre nosotras. Somos el chiste de la boda, uno de los tantos espectáculos como cortar la tarta o abrir el baile: las invitadas llegando a las manos. Pasen y vean a las gladiadoras del siglo XXI, que, en vez de espada usan un tacón y cambian la armadura por la gasa o el chifón.

Así que, si eres de esas novias, por favor, ten en cuenta que quizás estás obligando a tus amigas a hacer algo que no quieren por ti. Ten en cuenta que, igual entre tu lista de invitados, tienes amigos, conocidos, primos o un hermano al que sí que le haría ilusión casarse próximamente (sorpresa, los hombres también tienen sentimientos y se emocionan en las bodas) y cree que recibir el ramo le va a traer suerte.

Rompe estereotipos. Si de verdad quieres hacer el juego del ramo, crea un grupo mixto formado por los que realmente quieran casarse y tengan ilusión en recibirlo. Que por mucho que tu prima de 14 años lo haya cogido porque es la más rápida, todos sabemos que le va a durar la emoción por las flores lo que a ti el gas de tu copa de cristal y que es muy poco probable que sea ella precisamente quien siga tus pasos.

Haz algo mejor, dale un significado especial y regálalo a quien tú quieras, sin más razón que, porque sí, porque quieres que lo tengan de recuerdo o porque quieres que le traiga suerte (eso ya es cosa tuya). En las bodas a las que he ido donde el ramo no era algo por lo que pegarse y se regalaba de esta manera, se respiraba paz por todos los lados. A quien se lo habían regalado lo quería y las demás no teníamos que hacer el paripé ridículo de dar saltitos.

O incluso otra opción es dividirlo y regalar una flor a cada asistente (o a aquellos más destacados). Tengo el caso reciente de una compañera de trabajo que lo va a dejar en el sitio en el que están enterrados sus abuelos para hacerles partícipes en la ceremonia. Y me parece precioso.

Hay tradiciones geniales en las bodas, pero tal y como está planteado el lanzamiento del ramo, ya no forma parte de ellas. Es una manera de avergonzar a las solteras, como si las señalaras en medio de toda la fiesta.

Es como si las novias, una vez habiendo contraído matrimonio, no recordaran algo básico de cuando estaban solteras. Cuando estás sin pareja hay algo que no quieres que te estén recordando constantemente como si fuera algo malo y es precisamente tu soltería, lo que hace esta tradición en medio de una celebración del amor. Así que amigas, dadnos un respiro.

Duquesa Doslabios.

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Amores que matan: pedidas de mano arriesgadas

Dicen que el minimalismo es algo que caracteriza esta época, que somos generaciones que aprecian la simplicidad de las formas puras, la ausencia de artificios.

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Conseguimos reducir las fotos en redes sociales a composiciones con el mínimo imprescindible de objetos que logren una armonía, que se traduce en forma de interacciones sociales online.

Y sin embargo, en otros aspectos, rozamos de tal manera la fastuosidad que, hablar del respeto hacia la frontera de lo pomposo, no tendría ningún tipo de sentido.

Pero esto no es un debate filosófico, esto es un ejemplo concreto de una pedida de mano que tuve la oportunidad de presenciar en Barcelona.

La propuesta empezó en el mirador de la iglesia que se encuentra sobre el parque de atracciones del Tibidabo, el Sagrado Corazón. Un grupo de personas reunidas sostenían letras recortadas en cartón en las que podía leerse “MARRY ME!” (quiero pensar que la persona a punto de prometerse no tendría muchas nociones de la lengua, ya que de otra manera, ¿por qué evitar el uso del castellano?).

Cuando uno de ellos, al teléfono, recibió la que pensamos, sería la señal afirmativa de que estaban a punto de asomarse al mirador situado a los pies del Cristo, pidió a los compinches que alzaran las letras hacia el cielo, desde donde estarían siendo observados.

Pero como todo hoy en día, no basta con vivirlo sino que hay que grabarlo, fotografiarlo, compartirlo y volverlo a compartir según se van cumpliendo los aniversarios, un dron hacía de cámara de toda la escena.

El artefacto, que salió de uno de los tejados de la iglesia, presumiblemente colocado con anterioridad, alzó el vuelo para no perder detalle de la pareja en las alturas. Al ir a bajar para capturar el momento de los amigos sincronizados, y, debido al fuerte viendo, terminó chocando con alguno de los pináculos, no solo dañando la construcción sino quedando ligeramente afectado.

Cuando parecía que conseguía estabilizarse otra vez, un golpe de viento imposible de contrarrestar con unas hélices poco más grandes que una mano, lo condujo lejos de la zona del mirador hacia el parque de atracciones.

Vimos a la máquina planear hasta que, de pronto, dejó el vuelo horizontal y empezó a caer en picado con la mala suerte de aterrizar a un metro escaso de un corredor que aprovechaba la cima de la montaña para descansar.

El hombre, paralizado, con las manos en las caderas, miraba el robot totalmente reventado a sus pies sin entender nada. Cuando llegó el organizador de la pedida a recogerlo, por lo que nos enteramos después, le hizo saber que serían denunciados, y es que aquella pedida, además de un «Sí, quiero», podía haber costado una brecha y una buena pérdida de conocimiento de paso.

Basta teclear un par de palabras en Internet para encontrar ejemplos de declaraciones del estilo. Pedidas orquestadas de tal manera que han convertido a las declaraciones, al igual que a algunos matrimonios, en un espectáculo, una especie de competición inconsciente en la que todo el mundo quiere ser el más original, recibir el mayor número de visitas y de likes (y encima con el riesgo añadido de que alguien puede salir herido).

Hace que eche de menos la sencillez y el minimalismo de las pedidas naturales e improvisadas. Esas de mirar a tu pareja y que te salga el «¿nos casamos?».

Duquesa Doslabios.

«¿Nos casamos?»: Mujeres que piden la mano

Podría decir que fue el vino, pero eso sería darle al alcohol un protagonismo que, en realidad, no es merecido ya que no tiene prácticamente peso en esta historia.

LA PROPUESTA

Podría decir también que fue la situación, esa cena en casa con dos trotamundos refugiados en nuestro sofá (y es que las sorpresas que nos trae el coachsurfing son en su mayoría, maravillosas).

Podría decir que fue el lugar, el piso de Barcelona en el que, por poco que llevemos, tanto hemos vivido, construido y compartido. Ese que nos preocupaba al principio de lo vacío que nos parecía y en el que, cada vez que entras por la puerta, encuentras un libro o una planta nueva.

Podría decir que estaba claro que tarde o temprano lo acabaría haciendo, pero no sería cierto, ya que no me imaginaba que sería yo la que daría el paso (de hecho, fíjate si no se puede dar por sentado que no sabía si en algún momento de mi vida quería darlo).

Podría decir que fueron tantas cosas, pero en realidad no fue ninguna de esas. Por lo que realmente fue, y sigue siendo, se llama amor.

Y por mucho que pueda parecer que peco de manida (los habrá incluso que me tachen de ñoña), no podría ser más verdad.

No por el amor que os imagináis que parece salido de una escena de La La Land, de un videoclip de Neyo o de un anuncio de perfumes (femeninos), sino el amor de verdad. El amor que nos acompaña en la rutina, en la convivencia, en un pósit de «Buenos días» en la nevera o en un domingo de hacernos juntos mascarillas faciales porque sabes que me encanta la cosmética coreana.

Cuando te escuchaba por enésima vez contarle a esos desconocidos la historia de tu vida en inglés con un leve acento catalán, recordé por qué me había enamorado de ti, por qué aún después de todos estos años, me sigues gustando tanto. A cántaros, mogollón y a rabiar.

Hasta tal punto que me urgía pasar el resto de mi vida contigo, aunque fuera algo que ya estábamos haciendo. Eso fue, y nada más realmente, lo que hizo que, antes de ir a dormir, te dijera:

-Ens casem?

Sin anillo, sin prepararlo, sin preocuparme, sin declaraciones exageradas, preparaciones previas, sin nada… Pero con todo.

«Vale» me dijiste. Y aquí estamos, pasando todos los días de nuestra vida juntos. Poniéndonos las botas el uno del otro.

Duquesa Doslabios.

Sexo rápido, amor lento

Si te paras a pensarlo, tiene hasta sentido. Somos la generación más rápida para unas cosas y la más lenta para otras.

Podemos deslizar el pulgar hacia la izquierda a la velocidad del rayo descartando personas y quedarnos estancados dedicando las canciones a través de los stories a una sola durante meses.

Si bien somos capaces de reservar un vuelo a la otra punta del mundo en unos segundos, planeamos minuciosamente los pequeños detalles antes de marcharnos. No queremos sorpresas, tiene que salir todo perfecto. Y en el amor no íbamos a comportarnos de otra manera.

¿A quién le importa guardar los tiempos de espera si te quiero desnudar aquí y ahora? Pero totalmente diferente son las doscientas vueltas a la cabeza pensando dónde o qué hacer estando vestidos.

No tenemos prisa. Y es que si algo ha hecho que a los 20 años todavía no nos sintamos adultos, es que aún estamos aprendiendo a hacer las cosas (que se lo digan a nuestros padres, que a muchos nos ayudan a descifrar la Declaración de la Renta).

Nos caracteriza estar con nuestra pareja varios años. No nos lo tomamos a la ligera, queremos no solo conocernos, sino conocernos bien. Y no solo a la otra persona, sino a nosotros mismos.

Queremos desarrollarnos como individuos, saber a dónde queremos llegar, qué nos gusta y que no. Tener las cosas claras porque la primera persona con quien debemos sentirnos a gusto somos nosotros mismos.

Nuestros problemas de compromiso a la hora de fidelizarnos con una plataforma de vídeo, se traduce en la dificultad que encontramos en mantener nuestra palabra con alguien.

Puede que tu abuela a tu edad (o incluso antes) ya estuviera casada. Antes, el matrimonio, era el primer paso en la vida adulta. Ahora forma parte de los últimos.

Y es que si algo tenemos claro es que si nos decidimos a darlo, será la guinda del pastel. De un maravilloso pastel del que conoces y has construido cada capa, cada cobertura, relleno y topping extra.

Duquesa Doslabios.

Lo que he aprendido del amor viendo a mis padres

El amor de mis padres me recuerda a una canción de los Rolling Stones.

Puede que fuera un hit de los años 80, pero basta que oigas la melodía, aunque ya hayan pasado 30 años, para que sepas que estás escuchando algo bueno.

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La pareja que forman es como la de cualquier combinación estrella que se te venga a la cabeza: el cine y las palomitas, el domingo y una maratón de Netflix o la ginebra y la tónica (para que ellos, que no saben lo que es Netflix, me entiendan).

De ellos he aprendido la importancia de compartir aficiones. Son su compañía ideal cada vez que quieren ir a museos, a escuchar conciertos de música clásica o hacer turismo durante 12 horas seguidas. Me han enseñado lo importante que es tener frentes en común con mi pareja...

Y frentes en desacuerdo, por supuesto. Vivir el matrimonio de tus padres es como recibir clases intensivas sobre relaciones, como una emisión en directo 24 horas. Ves sus más y sus menos.

Al igual que veía los momentos de trabajar en equipo, de pensar como un «nosotros» sin dejar de respetar el espacio que precisa el individual «yo», les he visto, también, en sus momentos no tan buenos.

De unos padres que se quieren aprendes también a discutir desde el respeto, a escuchar las demandas del otro, a esforzarte por mejorar lo que para la otra persona supondría tanto y que, a fin de cuentas, no cuesta demasiado.

Son ellos y no las grandilocuentes declaraciones de película romántica delante de un estadio de fútbol lleno, los que me han enseñado la importancia de pedir perdón, que a veces es tan discreto como entrar al salón y decirlo de manera sincera, algo que requiere tanto o más valor del que nos pueda parecer en la escena cinematográfica.

Mis padres me han enseñado que una pareja no es solo una pareja, que es un amigo, un compañero, alguien que siempre te va a apoyar, a acompañar, a echar una mano en los momentos de crisis de la vida como que un hijo se rebane un dedo o que no hay manera de que arranque el VHS…

La mayor parte de las mujeres de mi generación culpan a las comedias románticas americanas y a las películas de Disney de sus altas expectativas respecto a las relaciones de pareja, yo culpo a mis padres, que no han podido poner el listón más alto porque se quedaban sin poste donde apoyarlo.

Y no puedo esperar a seguir aprendiendo de ellos.