Reflexiones de una librera Reflexiones de una librera

Reflexiones de una librera
actualizada y decidida a interactuar
con el prójimo a librazos,
ya sea entre anaqueles o travestida
en iRegina, su réplica digital

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«Leo, luego existo… ¿y usted?»

Estoy tan acostumbrada a que las palabras me entren por los ojos que, cuando alguien me verbaliza una frase a traición en reginaexlibrislandia, los efectos son devastadores para mi.

La endemoniada cadencia fonética se materializa en una serpiente sinuosa que me envuelve, entra por mis oídos, culebrea hasta mi sistema nervioso y me hace perder pie. Y pata-bommm, me desplomo inconsciente. Nada que ver con el sensual exotismo de un espectáculo de club nocturno, la verdad.

Esta mañana estaba enfrascada en los encargos de mis clientes cuando un caballero traspasó mi umbral. Llevaba un abrigo negro, gafas redondas con montura de alambre, una bolsa con fruta y una pipa mentolada aprisionada entre los labios.

Cuando vi que él iba a lo suyo, yo seguí a lo mío: tratar de localizar algún ejemplar vivo de El ángel que nos mira, de Thomas Wolfe, un autor estadounidense que no es Tom Wolfe. El caso es que en España Bruguera lo editó en 1983 y Debate lo reeditó en 1991, pero nunca más se supo.

Abatida y desalentada por los resultados de mis pesquisas me dije:

Regina, cielo, o localizas algún ejemplar suspendido en el limbo librero, o resulta ser uno de los títulos afortunados en la lotería de los lanzamientos de rescatados en bolsillo o ya tienes una lápida más sobre la que llorar en tu cementerio de descatalogados.

No había llegado a colgar el teléfono tras comunicar a mi clienta los oscuros augurios sobre la localización del título que anhela cuando el hombre vino directo a mi. Yo le sonreí y rompí el hielo:

– Buenas tardes, ¿puedo ayudarle?- (silencio)

– ¿Necesita usted algo?

– (silencio)

Entonces pone encima del mostrador los dos tomos de una de las grandes construcciones literarias de Robert Graves: Yo, Claudio y Claudio el Dios y su esposa Mesalina.

Mientras con un gesto me indica que se los lleva yo empiezo a pensar que quizás es mudo, está afónico o puede que recién operado de las cuerdas vocales, aunque algo en su ademán me hace pensar que no.

Apenas un segundo después mis sospechas toman forma:

– Leo, luego existo. ¿Y usted?

Así, a quemarropa, y como un buen asesino a sueldo se da media vuelta y se va. Y allí me quedo yo, paralizada por esa espiral de palabras que serpertean en torno a mi, inmovilizándome al roce con la gélida piel del reptil, hasta que ¡chof! se desintegran sin avisar y yo pierdo el equilibro y me caigo.

Cuando reacciono acierto a balbucear un:

– Sí, creo que también existo porque leo…

Y vosotros, queridos, ¿leéis luego existís?