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Por complacer a los hombres

Voy en el avión de regreso a Madrid. En una revista británica encuentro una columna de Lisa Taddeo -autora del libro Three women- que cuenta como, con 14 años, se quedó dormida en la playa, despertando una hora más tarde por una extraña sensación.

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Un hombre -con bigote, recuerda- le estaba lamiendo la axila. Ante la situación, medio dormida, confusa e incómoda, solo atinó a decir «Lo siento» antes de irse corriendo, viendo que el hombre se había quedado a la espera de ver si ella se animaba a continuar una vez despierta.

Treinta años más tarde reflexiona en el papel que leo sobre aquella disculpa y sobre tantas otras cosas que, a lo largo de su vida, ha hecho por complacer a los hombres, por no molestarles.

Habla de una vez que, aún más pequeña, un hombre le preguntó la edad. Tras afirmar que tenía 12 años, el sujeto le contestó que, si en el campo había césped, se podía jugar el partido.

¿Su respuesta? Una risa incómoda que ahora le pesa al igual que esa disculpa al desconocido con bigote de la playa. Dos salidas presa de los nervios que, actualmente, querría haber cambiado por un «Lárgate cerdo asqueroso».

Me resulta inevitable, en un momento dado del vuelo, dejar la revista a un lado y reflexionar sobre mí misma. Sobre aquella vez que aguanté durante horas la conversación de dos extraños en la parte de atrás de un autobús, volviendo sola de las fiestas de Las Rozas, por miedo a que me hicieran algo.

Las carcajadas a modo de broma cuando uno de los amigos del bar de debajo de mi casa me decía que fuera al baño, que me esperaba ahí para tener sexo salvaje.

Las ocasiones en las que he esbozado una sonrisa forzada porque el novio de turno me decía que por qué estaba tan seria. E incluso los emojis de risa cuando un conocido se puso a gritar debajo de mi ventana para que me asomara y en realidad estaba metida en la cama muerta de miedo.

Todas esas veces que me callo cuando el de al lado se abre de piernas en el metro como si todo el espacio fuera suyo. O cuando seguí teniendo sexo con un tío al que le iba el rollo duro, pese a no estar cómoda, porque tenía miedo de que, si intentaba irme, se pusiera más violento.

Y me voy llenando de rabia porque sé que, como las mías, las historias del estilo en mi círculo se multiplican. Y pienso que quizás ya es el momento de dejar de ser educadas y complacientes y empezar a soltar más a menudo un «déjame en paz», un «lárgate de una vez»a tiempo.

De echarle ovarios y no pensar solo en que hay que hacer lo que les salga de los cojones.

Duquesa Doslabios.

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Un violador en cada esquina

Fue uno de los reproches que le hice a mis padres respecto a la educación que me habían dado: que habían conseguido que nunca me sintiera segura por la calle, que caminaba con el miedo de que, en cualquier momento, podría salir un violador detrás de una esquina. 

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Para mí, entender a una edad tan temprana, porque nos lo enseñan cuando todavía somos pequeñas, que fuera siempre con cuidado por si alguien me hacía algo, me marcó de la manera en la que a todas nos marca saberlo cuando llega el momento.

Y si a mí me parecía injusto, doloroso y horripilante, si me hizo sentir insegura, ahora pienso en el lugar de mis padres.

Pienso en lo que debe ser tener una hija que nace mujer y saber que, en algún momento de su vida, tendrás que tener esa charla con ella. La charla en la que le haces entender a tu hija, a lo que más quieres, que puede haber gente que la quiera agredir, violar o incluso matar.

La impotencia, el dolor y el miedo que yo siento, imagino que es solo la mitad de lo que pueden llegar a sentir ellos. Mucho más vasto y lacerante que el mío.

Unas sensaciones que, me consta, podrían volverse más intensas, aunque no me lo dijeran, si me olvidaba de contestarles a qué hora volvía a cada o si al final me quedaba a dormir en una casa de una amiga y no tenían señales de mí hasta el día siguiente.

Al tiempo que a mí me enseñaban eso, el mensaje para mi hermano ha sido el del máximo respeto hacia las mujeres.

Pero que él haya aprendido que no debe hacer nada en contra de la voluntad de otra persona, no garantiza que las mujeres estemos exentas de peligro en manos de otra persona que no ha tenido el mismo desarrollo.

Si los padres siguen teniendo esa charla con sus hijas es porque la sociedad tiene un problema estructural cuya solución no es solo que los padres den una buena educación.

La responsabilidad, más que la culpa, es de todos y somos incapaces de asumirla. Así que mientras no haya cambios en las leyes, no se refuercen las penas, no se tomen medidas, no se apliquen estrategias en los colegios o las series de televisión, como The Big Bang Theory, no dejen de vendernos como objetos, seguiremos transmitiendo ese mensaje generación tras generación.

Seguiremos diciendo, como mi bisabuela a mi abuela, mi abuela a mi madre, mi madre a mí, y yo, si tengo algún día, a mi hija, que tengamos mucho cuidado, porque ya no se esconden en las esquinas, puede ser el de la casa de enfrente, tu ex novio o el compañero de la oficina.

Y no habrá cuidado o medida que podamos tomar, ropa larga, calle llena, sobriedad o luz del día, que garantice nuestra seguridad ni nuestra vida.

Duquesa Doslabios.

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Las veces en las que fui machista (sin darme cuenta)

Es imposible, o al menos en mi caso, no hacerme autocrítica con todo lo que estamos viviendo (no en vano «feminismo» ha vuelto a ser una de las palabras del año).

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Y es que resulta que me he portado muchas veces de manera machista. No ha sido de manera consciente ni consecuente, no es que realmente piense que el hombre está por encima de las mujeres.

Pero sí que es fruto de haber crecido en una sociedad machista con unos ideales machistas que me van moldeando a través de las películas, las series, la publicidad, las canciones o los propios mensajes de las camisetas del Primark.

Gracias a mi madre, a leer muchos libros al respecto, a Pamela Palenciano, a Barbijaputa o a Caitlin Moran, poco a poco me he quitado la venda de los ojos y me los he pintado de morado. Pero hasta ese momento, en el que aún me queda mucho por ver a través de las gafas de cristal violeta, repito, he tenido varias actitudes machistas.

He juzgado la vida sexual de otras mujeres, desde compañeras del colegio que daban un beso hasta otras de la carrera que hacían pleno acostándose con un hombre diferente cada día de la semana. Así hasta darme cuenta de que cada una podía hacer lo que le diera la gana, que no cambiaba absolutamente nada.

Me he atormentado a mí misma pensando «¿Y la maternidad para cuándo?» como si fuera lo único alrededor de lo que debiera construir mi vida. Según ha pasado el tiempo me he dado cuenta de que no es una prioridad y que no solo no pasa nada sino que no soy menos mujer por ello. No es necesario que tenga hijos para que, como persona, tenga valía.

Me he levantado de la mesa en numerosas ocasiones a ayudar a recoger a mi madre mientras otros miembros de mi familia (varones) se quedaban sentados esperando a que las mujeres limpiáramos, sirviéramos y volviéramos a limpiar el siguiente plato. Y ya van 26 años. Aunque, por suerte, en mi casa, es algo que vamos cambiando.

He utilizado «qué coñazo» cuando algo me parecía aburrido y «cojonudo» si quería expresar alegría. He insultado diciendo «hijo/a de puta». Ambos los he cambiado de mi vocabulario por otras expresiones más acertadas y menos ofensivas (para las mujeres, claro).

Incluso he llegado a decir que era feminista, pero en ningún caso feminazi. Luego terminé entendiendo que feminazi no existe, es un término creado para desprestigiar la búsqueda de la igualdad. Y que si me lo llaman, sigo sin ser una persona que va a Polonia a asesinar judíos.

Me he reído de un chiste o una gracia machista en público solo por no generar polémica, por no incomodar a la otra persona. Y por no incomodar contestando, he llegado a sentirme incómoda yo al recibir un piropo pensando «No es para tanto, solo te ha dicho algo bonito» sin entender que lo único que estaba dejando la otra persona hacia mí era un acoso normalizado.

Y ahora soy capaz de ver esas cosas porque reconocí que tenía un problema. No es tan grave haber tenido comportamientos machistas en una sociedad machista como darse cuenta de ello y no hacer nada para cambiarlo. El machismo es como la ignorancia, se sale queriendo.

Duquesa Doslabios.

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Cómo evitar que te llamen «violador»

Me fascina la cantidad de hombres a los que les he oído decir, preocupados, que ahora tenían miedo de acercarse o decirle algo a una mujer por si eran tachados de «violadores».

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Pero no os hablo solamente de los que me leéis al otro lado de la pantalla, de gente de a pie, sino incluso de actores de Hollywood que han compartido públicamente esta angustia con la prensa.

«Si ahora hablo con una mujer, ¿quién sabe que va a pasar?» decía el actor Henry Cavill (Superman en La Liga de la Justicia) refiriéndose a que tenía miedo de que por ligar o silbar a una mujer fuera a terminar en la cárcel o etiquetado como «violador».

Os diré algo, últimas noticias, solo hay una cosa que hace que se llame a una persona «violador» y es que haya violado.

Por piropos indeseados, insistencias, exceso de toqueteo, intentar dar un beso sin consentimiento o demás comportamientos con los que no nos sentimos cómodas y que se hacen en contra de nuestros deseos por el hecho de que creáis que estáis en vuestro derecho de hacerlos, no van a hacer que os califiquemos de violadores, sí de  sobones, pesados, aprovechados, acosadores, cerdos o machistas, pero no de violadores.

Pero lo realmente preocupante es que haya hombres que realmente se planteen si sus comportamientos van a ser tachados de «violación» por dos motivos.

En primer lugar porque no mola que den a entender que, como de costumbre, estamos con la histeria propia de nuestras hormonas exagerando y sacando las cosas de quicio porque somos unas perturbadas que se aburren (todo comentarios que he leído aquí escritos, queridos lectores).

Las mujeres SABEMOS qué es una violación, qué es un abuso y qué es un acoso. Que no os haga gracia que ahora señalemos cosas que hacíais impunemente hasta hace relativamente poco, es otra cosa.

Pero no utilicéis lo de «es que si intento entrarle a una tía me va a llamar violador» para desprestigiar nuestra causa ni quitarle peso a la seriedad que tienen las violaciones.

En segundo lugar, si realmente no sabes por qué cosas te pueden llamar «violador», tenemos un problema más serio, y el problema es que no sabéis cuándo una mujer está accediendo a tener sexo.

Puede que las películas porno que veis en vuestras casas os hagan pensar que les encanta que la asfixiéis o que, por mucho que diga que no, quiere tener algo porque «mira cómo se lo goza la tía». Bueno, esa tía es actriz y cobra por gozar (o al menos fingirlo) delante de una cámara.

Todo lo demás es la película que os estáis montando en vuestra cabeza y por la que sí podemos llamaros «violadores».

Así que a todos esos hombres preocupados que se sienten «perseguidos y atosigados», les digo dos cosas, uno, bienvenidos a cómo nos sentimos nosotras con vuestros piropos, insistencias y toqueteos. Dos, no os preocupéis tanto por lo que os podamos llamar o no llamar y actuad de manera CORRECTA sabiendo que una mujer es una persona y solo eres un violador si abusas sexualmente de ella.

De nada.

Duquesa Doslabios.

El grito feminista contra La Manada

Ayer grité. Grité hasta desgañitarme, hasta que Madrid se quedó con mi garganta seca secuestrada fruto de muchas horas y poca agua. Grité parada, grité en marcha, grité delante de un Ministerio de (in)Justicia cuyos valores debían estar de vacaciones y delante de un Congreso de los Diputados que permite que las mujeres, a quienes supuestamente representa, se sientan menospreciadas.

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Ayer grité y gritaron conmigo un grupo de adolescentes que ni de puntillas rasparían los 17 con las voces muy altas y las zapatillas bajas, de cordones. Porque con deportivas nos aferramos mejor a un suelo que, en ocasiones como la de ayer, parece tambalear bajo nuestros pies.

Gritaron conmigo, también, mujeres que llevan (vi)viendo estas situaciones décadas. Aquellas que gritaron en su día en los 70, 80, 90 y deben seguir gritando porque, y a los hechos me remito, nuestras voces no parecen ser lo bastante escuchadas (o, de serlo, ignoradas deliberadamente).

Muchas, incluso, gritaron todo el camino que transcurrió desde el Ministerio de (in)Justicia hasta el Congreso de los Diputados con ayuda de muletas, porque «No tenemos miedo» pero «Sí tenemos rabia». Y la rabia mueve montañas (y en este caso, personas con movilidad reducida).

Gritaron hijos, novios, primos, amigos, hermanos, padres y abuelos que entienden que no estamos solas porque las injusticias nos afectan a todos. Gritaron indignados que «aquí están las feministas», sin que se les cayera la barba al suelo o disminuyeran sus niveles de testosterona por usar el femenino plural.

DUQUESA2LABIOS

Grité por mí y por todas mis compañeras. Grité por las que ya no estaban, que no éramos todas porque, como recordamos, «faltan las asesinadas». Grité por quienes no podían unirse pero estaban presentes en espíritu.

Grité porque no puedo hacer otra cosa. Grité por creer a una desconocida que afirma haber sido violada porque su palabra me basta, porque no puedo estar tranquila sabiendo que hay violadores que pisan la calle sin cumplir más pena que dos años de cárcel y 6.000 euros, el precio que nos han puesto.

Pero grité también por todas las veces que he sentido miedo andando por la calle, grité por la que es forzada por su novio, y todavía no se ha dado cuenta de ello, porque se cree que así es el amor, grité por una mujer que no puede salir de Madrid ya que es el único sitio que sus violadores no pueden pisar. Grité por una (in)justicia que le deja encerrada. Grité por aquella que se siente sola en el colegio porque le llaman «guarra», por las que nos quedamos pegadas al WhatsApp y no conciliamos el suelo hasta que nuestra amiga escribe «Ya estoy en casa».

Y de gritar por tantas cosas me di cuenta de que, al final, gritar por la liberación de La Manada se me quedaba corto, porque no es un caso aislado, sino un patriarcado que respalda y defiende a los culpables culpabilizando, en cambio, a quienes deberían ser defendidas.

Grité, en definitiva, por esa sociedad que nos pide que no vayamos tan cortas, que no tengamos la lengua larga, que no bailemos de esa manera que podemos provocar, que no pasemos por ciertos sitios, que no bebamos, que si no decimos nada estamos accediendo, aunque sean cinco, que nos protejamos, que nos cuidemos, que nos echa la culpa, que rebaja condenas, que atenúa penas, que señala a la víctima para evitar señalar lo podrida que está ella misma al no enseñar a los hombres que no nos acosen, vejen, violen o maten.

Duquesa Doslabios.

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