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Podrán cortar todas las flores, pero no podrán detener la primavera. (Pablo Neruda)

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Lo confieso: soy un refugiado climático

Como cada primero de año, aproveché ayer la tranquilidad de un país resacoso y somnoliento para pasear con mis hijos por el río Arlanzón, en Burgos, ciudad donde disfrutamos de la celebración de la Nochevieja en familia. Eran las 10 de la mañana y el termómetro de la calle marcaba 4 grados bajo cero. Una heladora niebla cubría las calles, vistiendo de blanco inmaculado sus árboles, coches, señales de tráfico. Por suerte no hacía viento, pero el frío era intensísimo. El paisaje se nos antojó tan navideño como un anuncio. De una impresionante belleza aunque durísimo. Nos lo pasamos bomba, pero apenas una hora después ya estábamos de vuelta a casa absolutamente helados.

Otros años, la celebración la hemos pasado en nuestra casa de Fuerteventura (Islas Canarias). Incluso una vez, tras las doce campanadas, nos dimos un baño en las transparentes aguas del Atlántico. Allí el invierno no existe, así que lo acabas echando de menos. Pero cuando lo descubres en toda su intensidad un día tras otro, durante meses y meses de cielos grises, frío, lluvia, acabas entendiendo por qué el templado Mediterráneo, las afortunadas Canarias, se están convirtiendo en el geriátrico de Europa. Nos sentimos orgullosos de nuestros pueblos, donde están nuestras raíces, pero al final echamos de menos el buen tiempo. Y emigramos al sur. Muchos incluso sin esperar a la jubilación, muy pronto, incapaces de cerrar los oídos a la cálida llamada del sol.

Los geógrafos hablan de los refugiados climáticos como aquellos habitantes del Tercer Mundo que se ven obligados a emigrar hacia el norte empujados por la desertización y el calentamiento global. En realidad, en los países occidentales se está dando el movimiento inverso y por razones mucho más banales. Son los refugiados climáticos en busca del buen tiempo, británicos, alemanes, escandinavos –también españoles- que, como las golondrinas, huyen del invierno. Pero que, también como las golondrinas, regresan de nuevo a sus tierras cuando el frío ya no aprieta.

En mi caso, queridos lectores, yo también tengo algo de golondrina. Con dos países en el corazón, el de verano y el de invierno. Los más nacionalistas no lo entenderían ni en días tan fríos como estos. No les culpo. Sin embargo, al menos Antonio Machín me habría dado la razón pues, como cantaba magistralmente, “es posible tener dos amores a la vez… y no estar loco”.

El río Arlanzón a su paso por Burgos la mañana de Año Nuevo de 2008. El termómetro no pasó de cero grados en todo el día.