Más de un millar de tortugas bobas son capturadas ilegalmente estos días en las playas de Cabo Verde, situadas a 600 kilómetros de las costas de Senegal. Las matan las pobres gentes de ese pobre país africano, especialmente en la isla de Boavista, cuando los animales salen por las noches a la superficie para enterrar sus huevos en las finas arenas del litoral. Los caboverdianos llevan 30 años sufriendo una terrible sequía y para ellos no se trata de una especie en peligro de extinción, sencillamente es comida fresca.
En Cabo Verde anidan unas 10.000 tortugas, la tercera población nidificante más importante del mundo. Cuando estuve allí en una ocasión, compré varias que me ofrecieron los pescadores y las solté. Me miraron como quien mira a un loco, o a un bobo. Otros turistas, me consta, se las zampaban en sopa por eso de lo exótico.
Se comprende así que estas capturas ilegales estén poniendo en serio peligro el futuro de la especie. Pero el auténtico problema no está en la costa sino en el mar abierto, donde la pesca del palangre, las nasas, los enganches accidentales en redes a la deriva y la contaminación está diezmando sus poblaciones. Más de 20.000 mueren al año en las costas españolas.
¿Y qué hacemos nosotros para evitarlo? Robarles los huevos.
Por segundo año consecutivo, los científicos españoles han expoliado en las zonas donde desarrollan un programa de protección y vigilancia varios nidos de tortuga boba. Desde allí sus huevos han sido cuidadosamente trasladados en avión y helicóptero a España. Con ellos se pretende que las tortugas vuelvan a criar en dos simbólicos espacios naturales, Jandía en Fuerteventura y Cabo de Gata en Almería.
El proyecto es criticado por distintos colectivos ecologistas, quienes destacan el elevado coste económico del plan, cuya cantidad exacta no ha sido hecha pública, y donde los intereses mediáticos y turísticos están por encima del interés por la recuperación ambiental del entorno. Como ejemplo señalan las poco rigurosas razones dadas respecto a que este proyecto “es una medida de gestión para prevenir las plagas de medusa”, en detrimento de un análisis exhaustivo de las verdaderas causas que provocan las aguas vivas.
Además se están incumpliendo todas las recomendaciones básicas internacionales respecto a las reintroducciones: no se ha hecho un estudio genético previo, no existen datos históricos recientes que indiquen que en los lugares elegidos había antes colonias semejantes, y la pesca y la contaminación las sigue matando en mayor número incluso. Soltar allí tortugas es condenarlas a muerte.
Pero hay más. Los responsables del proyecto de reintroducción calculan que deberán estar trayendo entre 1.000 y 3.000 huevos africanos durante al menos 15 años consecutivos antes de lograr el retorno de los primeros adultos. En Estados Unidos, con colonias en México, han tardado 35 años en conseguirlo. Una llegada que, a pesar de todo, el profesor de la Universidad de Las Palmas de Gran Canaria y director del proyecto de reintroducción, Luis Felipe López Jurado, considera “segura”, tras el nacimiento el pasado verano de las primeras 143 crías de tortuga en las playas majoreras de Cofete.
Otro de sus responsables, el investigador de la Estación Biológica de Doñana (CSIC) Adolfo Marco, ha confirmado que sólo una cría de cada mil llega a adulto, lo cual se considera un índice de supervivencia bajísimo. Con estos datos, de las más de 15.000 tortuguitas que puedan nacer en Fuerteventura a lo largo de esos 15 años, tan sólo lograrán regresar a desovar a Cofete apenas una docena de ellas. Un magro resultado, a un precio altísimo, para una especie que no cría en Canarias desde hace varios siglos, mientras otras como el cuervo o la terrera marismeña se extinguen sin que nadie mueva un dedo. Pero claro, esas pobres venden menos, y la biología cada vez más es biopolítica.
